Boda en la Montaña | Una historia familiar.

 

Palmillas - Bustamante - Santa Ifigenia - Mamaleon - Tula



Capítulo I — La Partida.

Palmillas, Tamaulipas. Marzo de 1974.

 Este Óleo de los Enfermos ha sido bendecido por nuestro Arzobispo para la sanación del cuerpo, de la mente y del alma. Que los enfermos que sean ungidos con él experimenten la compasión de Cristo y su amor salvador.

Recibe este óleo en tu frente, como signo de que Dios Padre recibe tus pensamientos, todo lo que salió de tu mente a lo largo de tu vida, tus oraciones, tus bendiciones, tus buenos deseos, tus buenos proyectos, y tus pensamientos nobles.

Recibe este óleo en tus manos, como signo de que Dios Padre bendice todas y cada una de las acciones buenas que realizaste a lo largo de tu vida. Todo lo bueno que construiste queda ahora en las manos de tu padre celestial.

Y recibe este óleo también en tus pies, porque Dios bendice tus pasos y los caminos que recorriste con ellos a lo largo de tu vida. Recibe este óleo como signo de tu último camino…el camino hacia la vida eterna.

El Sacerdote guarda el aceite consagrado en la bolsa de su sotana y ora en silencio durante varios minutos.

Al terminar el ritual, saluda respetuosamente a los familiares más cercanos, bendice a la concurrencia y se retira rápidamente del lugar.

La casa de doña Eliza está abarrotada de gente. Familiares y amigos llenan las dos salas, la recámara principal, y el patio trasero.

Esta noche se han dado cita para presentar sus respetos, elevar plegarias al cielo, y ofrecer consuelo a los dolientes. No hacen falta las palabras; un fuerte apretón de manos y un abrazo sincero llegan siempre como un bálsamo ante cualquier situación de pérdida.

El doliente principal está sentado frente al cadáver de su madre. No hay lágrimas en sus ojos, solo tristeza y una mirada perdida en un lugar y un tiempo muy lejanos.

Esta noche ha fallecido la señora María Eliza Aguiar Castro, viuda de Navarro.

Dos horas antes doña Eliza había conversado brevemente con su hijo. Este le había dicho al oído que le darían un calmante para el dolor.

—Le van a poner una inyección mamá. Trate de no moverse para que no le duela tanto. Y no tenga miedo, yo estoy aquí con usted.

Doña Eliza mantenía sus ojos cerrados. Su cuerpo ya no le respondía, solo reaccionaba al intenso dolor. Muy a su pesar no pudo evitar sonreír para sus adentros. Lo que ella tenía era un dolor físico insoportable, no miedo. Había vivido con honor la vida que le había tocado, y estaba lista para entregarla cuando el Señor así lo indicara. No había nada nuevo por hacer a sus 83 años recién cumplidos.

Las figuras de sus padres, abuelos y hermanos ya fallecidos, celebraban una danza interminable frente a sus ojos. Por momentos se detenían, la volteaban a ver, y le extendían los brazos animándola a bailar con ellos.

Sabía que el momento había llegado.

¿Miedo? ¿Me pides que no tenga miedo?

Parece que ya olvidaste todo hijo.

Hace mucho que deje de sentir miedo.

 Lo perdí cuando me entregaron el cadáver de tu padre, acribillado y destrozado por las balas de los chacales.  Lo perdí cuando aquellos miserables asesinos ultrajaron y mataron a mi sobrina, dejando a mi familia en las tinieblas. Lo perdí cuando te llevé en mi regazo a través del monte y de la sierra, del día y de la noche, recorriendo los caminos del peligro… protegiéndote de los que te odiaban por el solo hecho de llamarte como tu padre.

Tú has sido para mí el motivo más grande para no rendirme.

Perdí el miedo y aprendí a ver de frente a la muerte.

Lo perdimos todo y nos volvimos a levantar.

No hijo, yo no tengo miedo.

Yo ya estoy lista.

Doña María Eliza Aguiar Castro exhaló su último aliento la noche del 9 de marzo de 1974, en la ciudad de Palmillas, Tamaulipas.

Su hijo, don Praxedis Navarro Aguiar y sus seis nietos, se encargaron de darle cristiana sepultura.

 

 

Capítulo II — La Boda.

 Palmillas, Tamaulipas. Junio de 1912.

 La parroquia de Nuestra Señora de las Nieves, ubicada en el primer cuadro del municipio de Palmillas, fue la primera iglesia que se construyó en el estado de Tamaulipas. La primera piedra se colocó en 1745 y fue terminada treinta y cinco años después. Posee una cúpula de medio círculo, una nave con vigas de madera, y un retablo hecho a base de hoja de oro en el más puro estilo barroco churrigueresco. Desde su fundación ha sido testigo de innumerables eventos y ese día no era la excepción.

La mañana del 2 de junio de 1912, la iglesia estaba adornada con enormes racimos de violetas, rosas, geranios, orquídeas y lirios traídos desde la ciudad de San Luis Potosí. El aroma de las flores y el incienso se impregnaba en cada rincón del recinto, mientras un coro de seminaristas entonaba el Kyrie Eleison en lengua latina.

En el estrado, uno de los terratenientes más prósperos de la región esperaba ansioso la entrada de la novia por la puerta principal. Era el novio, José Praxedis.

José Praxedis Navarro Montelongo, oriundo del municipio de Bustamante, Tamaulipas, miraba con insistencia hacia la entrada, esperando la aparición de su prometida: la señorita María Eliza Aguiar Castro.

Veinte minutos antes había llegado un emisario para confirmar el retraso de la joven por una cuestión técnica. El velo del ajuar y la tiara no habían sido del agrado de la novia y tuvieron que adaptarlos a su gusto.

Si tanto le urge que se aguante —había dicho la joven irreverente mientras le acomodaban el velo a toda prisa.

De pie junto al novio estaba su hermano mayor, don Gregorio Navarro Montelongo, quien había insistido en que la boda se realizara en Bustamante y el banquete en la hacienda de Santa Ifigenia, propiedad suya. El padre de María Eliza insistió en que la boda se realizara en el terruño de la muchacha.

Gregorio Navarro, acostumbrado a mandar y hacerse obedecer desde muy temprana edad, no se conformó e hizo una segunda propuesta: realizar la ceremonia religiosa y el banquete en la hacienda de Mamaleon, también propiedad suya; muy cerca de Tula.

Don Braulio Aguiar González, padre de la novia, se mantuvo firme en su decisión y tuvo que soportar durante meses los reclamos de su esposa, doña María Rafaela Castro Badillo, quien insistía en aceptar la oferta de los Navarro.

La novia finalmente llegó y los asistentes enmudecieron mientras se dirigía hacia el altar del brazo de su padre. Los seminaristas callaron, y José Praxedis, el novio, pasó saliva en seco cuando la vio. Se había encaprichado con ella desde el primer día que la conoció; pero esa mañana las piernas casi se le doblan cuando la vio caminar hacia él.

María Eliza Aguiar Castro portaba un vestido de seda de manga larga color nácar con bordados en satén y arabescos a la altura del cuello. Había optado de última hora por un velo discreto y una tiara de perlas y hojas de tela blanca. Llevaba guantes de algodón y un discreto crucifijo de plata apenas perceptible sobre su pecho.

A sus veintiún años, era esbelta, elegante y sumamente atractiva. De piel morena clara, cara redonda y un par de enormes ojos oscuros que resaltaban con unas sombras mate y un discreto delineado en la línea de las pestañas inferiores.

Sin embargo, según su madre y sus hermanas mayores, su mayor atractivo radicaba en su temperamento y personalidad. De carácter fuerte, resoluto y decidido, rápida para tomar decisiones, no se amedrentaba con facilidad, hábil de palabras, pulcra en sus modales, buena para razonar y discutir con argumentos, y una extraordinaria habilidad para cocinar que había desarrollado desde niña.

La misa fue oficiada por el obispo de ciudad Victoria, Monseñor Rigoberto Pérez Luna. Amigo cercano de los terratenientes y beneficiario permanente de las generosas ofrendas realizadas por estos. Algunas voces murmuraban que lo hacían para expiar las condiciones de trabajo extremas a las que sometían a sus empleados, y para justificar ante el Altísimo la excesiva fortuna que habían logrado amasar.

Terminada la misa y hechos los votos matrimoniales, la pareja y sus invitados se dirigieron hacia la plaza principal, ubicada frente a la iglesia, donde el presidente municipal había construido una enorme carpa de enramada con templetes de madera, para agasajar a los recién casados y a sus distinguidos invitados.

Para amenizar el banquete, se contrató a la banda musical Los Colibríes de San Miguel, procedentes de Bustamante y muy famosos en la región.

Desde un principio se había acordado de que no bailarían el vals. José Praxedis, el novio, se negaba rotundamente a dar espectáculo a la concurrencia. Confórmense con que les doy de tragar decía. Pero su bella y joven esposa insistió, y esa tarde comprendió que ya no tenía las fuerzas ni las ganas para contrariarla. A sus 49 años recién cumplidos le faltaba la vitalidad que a María Eliza le sobraba.

Con música de salterio, contrabajo, violas y flautas dulces, los recién casados abrieron pista con el vals más famoso de ese momento: Sobre las Olas, de Juventino Rosas. Posteriormente bailaron dos más a petición de la novia: Dios Nunca Muere y Gloria.

Poco a poco se fueron integrando a la pista familiares y amigos. La banda comenzó a tocar chotis, mazurcas y polkas y la algarabía se desató entre los asistentes. Un grupo de amigas de María Eliza hicieron un círculo sobre los recién casados, y agarradas de la mano giraban alrededor dando ligeros saltos y golpes de pie sobre la superficie.

María Eliza reía, bailaba y aplaudía mientras su esposo intentaba seguirle el ritmo.

El baile se alargó por casi una hora hasta que el presidente municipal, don Francisco Estrada, pidió a la banda que hiciera un alto porque quería dirigir unas palabras a los recién casados.

La gente comenzó a sentarse, don Francisco inició su discurso, y los meseros contratados para la ocasión comenzaron a repartir unos folletos impresos entre los invitados. En estos se enlistaban todos los platillos y bebidas para que los asistentes pudieran elegir los de su agrado.

Para la comida se ofrecieron distintos platillos de la región:

Barbacoa de cabrito hecha en pozo, asado de puerco, tamales de cabeza de res en hoja de maíz, mole poblano con guajolote, guisado de venado en adobo, cecina de res, arroz, frijoles charros, quesos de cabra, salsas molcajeteadas, tortillas y gorditas hechas a mano en el momento.

Para la bebida, don Braulio Aguiar González, padre de la novia, sorprendió a los invitados con licor de Sotol; bebida fermentada y destilada a base de la hierba del mismo nombre. Fabricada en el estado de Chihuahua, logró comprar media carreta llena de botellas a uno de sus clientes en Jaumave.

Mezcal, tequila y pulque fueron servidos en abundancia también.

En la mesa de postres había aguamiel de maguey, calabazas, chilacayotes, pepitorias, conservas de maguey, y dulces de biznaga traídos de Bustamante.

María Eliza miraba emocionada a su esposo, a sus padres y hermanos, y al resto de la gente mientras comían y bebían a su salud.

Desde una de las mesas más lejanas, una joven le hacía señas para saludarla. Era Matilde Vázquez Rodríguez, amiga de la infancia. En sus brazos cargaba a su pequeña hija de apenas un año de edad. Unos meses antes había asistido a su bautizo. Cuando le preguntó por el nombre, le respondió con emoción: se va a llamar Amalia.

A dos mesas de donde estaba Matilde, se encontraban unos individuos que María Eliza no soportaba. Por más que se empeño en no invitarlos, su ahora esposo la convenció de que era por razones políticas. En 1912 se vivían tiempos difíciles en México; Palmillas no era la excepción. Era necesario mantener los lazos de amistad aunque fueran gavilleros, cuatreros y ladrones, de esos que les gustaba autodenominarse revolucionarios.

Revolucionarios, si como no. ¡Vaya la mugre!

María Eliza sintió un ligero escalofrío cuando notó que uno de ellos observaba con insistencia a su hermana menor, Josefa. Se repuso de inmediato y recordó aquel dicho que una vez le escuchó a su madre: la miel de abeja no se hizo para el hocico de burro.

Acto seguido, se puso de pie, se inclinó hacia su esposo y le preguntó al oído:

—¿Qué se te antoja de comer mi amor? Yo te serviré personalmente.

 

Continuará…

Siguiente capítulo: Los Invitados.



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