1985.
En noviembre de 1992, el cantante
mexicano José José lanzó al mercado una de las canciones más icónicas de su
amplio repertorio: 40 y 20. Era una canción controversial para la época porque
abordaba la relación amorosa entre un hombre de cuarenta años y una joven mujer
de veinte. Esa diferencia de edades abrió debates en programas de radio y
televisión mientras el gran cantante vendía y vendía discos sin parar.
José José era uno de mis
cantantes favoritos y aunque el tema de la canción era polémico, a mí en lo
personal no me impactó. Lo que realmente me impresionó, y mucho, fue darme
cuenta de que algún día yo podía llegar a tener esa edad…cuarenta años. A mis veintitrés
eso me parecía algo infinitamente lejano, surrealista, fuera de toda
proporción…y eso me aterró.
¿Cómo puede un hombre sentirse
a gusto con esa edad? Que difícil debe ser ir por la vida sabiendo que ya
tienes cuarenta, que ya eres un viejo, que ya no le atraes a nadie, que ya tu
pelo, o lo que quede de él, es canoso; que prefieres no sonreír para que no se
acentúen las arrugas, que ya no puedes correr con potencia y velocidad, que ya
tienes panza y no la puedes bajar, que tu mejor y fiel amigo ya no te sigue el
ritmo y que te hace quedar mal, ¡Que tragedia!
A mis veintitrés años algo en mi
interior me gritaba que ese día no llegaría nunca, que el tiempo cambiaría sus
reglas y que yo no envejecería jamás. Había tantas fiestas y reuniones que
celebrar con mis amigos, tantas canciones por cantar con mi tío Héctor, tantas
complicidades que vivir con mi hermana Nancy, tantos besos que recibir de mi
abuelita Pompo y de mi tía Dora, y tanto amor que disfrutar de mi amada madre. No
había modo.
Si tan solo se me hubiera
ocurrido voltear a ver a mi padre quien para ese entonces ya contaba con 53
años… y ya se le notaban.
… y heme aquí con 56 años
cumplidos y vividos.
¿Qué hacía yo hace cuarenta años?
¿De qué la giraba? ¿Qué eventos o situaciones me tocaron vivir en aquella
época?
Hace cuarenta años estábamos en
1985, y ese año es el que me propongo desempolvar desde el enorme baúl de mis
recuerdos. Es imposible recordar todos los eventos, pero hay algunos que
dejaron huella profunda y de esos quiero escribir esta noche.
Mis compañer@s de la ESBO.
Cuando somos adolescentes no
alcanzamos a darnos cuenta de que las mejores experiencias de nuestras vidas
probablemente las estamos viviendo en esa época. Todas y cada una de ellas
están siempre relacionadas, directa o indirectamente, con personas. Con seres
humanos que conviven con nosotros durante la cotidianeidad de los largos y
cansados días de clases.
En mi caso, fui la persona más
afortunada al ponerme Dios en el camino de cuatro jóvenes que me rescataron del
hastío y la rebeldía, me abrieron las puertas de su equipo, y poco a poco me
integré con ellos en una de las experiencias más fascinantes de mi juventud.
En 1985 yo cursaba el segundo año
de bachillerato en la escuela ESBO #8. Tenía 16 años. Atrás habían quedado mis
años de secundaria y mis compañeros, los más escandalosos de la escuela. La
mayoría de ellos estudiaban la prepa en la misma institución, pero en otras
áreas. Ahí aprendí que aunque estés en las mismas instalaciones, si ya no
compartes el mismo salón las dinámicas de amistad cambian.
En el área de humanidades me
sentía solo, desplazado, me aburría en los recesos. Las chicas más bonitas del
salón eran muy fresas, y los nuevos compañeros eran todavía muy infantiles, según
yo. De alguna forma intuía que había comenzado a cambiar, y se notaba. Ya no me
gustaba salir a jugar futbol y regresar sudando a clases. Ya no me gustaba
pelear ni discutir, prefería evadirme o como último recurso, el diálogo
constructivo. Ya no corría por los pasillos ni daba sapes, eso era para los
chavos de secundaria. Ya no era irrespetuoso con la prefecta, eso era de gente
desadaptada. Desarrollé un enorme gusto por el estudio y una fobia total hacia
todo acto de violencia física o verbal.
Quizás esa fue la causa de
aquella invitación.
Gabriela Terán, la chica más
bonita del salón y de toda la escuela, se acercó una mañana a preguntarme si
quería acompañarla a ella y a los de su equipo a la cafetería: Navarro, ¿no
quieres venir a almorzar con nosotros?
Iba a voltear hacia atrás pero
recordé que yo era el único de la clase con ese apellido.
—¿Quiénes van? —pregunté con una
pose de Jean Paul Belmondo, el actor francés a quien había visto recientemente
en una película titulada “El profesional”.
Gabriela sonrió divertida y me
respondió:
—Nada más vamos Carmina, Frontini,
Sabino y yo…los de siempre.
Carmina Colunga era una de las
chicas más fresas de toda la escuela. No tenía amistad con ella y me caía mal.
Los otros dos eran un par de snobs presumidos y fachos. Frontini, de padre
italiano, se creía el Tom Seller del salón y además era el único de toda la
escuela que sabía hablar inglés ¡inmamable! El otro, bueno el otro era un nerd,
muy inteligente pero obsesionado con sacar siempre diez. Lloraba cuando le
ponían nueve. Me caían mal ambos.
Decidí aceptar la invitación de
mala gana, porque no tenía otra cosa que hacer y porque tenía hambre. Y así
entré aquella mañana en la cafetería de la escuela, acompañando a un grupo de
fresas, elitistas y pretenciosos…y jamás nos volvimos a separar durante el
resto del ciclo escolar.
Ese grupo se convirtió en mi
segunda familia. Muy pronto descubrí que los había juzgado mal. Gabriela, Gaby,
era una joven sensible, inteligente, de carácter dulce y jovial, amante de la
poesía de Bécquer y defensora a ultranza de la vida animal. Una adelantada a su
época.
Carmina por su parte tenía una
personalidad extrovertida, bulliciosa, impetuosa, rebelde y con ideas marxistas
(algo muy cool en aquella época). Le gustaba debatir con los profesores y era
muy besucona.
Alejandro Frontini resultó ser un
joven muy agradable, inteligente, bilingüe, de un trato amable y sencillo, y
con una fama de casanova bien ganada. Era fanático del rock pesado, de la
comida italiana, y le gustaba bailar tango con su novia de secundaria; creo que
se llamaba Lucy.
Y finalmente Sabino Cázares, el
genio del salón. Nos convertimos en inseparables para mi propia sorpresa. Creo
que el hecho de ser tan diferentes nos acercó paulatinamente hasta forjar una
sólida amistad y compañerismo. Era un joven extremadamente meticuloso con sus
estudios, todos sus apuntes los pasaba en limpio en su casa, dedicaba de tres a
cuatro horas diarias para repasar lo visto en clase. Los sábados jugaba
softball. Su obsesión por aprender me impactó y me influenció con el paso de
los años.
Esos cuatro jóvenes me dieron
equilibrio, serenidad y propósito. Fortalecieron mi autoestima y me ayudaron a
definir mi identidad y a soñar con ser alguien en la vida. Fueron un gran
soporte en mi paso por la adolescencia. Jamás los volví a ver después de
graduarnos.
La maestra de historia del arte.
La clase de historia de arte me
gustaba por dos razones. La primera es que me provocaba una inmensa curiosidad la
pintura y la arquitectura de los tiempos pasados. También me gustaba leer
literatura hispanoamericana y universal, y me intrigaba la música barroca. Era
una época en que no había internet y la única fuente de conocimiento estaba en
los libros y en los docentes.
Y esto me lleva a la segunda
razón: la maestra.
No recuerdo su nombre, no hace
falta, recuerdo su aspecto.
Estatura media, unos 24 años de
edad según los informes de radio pasillo, tez blanca, pelo negro y largo, ojos
oscuros, unas piernas y un trasero impresionantes que mostraba sin pudor ya
fuera con pantalones o falda. Usaba zapatos de tacón cerrado y abierto. Era
guapa y elegante. A veces llevaba falda negra con medias del mismo color y
zapato cerrado con un saco de color gris. Pero por lo general iba con zapato
abierto, sin medias, pantalón de vestir y blusas pegadas al torso…y casi nunca
usaba brasier.
Todos mis compañeros, sin
excepción, salíamos al pasillo para verla caminar desde que descendía de su
auto y atravesaba el estacionamiento. Nadie hablaba, nadie hacía ningún
comentario, solo observábamos extasiados: los pezones erectos se le veían a
cincuenta metros de distancia…y así tomábamos la clase. Los pezones permanecían
con la luz alta todo el tiempo. Muchas horas felices pasé en la oscuridad de mi
cuarto gracias a aquella generosa maestra de arte.
La clase de Filosofía con el
Zocoyote.
El profe de filosofía era un
abogado egresado de la facultad de derecho de la Universidad Veracruzana en
sistema semi escolarizado. Lo recuerdo bien porque muy seguido presumía su
título. Era un excelente catedrático de filosofía y todos le decían el Zocoyote.
Ni siquiera me esfuerzo en recordar su nombre, nunca me lo aprendí.
Esta era una de las dos materias
que más me apasionaban. La técnica pedagógica del Zocoyote era el debate. El
lunes impartía un tema y nos dejaba tarea para reforzarlo (generalmente
consultar algún libro en la biblioteca de la escuela). La siguiente clase, el
miércoles, lanzaba una pregunta provocadora a todo el salón, sobre el tema
visto, y entonces comenzábamos a debatir entre todos. El se limitaba a moderar
la conversación. Para la última clase de la semana, el viernes, hacíamos un
resumen de lo aprendido entre todos, cada quien escribía una reflexión final y
se le entregaba al profe. Contaba para la calificación final.
Este método me fascinaba. Ahí
aprendí el enorme poder de las palabras y los argumentos bien elaborados, con
lógica y sentido crítico. Aprendí también a reconocer cuando un argumento
contrario era más sólido que el mío. Hasta la fecha jamás hablo o discuto de lo
que no se.
La clase de Antropología con el profe Colunga.
La otra clase que disfrutaba
mucho era la de Antropología con el profesor Miguel Colunga. Esta clase me
gustaba por el estilo discursivo y elocuente del profe Colunga. El primer día
de clase nos dio un discurso memorable acerca de la libertad y el significado
profundo de esta. Nos hizo ver el enorme potencial del pensamiento humano
libre, creativo y poderoso. No hay nada que pueda poner límite a nuestra
libertad de pensamiento, en nuestra mente somos completamente libres decía
el profe con fervor. Lo recuerdo con tanta nitidez que hace algunos meses
publiqué un artículo dedicado a él.
El profe Colunga era el vivo
ejemplo de lo que debía ser un profesor en sus formas. Elegante para vestir,
pulcro en el uso del lenguaje, propositivo con sus temas, y ameno, muy ameno.
Era un catedrático que le daba importancia a los contenidos y a la manera como
estos eran asimilados por los estudiantes. Era marxista pero nunca habló de
ideología en sus clases, nos enseñó a respetar las opiniones ajenas, bajo cualquier
circunstancia. Fue un ejemplo y un modelo a seguir para mí. Carmina, mi
compañera, era su hija mayor.
Mi paso por el Atletismo.
Mi vida durante el año 1985 no se
puede entender sin la actividad deportiva, y en especial la práctica
sistemática del atletismo. Dos años antes había ingresado a la escuela de
atletismo de Poza Rica, Veracruz gracias a las gestiones del profesor Alejo,
maestro de educación física en la ESBO. Después de varias clases eligió a un
grupo de diez compañeros y compañeras y les dijo: a partir del próximo lunes
se deben presentar en la escuela de atletismo, van de parte mía. Si logran
mantenerse estarán exentos en mi clase, ya no tendrán que tomarla. Yo era
uno de ellos.
Así inició mi entrenamiento. En
los primeros dos años solo pude llegar a los campeonatos estatales. El primero
fue en Cosamaloapan, al sur del estado; y el segundo se realizó al año
siguiente en el puerto de Veracruz. Mis pruebas eran lanzamiento de disco y
bala. No paso gran cosa en esos dos torneos. Regresé convencido de que era
mejor dedicarme a otras actividades.
Con dos fracasos en mi historial
decidí continuar mis entrenamientos. Me había vuelto adicto al deporte y tenía
buenos amigos. Algunos de ellos lograron llegar a los juegos olímpicos: Romary
Rifka participó en las olimpiadas de Atenas 2004 en salto de altura, y Germán
Adam hizo lo propio en las olimpiadas de Barcelona 1992, en relevos de 100
metros planos. Había nivel en esa escuela y eso me motivó a no claudicar.
El año 1985 llegó con una gran
expectativa de mi parte. Mi compañero de equipo, Vladimir Jongitud Izurieta
(QEPD) me propuso entrenarme en otra disciplina: el lanzamiento de martillo.
Era más difícil, requería de más técnica, pero mis características físicas se
adaptaban mejor. Y acepté el reto.
En la competencia estatal logré
ganar el segundo lugar en la prueba de martillo y eso me bastó para formar
parte de la selección veracruzana, integrada por los primeros y segundos
lugares de todas las disciplinas sin importar la ciudad de origen. El siguiente
destino: el campeonato eliminatorio pre nacional en la ciudad de Tlaxcala.
Contaba con 16 años, me sentía
fuerte, había ya desarrollado mi estatura definitiva, los músculos de mis
piernas y brazos eran fuertes, y con una buena técnica aprendida de mis
entrenadores logré una vez más ganar un segundo lugar el cual me aseguró un
boleto para el campeonato nacional de atletismo juvenil a realizarse en la
ciudad de Guadalajara, Jalisco.
Aquello se convirtió en una gran
experiencia, desde la misma noche en que viajamos de Poza Rica a la ciudad de
Xalapa, para integrarnos al resto de la selección veracruzana. Todos recibimos
dos uniformes por parte del estado: el de gala para la ceremonia de
inauguración y el de las competencias.
Salimos una tarde lluviosa de
mayo rumbo a la ciudad de México. Llegamos a la capital en la noche justo a
tiempo para tomar el tren que nos llevaría hasta la ciudad de Guadalajara. Era
un tren elegante, con compartimentos para dormir, con restaurante y salón de
fiestas. Aquella noche casi nadie durmió. Deambulamos de vagón en vagón ante
los reclamos airados de nuestros entrenadores.
En la radio se escuchaba con
mucha fuerza a Luis Miguel con “Palabra de honor”, Juan Gabriel con “Querida” y “Déjame vivir” cantada a dueto con
Rocío Dúrcal, mientras que de los Estados Unidos nos llegaba fuerte la canción
“I just called to say I love you” del gran Stevie Wonder, el tema de la
película “Los caza fantasmas”, “Careless Whisper” de George Michael, “Material
Girl” de Madonna; y la más grande de todas: “We are the world”, escrita y
producida por Michael Jackson y Lionel Richie. Una verdadera joya musical.
Mi incursión por tierras tapatías
me redituó un honroso tercer lugar a nivel nacional. La medalla de bronce y
la foto del recuerdo aún yacen en uno de los cajones de mi viejo baúl. Fue una
experiencia muy enriquecedora a nivel físico y espiritual.
El sismo de la ciudad de
México.
Y finalmente llegó el fatídico 19
de septiembre. México se colapso ante la tragedia ocurrida en la capital
aquella mañana de jueves. Un minuto y medio le bastó a la naturaleza para
mostrarnos nuevamente la vulnerabilidad de la existencia humana ante fenómenos
de gran magnitud. Yo me enteré de lo ocurrido como a las dos de la tarde. Fue
mi padre quien me dio la noticia, aunque la verdadera magnitud de lo que pasó
no lo supimos hasta después de mucho tiempo.
Decenas, quizá cientos de miles
de personas quedaron sepultadas aquella mañana en las húmedas tierras del
antiguo lago de Texcoco. Viajaron al mítico Mictlán sin que se volviera a saber
de ellos nunca jamás.
Y tú querido lector(a), si estás
en la edad requerida para responder, coméntame qué recuerdos tienes de aquel
lejano 1985. ¿Algún evento especial?

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