Mi Maestra Carmen – Un antes y un después.
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Mi maestra Carmen. |
En julio de 1978, teniendo nueve
años, viaje de regreso a mi ciudad natal Poza Rica, Veracruz, procedente de
Ciudad Victoria, Tamaulipas. Tenía 9 años y era un pésimo estudiante.
Viví 3 años (desde los 6 a los 9)
en una ciudad ajena a la mía (Cd Victoria), alejado de mis padres y al cuidado
de mi abuelita y tíos paternos. Por más que me esforcé, nunca me distinguí
como buen alumno. Los mejores días eran los viernes y los fines de semana. Eran
viernes de futbol con mis vecinos en la tarde, y viajes los fines de semana con
mi abuelita y tíos. Solíamos visitar su pueblo natal, ubicado al pie de la
sierra madre oriental. Un clima frio, sol recalcitrante, ambiente rural, y convivencia
familiar.
Pero había que regresar a la tierra del Totonacapan.
Mi reinserción al sistema
educativo veracruzano fue con el pie izquierdo, y fue un rotundo fracaso.
Regresé a Poza Rica para continuar mis estudios de quinto año de primaria,
nuevamente con mis padres juntos. Y pase el año, como se dice coloquialmente,
de panzaso. Indisciplina, peleas, aversión al estudio, y un gusto inusitado por
no hacer nada. Al menos nada de provecho.
Al terminar el año, nos tuvimos
que mudar de casa: la colonia Benito Juárez. Y fue ahí donde
todo comenzó a cambiar afortunadamente para bien. Los problemas nunca se
fueron, de hecho nunca se van, están ahí para ser vividos. Sin embargo, ese
cambio de aires trajo consigo dos hermosos regalos: mis nuevos amigos de la
colonia y mi maestra de sexto grado, la maestra Carmen.
De mis amigos hablaré en otra
ocasión. Fueron y siguen siendo, aún a la distancia, los mejores amigos que he
tenido a lo largo de todos estos años.
En esta fecha conmemorativa,
quiero hablar de mi maestra Carmen.
Me inscribieron en la escuela de
la misma colonia: La Escuela Primaria Benito Juárez. No había grandes expectativas
en cuanto a mi desempeño. Yo lo sabía y me decía a mi mismo “mientras no repruebe,
ahí me la llevo”. Junto a mí, en mi propia casa, tenía que convivir con la
persona más inteligente que he conocido en toda mi vida: mi hermana Nancy.
Qué difícil debe ser para esos
futbolistas del Barcelona o del PSG Paris Saint Germán, que aspirando a ser los
mejores del mundo, tienen que conformarse con ver a Messi siendo Messi. Y aún siendo de altísimo calibre, en el fondo saben muy bien que no podrán nunca ser mejores que The
GOAT.
Algo así me pasaba con mi
hermana. No era suficiente ser mal estudiante; para colmo, ahí mismo, en la
misma familia, mis padres habían engendrado a esta niña prodigio que todo se aprendía,
que no necesitaba estudiar para los exámenes, y que siempre traía boletas
con calificaciones perfectas.
Y así fue el comienzo de esa gran
aventura que fue: ser alumno de la maestra Carmen.
La maestra Carmen era la titular
del grupo “A” de sexto año de primaria. Se encontraba ya en su etapa final de carrera
docente. Nunca le pregunté su edad pero estimo que tenía entre 55 y 60 años.
Normalista, con más de 35 años de servicio y jamás faltó a una clase. Era de
complexión robusta, piel blanca, pelo castaño, cara y nariz ancha, frente
pequeña y ojos grandes. Era una persona que pasaba desapercibida en una
muchedumbre. Y fue la mejor maestra que he tenido en toda mi vida.
Lo primero que hizo conmigo fue
hacerme sentir que yo valía mucho y que esperaba también mucho de mí. Y no lo hizo
tanto con palabras sino con hechos. La primera vez que me pasó al frente a
resolver un tema ya visto de matemáticas, yo le dije que mejor no, que eso no
me lo habían enseñado en mi escuela anterior. Su respuesta fue una enorme y
cálida sonrisa acompañada de las siguientes palabras: “por eso no te
preocupes Oscar, anímate ándale, yo te ayudo”.
La primera misión importante que
me asignó la maestra Carmen fue: ser el mediador de un concurso de preguntas y
respuestas dentro del salón. El grupo se dividió en dos equipos y cada uno
debía hacer una pregunta al otro. Mi función era registrar las respuestas de
ambos equipos en un cuaderno, y verificar su validez (correcta o errónea) cotejando
con el libro. Al final, el equipo con más respuestas correctas se ganaba un punto
o algo por el estilo. Me dijo: “Oscar, voy a necesitar de tu ayuda con esto,
me es muy difícil llevar la cuenta de las respuestas de tus compañeros,
necesito un ayudante que se encargue de eso, ¿me podrías ayudar por favor?”.
La petición me tomó desprevenido y dije que sí por inercia. (Es obvio que la maestra
podía fácilmente llevar el registro en el pizarrón, pero eso lo comprendí mucho
después).
Y me convertí en el asistente y secretario
particular de la maestra Carmen.
Unos meses después, ante un brote
intenso de Dengue que azotaba a la ciudad, el municipio lanzó un programa de
prevención a nivel escolar (desde primaria hasta preparatoria). Este consistía
en reclutar y capacitar estudiantes para llevar a cabo la labor de concientizar
y promover las medidas sanitarias, y así prevenir la enfermedad dentro de sus
escuelas. También tendrían que hacer encuestas a todos los alumnos para
detectar posibles contagios, y canalizarlos con los centros de salud. Cada
escuela debía crear un comité de 6 alumnos y de ahí, se debía elegir un
representante.
La Escuela Primaria Benito Juárez
tenía tres grupos de sexto grado y la maestra Carmen se las ingenió para que su
secretario particular formara parte de ese comité. Y por si eso fuera poco, la
maestra convenció al director y a las otras dos maestras de sexto, de que yo
era la persona ideal para ser representante de dicho comité. ¿Cómo lo hizo? No lo
se. Unos días antes, yo había tenido un altercado en el recreo y me habían
llevado a la dirección. El director me había dicho “ya no seas tan bélico
chavo”.
Y así fue como ese comité, incluido
su flamante representante, fue capacitado para promover las practicas
sanitarias adecuadas, y posteriormente se dedicó a enseñar y concientizar a
todos los alumnos de la escuela.
Y de manera progresiva, sin
entender muy bien por qué, mi desempeño académico comenzó a mejorar.
Los exámenes dejaron de ser lo
que eran (un martirio) y comencé a disfrutar verdaderamente de las clases, las
dinámicas y las buenas calificaciones. Nunca al nivel de mi hermana, pero
buenas notas.
La maestra Carmen combinaba
perfectamente su calidez humana y el carácter firme. Jamás levantaba la voz, siempre
tenía palabras de aliento, escuchaba con paciencia a todos, era clara y precisa
en su didáctica; le gustaba reír cuando alguien decía o hacia algo gracioso,
nunca nos regañó y creía en nosotros, en todos y cada uno de sus alumnos y
alumnas.
Fue la primera maestra que creyó
en mí como estudiante. Y en respuesta, me esforcé al máximo para no fallarle. Y
no le fallé. Y lo se por la siguiente anécdota.
Faltando solo un mes para que el
ciclo escolar culminara, llegó de la SEP un examen sorpresa de evaluación para
los alumnos que egresaban de sexto grado. La escuela tenía que elegir un alumno
de cada uno de los 3 grupos de sexto año. La maestra me eligió a mí para
representar a mi grupo.
Entre siendo un mal estudiante,
flojo y pendenciero. Y antes de terminar el ciclo escolar, estaba yo
representando a mi grupo en un examen de la SEP. Así era mi maestra Carmen.
Hoy, siendo adulto, sé muy bien
que no hay alumnos malos. Lo que hay es una serie de factores que influyen para
que un alumno no rinda en la escuela. Y los buenos maestros, los maestros de
excelencia lo saben, y actúan en concordancia. Los maestros de excelencia no te
abandonan nunca, jamás se rinden con un alumno o alumna. Viven para ello y
sufren con ello con vocación y perseverancia.
Hoy 15 de mayo del 2023, celebro
la suerte de haber sido alumno de la maestra Carmen, de mi maestra Carmen. Y el
abrazo va hasta donde quiera que ella se encuentre.
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