Mi Tía. El más grande regalo.
![]() |
Mi tía. El regalo más grande. |
Viernes 9 de mayo de
1975. Poza Rica, Veracruz. México.
¡Yo ya estoy listo! ¡A la hora que quieran!
Mis compañeros y yo llevamos dos semanas ensayando. Día
tras día, después del recreo, hemos salido al patio principal a repasar toda la
rutina. Baile candente al ritmo de una melodía guapachosa.
Mi maestra Carolina está feliz. Estamos listos. Haremos
un gran papel.
Esa tarde en la escuela Miguel Alemán, celebrábamos el día
de las madres. El evento principal estaba a cargo del grupo “A” de primer año
de primaria, turno vespertino. Mi grupo.
El silencio se adueñó del recinto, la música inició, y tres minutos después éramos aclamados por el respetable.
Mi hermana Nancy, presente en ese evento, jura que mi madre
rio a carcajadas durante toda la canción. Yo le creo, no era para menos.
“Que le maten pollo” era el título de la cumbia que bailamos
mis compañeros y yo. Con un ritmo pegajoso y una letra simple, el aclamado
Conjunto Tropical Caribe tenía meses sonando fuerte en la radio.
Los días posteriores a ese evento fueron muy intensos para
mí. Familiares y amigos de mi madre solicitaban una recreación del evento, y yo
accedía gustoso bailando y cantando la canción. Imitaba también los sonidos del órgano
mientras bailaba.
Cuando vas a la Ópera, entras en un mundo maravilloso y de gran
formalidad. Te llaman tres veces, la última es para iniciar la función. El
silencio total por parte de la audiencia es obligatorio. Solo puedes aplaudir
cuando así lo indique el protocolo. Y si deseas honrar al tenor o a la soprano
en turno, debes levantarte y seguir aplaudiendo. Solo se permite gritar ¡Bravo!
una vez. No puedes silbar ni emitir ningún tipo de aullido. ¿linternas
de celular? ¡Impensable!
Pero no siempre fue así.
En épocas de Mozart, nuestro querido y admirado Amadeus
Mozart, ir a la ópera era como asistir a una fiesta pagana, banal y ordinaria.
La gente comía ahí mismo, lanzaban sobras de comida al escenario, eructaban,
liberaban gases corporales sin ningún pudor, y se reían. Se reían todo el
tiempo.
La gente iba a hacer desmanes.
Muy pronto comencé a notar que en mis presentaciones, la
audiencia solía destornillarse de risa con mi actuación. Todos se reían. A
carcajada abierta, libre, y sin respeto alguno hacia el cantante.
Todos menos una persona.
- Hijito chulo, cántame por favor tu canción. La que bailaste
en tu escuela – me dijo con voz dulce esa hermosa mujer de ojos grandes y
oscuros.
Yo estaba renuente a cantar por las burlas de
mis audiencias anteriores. Aun así, canté, bailé y realicé todos los sonidos
del órgano al mismo tiempo.
La mujer en cuestión, sentada en el mueble de su casa, me
escuchó con mucha atención. Me animó con las palmas de sus manos, y se movió
suavemente al ritmo de mi canción. Al terminar, aplaudió efusivamente y me dio un fuerte abrazo.
- ¡Qué bonito cantas y bailas hijito!
- ¡Gracias Tía! – respondí.
Era mi tía Dora.
No era la primera vez que visitaba a mi tía. Los recuerdos
más antiguos que tengo de ella se remontan a cuando yo tenía aproximadamente
cuatro años. En la sala de su casa, mi mamá me sentaba en el piso para jugar
con mi primo José, el hijo primogénito de mi tía. Lo traía en brazos desde su recámara
y lo sentaba junto a mí. Después, traía una bolsa llena de juguetes, propiedad
de mi primo, y los repartía equitativamente entre ambos. Un carrito para
Joselito, un carrito para Oscarito. Un caballito para Joselito, un caballito
para Oscarito. Un luchador para Joselito, un luchador para Oscarito. Y así lo
hacía hasta que la bolsa quedaba vacía.
Mientras esto ocurría, yo observaba detenidamente a mi primo,
quien miraba intercaladamente y con asombro, a sus juguetes y a mí. Su mirada era
seria, casi de pocos amigos, y sus enormes ojos verdes me intrigaban y a la vez
me divertían.
Jugábamos toda la tarde bajo la mirada dulce y llena de amor
de nuestras respectivas madres.
Mi mamá amaba profundamente a mi primo José. Y mi tía me ha
querido siempre tanto como si fuera un segundo hijo. ¿Cómo o por qué? No lo se.
El profundo y entrañable lazo afectivo entre las dos hermanas se transmitió a sus
respectivos primogénitos en modo cruzado.
Y este ha sido uno de los más grandes regalos que he
recibido de la vida.
Mi tía Dora ha sido para mí desde siempre, alguien muy especial. Una fuente inagotable de cariño, paz, seguridad y mucho afecto. Mi
tía siempre tuvo las puertas de su casa y de su corazón abiertas para mí, y
para todos sus seres queridos y amistades.
Su nombre significa regalo, regalo de Dios. Es una
contracción del antiguo nombre griego Teodora, cuya raíz etimológica era
precisamente regalo de Dios. Con el tiempo, el nombre se contrajo a Dora, sin
perder el significado original.
Mi tía ha hecho honor a su nombre toda su vida. Ha sido un
regalo para la existencia de muchos que la hemos conocido y tratado.
La vida siempre es mejor en familia. Y las reuniones de
familia generalmente ocurrían en casa de mi abuelita o de mi tía Dora. Ahí, en
esa casa, al amparo de su generosidad, jugué, comí, rompí piñatas, dormí, descansé,
bailé, bebí, y tuve charlas interminables con el jefe de la casa, nuestro
querido y apreciado Doctor Armando. Las paredes de su casa fueron testigos de mi
crecimiento, desde la infancia hasta la edad adulta.
Después de dejar el terruño junto con mi madre y mi padre, la
casa de mi tía se convirtió en nuestra segunda casa, el lugar donde llegábamos
cada fin de año para celebrar las fiestas navideñas.
Veintisiete años han pasado desde que emigré de mi pueblo. Mi
madre y mi padre han partido ya con el Señor, y mi tía y yo nos seguimos
queriendo igual que desde el primer día, aquel día que a petición suya bailé y
canté para ella siendo un niño de cinco años.
Sus nietos, representan el futuro y la esperanza. Sus
nietas, representan su trascendencia a través del tiempo y el espacio. Sus
hijos, representan el apoyo firme que la alienta día con día en el devenir de
la vida.
Y su hija Dorita, mi querida prima Dorita, desde el cielo la
bendice a ella y a todos los que ama, día tras día.
Nosotros, el resto de los que la queremos, giramos a su
alrededor tomados de la mano, entregándole nuestro cariño y nuestro apoyo incondicional.
Una hermosa e imponente bugambilia emerge de las paredes de una fachada. Y de ella, el rostro de una noble mujer, que cuando sale el sol, le regala su mejor sonrisa.
Esa mujer es mi tía Dora, la niña que vino al mundo
como un regalo de Dios para todos nosotros.
Es lindo tener una persona especial en nuestras vidas! Y que mejor si es de la familia! Nunca dudes de lo afortunado que eres al contar con el amor de tu tía!
ResponderBorrar