Feliz Día del Padre.
Ojalá sea cierto lo que dijo mi
padre, es nuestra única esperanza.
Alguien le aseguró que en la
refaccionaria del Avalo, propiedad de un tal señor Yacamán, compran baterías de
coches usadas. Pagan a peso el kilo. Nosotros tenemos 3, remanentes de tiempos
mejores.
Ojalá sea cierto lo que dijo mi
padre porque estas pilas pesan mucho. Ya hemos caminado seis cuadras, a pleno
rayo de sol. Estoy sediento y empapado en sudor. El verano es terrible en la
ciudad de Poza Rica, Veracruz. Cuarenta y dos grados a la sombra. Siento que me
derrito.
Mi padre a sus 48 años es un
hombre cansado, avejentado, y con las rodillas destrozadas. Muchos años de su
juventud trabajó a la intemperie bajo el sol extremo y bajo el frio con lluvia.
Descargaba bultos de cemento, trabajó en construcción de caminos a pico y pala,
y eventualmente cubría turnos en las instalaciones de gasoductos de Pemex.
Hace un año fue liquidado de una
empresa privada donde trabajó durante 8 años. Fue quizá su mejor época. Pero la
empresa, fiel a las prácticas deshonestas, solo le dio una pequeña parte del
total que por ley le correspondía. Puedes demandarnos si quieres le dijo
el licenciado que lo despidió.
Los pobres no tenemos derecho a
eso. Los pobres tenemos mente, cuerpo, y corazón solo para una cosa: comer hoy
y tratar de sobrevivir el día siguiente.
Tres baterías usadas de camioneta
FORD pick up es lo que pretendemos venderle a la refaccionaria. Yo cargo una en
cada mano y descanso cada 30 o 40 metros. Mi padre carga una y tiene que hacer
descansos más prolongados y solo puede avanzar unos 15 o 20 metros.
Está muy cansado y aun así no
quiere que le ayude con su batería. El sudor copioso sobre su frente refleja
los rayos del sol. Está sediento, con hambre y agotado, pero no se rinde. Solo
pide que lo espere un poco más.
A unos 100 metros puedo divisar
ya la fachada principal de la refaccionaria. Logro convencer a mi padre de que
mejor se siente y me deje completar el traslado.
Sin esperar respuesta, tomo
nuevamente las dos pilas en mis manos y doy un último tirón hasta la entrada
del negocio. Me duelen las manos, los brazos y las muñecas, pero hay que
realizar la venta lo más pronto posible. Coloco las dos baterías en el
mostrador y regreso corriendo por la tercera. Mi padre está sentado en la
banqueta de la calle, con la respiración agitada, viendo fijamente el pavimento
mientras pasan los coches a escasos centímetros de él.
Levanto la tercera batería y nos dirigimos a la refaccionaria para realizar la transacción. El dinero se nos terminó hace un par de días.
Mi quincena se fue completa para
pagar la renta que recientemente nos subieron en un cien por ciento. A mi padre
están por confirmarle de un trabajo en el municipio. Ojalá se lo den. Su amigo
don Rodrigo Arturo López fue nombrado regidor en la nueva administración y le
dijo que le conseguiría algo.
He logrado subir las tres
baterías a la báscula que está junto al mostrador central. Es de acero y está
cubierta por una capa gruesa de hule color naranja. La joven del mostrador
observa el peso de cada batería y comienza a hacer sus cálculos.
Y entonces se aparece el señor
Yacamán.
Había visto su foto alguna vez en
la sección de sociales del periódico local La Opinión. Era más alto de lo que
pensaba. Fácilmente alcanzaba el 1.85, delgado, rostro afilado, piel morena,
bigote, cejas pobladas y un par de ojos color café cubiertos por unos lentes de
cristal grueso.
Unos años antes el apellido
Yacamán se había popularizado en la ciudad a raíz del terremoto de la ciudad de
México ocurrido en 1985. Las noticias locales informaron que el mayor de los
Yacamán se encontraba en la capital del país el día del siniestro. Mencionaban
incluso el nombre de su hotel el cual había sido destruido en su totalidad.
Jamás regresó.
Y el apellido se quedó grabado en
mi mente por la impresión de la noticia.
Dos años después estoy haciendo
negocios con uno de sus hermanos. El nuevo dueño de la refaccionaria.
La secretaria escribe la cantidad
a pagar en un papelito y nos lo muestra. A peso el kilo. No es mucho pero
suficiente para comprar algo de comer. Entonces me percato de que el Sr.
Yacamán nos ha estado observando fijamente desde que llegamos. Pide ver el
papelito, nos mira nuevamente, y le da una instrucción a su secretaria:
—A ellos págales el kilo a …—se
detuvo unos instantes y completo la frase:
—Págales a 5 pesos el kilo
—sentenció sin dejar de observarnos.
Han pasado cinco horas desde que vendimos
las tres baterías. Con lo recaudado logramos comprar un pequeño mandado y ahora
estamos disfrutando de una sencilla pero deliciosa cena en la cocina del
departamento.
Hace un rato pasó de rapidito a
la casa don Rodrigo Arturo López. Preséntate el lunes en presidencia para
que firmes contrato, es algo sencillo pero es chamba segura por tres años,
le dijo a mi padre.
El viejo está animado.
Por si eso no fuera suficiente,
al América le están ganando por goliza y eso es algo que a mi padre le da mucha
felicidad. La tele vieja a color es una de las pocas cosas de valor que no
hemos vendido aún.
Qué manera de terminar este
sábado.
Todo mundo tiene buenas y malas
rachas. Todos tenemos buenos y malos momentos. La vida nos ofrece un amplio
abanico de experiencias: éxitos, fracasos, pérdidas, sufrimiento, dolor,
angustias, fiesta, diversión, y muchas vivencias más.
Me detengo a parafrasear
nuevamente mis pensamientos. En efecto, todo mundo tiene malas rachas, pero no
todos tienen la suerte de tener un padre como el mío. Esto es mucho más que una
buena racha.
Sigo creyendo que la vida le cargó la mano al viejo, y la vida misma se le fue demasiado pronto.
En el balance de su existencia, fueron
muchas más las penas que el goce. Lo vi detenerse muchas veces por
las dolencias físicas, renunciar a sí mismo por nosotros sus hijos, pero jamás lo vi quebrarse en el espíritu. Solo lo vi
llorar una vez, cuando murió su madre.
Su sentido del humor era genial,
y cuando el América perdía sacaba a relucir lo mejor de su antiamericanismo. Pero incluso en eso la vida le jugo una broma: su único hijo le salió americanista
de hueso colorado. Ni modo.
A veinticuatro años de tu partida, quise contar esta historia inédita para recordarte viejo. Extraño tus palabras, el tono grave de tu voz, tus consejos y tu fortaleza. He tratado de vivir la vida que me diste, al precio que a ti te costó y que a mí me está costando.
También quise recordar la memoria
de aquel hombre que en nuestro cansancio y necesidad se apiadó de nosotros y
decidió romper sus propias reglas de juego para ayudarnos. Nunca fueron
suficientes todas las muestras de agradecimiento que le dimos aquella tarde.
Pero se que hubo uno muy grande que también lo vio y lo anotó en su registro de
vida. Y ÉL siempre paga al doble, al triple, y hasta siete veces más.
¡Feliz día del Padre a ambos!
¡Con afecto y profunda admiración para
todos mis tíos, primos, cuñado y amigos que son padres!
¡Enhorabuena!
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