De San Sebastián a Zaragoza, con escala en Pamplona, España.

 

Un viaje en bus, ¡diferente!

San Sebastián, País Vasco. España. Abril del 2011.


El reloj marca las 4:30pm y estoy parado frente a la estación de autobuses. Es domingo y estoy listo ya para tomar el camión de regreso a Zaragoza. Ha sido un fin de semana increíble y tengo la convicción de que algún día escribiré sobre esta experiencia. En este momento solo es cuestión de viajar de regreso, descansar lo más posible durante el trayecto, y llegar a dormir a mi hotel en Zaragoza. ¿Qué podía salir mal?

El día anterior había recorrido la bella y señorial ciudad de San Sebastián. La recorrí bajo un aguacero, me resguardé en una cafetería del centro histórico, y bebí el café mas delicioso de toda mi vida, ¡hasta la fecha! De ahí me dirigí a la catedral con el pretexto de apreciar el majestuoso retablo de estilo renacentista. La lluvia había disminuido pero el cielo permanecía gris. Sin proponérmelo, pestañeé un instante mientras esperaba que mejorara el clima… y me quedé dormido.

Voces, ruidos y unos empujones de una señora que intentaba acomodarse a mi lado, me trajeron de vuelta a la realidad. Habían pasado cuarenta minutos, y la catedral estaba ahora totalmente llena. Me encontraba en el punto medio de una butaca de unos treinta metros, atiborrada de gente, esperando el inicio del culto. No había forma de escapar.

Y tomé misa…en euskera (lengua vasca).

El resto de la tarde y noche fue muy placentero, las nubes se disiparon y me dedique a lo que iba: conocer andando.

Al día siguiente, ya domingo, decidí hacer una incursión durante la mañana a la ciudad de Bilbao (Bilbo en euskera). Un compañero de trabajo, español, me había dicho: “si viajas al país vasco, ¡come! Que no hay lugar donde se coma mejor, ¡que te lo estoy diciendo yo macho!”. Y no se equivocó. El recorrido fue rápido, calles muy limpias y alineadas, ambiente muy seguro y tranquilo a pesar de las advertencias en la televisión. El museo Guggenheim lo aprecié desde el puente que atraviesa “la ría de Bilbao”.

 

Y aquí estoy de regreso en San Sebastián. El camión ha llegado ya y la gente ha comenzado a subir. Por el acento de los que hablan, juraría que soy el único mexicano en este viaje. No hay problema, somos los mismos; durante estos meses he aprendido el dialecto de los maños, y con un poco de esfuerzo, paso por uno más del montón.

Habíamos recorrido la carretera rumbo a Pamplona durante treinta minutos, cuando de pronto, el autobús disminuyó notablemente la velocidad; y al cabo de unos instantes, se detuvo por completo.

La carretera de San Sebastián a Pamplona atraviesa la montaña del país vasco. Y la fila de autos se podía ver a lo lejos hasta perderse en el horizonte. Era una fila de unos veinte kilómetros (según me enteré días después). Y mi mente en automático pensó: ¡Un choque!

Las siguientes dos horas fueron una pesadilla. Prácticamente no avanzábamos, íbamos a “muy lenta vuelta de rueda”. Los pasajeros estaban tranquilos, parecían no tener prisa. Mi mente por otro lado, se imaginaba una y otra vez a personas prensadas en los autos en llamas, algunos agonizaban y gritaban desesperados. Los servicios de rescate hacían lo que podían. Todo estaba perdido. El poder de la sugestión no tiene comparación.

Al cabo de dos horas, el autobús comenzó a moverse de nuevo. Primero con lentitud, y después de unos quince minutos, volvió a tomar velocidad crucero. Íbamos de nuevo rumbo a Pamplona, con dos horas de retraso.

Modifiqué mi postura en el asiento y me dispuse a ver y horrorizarme con el espectáculo del choque. ¡Dios Altísimo, si hubo gente que falleció, te pido con el corazón en la mano que derrames resignación en los familiares y que no hayan sufrido mucho los que murieron!

Esta oración la repetí mentalmente mientras nos acercábamos al lugar del siniestro. Tenía ya un plan: cuando divisara los coches encendidos, trataría de cerrar mis ojos e intensificar mi clamor a Dios Padre. Era lo menos que podía hacer por esa pobre gente. Y con esta ansiedad, llegamos al lugar del accidente.

No hubo ningún accidente.

Lo que había eran dos personas con uniforme, pintando la raya divisoria de la carretera. Eso era todo.

Los pude ver perfectamente con las luces del autobús. Eran solo dos personas, hombres, con unos botes de aluminio pegados a unos palos de madera. Mientras uno detenía el tráfico, el otro pintaba la raya con un movimiento de mano; de arriba hacia abajo. Eso era todo.

No los aburriré explicándoles el torbellino de emociones que experimenté. Miré lentamente al resto de los pasajeros y todos iban ya dormitando. El resto del viaje a Pamplona fue sin contratiempos. Intenté dormir pero no pude. Poco a poco me fui tranquilizando y cuando entramos a Pamplona di gracias a Dios. Solo una escala más y con destino a Zaragoza, mi Zaragoza. ¿qué podía salir mal después de lo anterior?

 

Con excepción de dos chicas y yo, el resto de los pasajeros bajaron del autobús; Pamplona era su destino. Y con la misma rapidez, se volvió a llenar de nuevos pasajeros. Llevaban dos horas esperando, y no estaban indignados, sino lo que le sigue.

La mayoría de los nuevos pasajeros eran personas (hombres y mujeres) de edad madura, entre 50 y 60 años. Por el acento pude percatarme de que eran maños (gentilicio de los oriundos de Zaragoza). Porque subieron hablando y lanzando diatribas, y no se callaron durante el resto del viaje.

  - ¡Habrase visto semejante impertinencia¡ ¡Pero qué falta de respeto!

  - Yo he ido a preguntar al encargado y ¡que me ha dejado hablando sola!

  - ¡Este gobierno es una mierda! ¡Os lo he dicho desde un principio joder!

  - ¡Vaya ocurrencia la vuestra! ¡Que este servicio ha sido pésimo toda la vida!

  - ¡Ya quisiera que hubieran hecho esto en tiempos de Franco! ¡Ya quisiera! ¡Que os den! – se escuchó una voz al fondo. 

Ante todos estos reclamos e insultos, el chofer del autobús permanecía impávido. Iba concentrado en lo suyo. La noche había caído horas atrás y la carretera estaba muy transitada.

Una cosa estaba clara: nadie les había explicado a los nuevos pasajeros el motivo del retraso. Ni el chofer, ni la línea de autobuses en la central.

De pronto, de la parte trasera del autobús (las ideas reaccionarias siempre vienen del anonimato), se escuchó una voz decir “haced la bitácora”. Y hubo un silencio que duró apenas unos segundos.


En España, los autobuses de pasajeros disponen de un servicio de bitácora. Es un cuaderno ubicado en el tablero de controles en el cual todos pueden escribir algo: una queja, una felicitación, o bien cualquier tipo de observación encaminada a mejorar el servicio. El acceso es libre, cualquier persona puede tomarlo y escribir en él. No necesita solicitar permiso al chofer. Este no puede intervenir ni leer el contenido. Las bitácoras se entregan en las terminales para ser revisadas por personal de la línea de autobuses.

La hora de la bitácora había llegado.

Los ánimos se exaltaron aún más. Todos querían escribir en ella. El cuaderno fue circulando a través de los asientos. Cuando llegó mi turno, decliné y lo pasé al de al lado. Este me observó indignado y reclamó: ¡Joder contigo! ¡Escribe algo!

No tuve opción. Escribí un lacónico PÉSIMO SERVICIO. Así, en mayúsculas para que se leyera fuerte. Nadie se percató de que el autobús estaba disminuyendo la velocidad hasta que este salió de la carretera. Entro en un tramo de terracería, justo a un lado de la carretera, y el chofer detuvo la marcha.

¡Finalmente! Pensé. Finalmente la cordura se impone. Ahora el chofer se dirigirá a todos los presentes, y con elocuencia y sinceridad explicará la razón del retraso. No se por qué tardó tanto pero eso no importa ya, los pasajeros escucharán atónitos la historia, mascullarán algo contra el municipio, y cerraremos el viaje tranquilos y en paz. El reloj marcaba ya las 11:30pm y comenzaba a preocuparme por encontrar un taxi libre cuando llegáramos a Zaragoza. Los autobuses urbanos dejaban de circular a las 10pm.

  - ¿Donde está la bitácora? - gritó enfurecido el chofer.

Silencio total.

  - ¡He preguntado en donde está la bitácora! - volvió a grtiar con más fuerza mientras recorría con la vista a los pasajeros.

El chofer medía más de 1.90m sin duda, y lo se porque apenas podía mantenerse erguido mientras gritaba. Su cabeza casi chocaba con el techo del bus. Y si, estaba muy enojado.

  - La tengo yo pero aun no termino de escribir - se escuchó una voz de mujer.

El chofer se lo arrebató, dio la media vuelta, arrojó la bitácora dentro de un cajón, lo cerró con llave, y puso el autobús en marcha nuevamente.

  - 'jo de puta, 'jo de puta - se escuchó a alguien decir en voz muy suave, para que no escuchara el chofer.

  - Me cag... en su pu... mad... - se escuchó a alguien más decir, también con voz quedita.

 Para un mexicano, los insultos y groserías de españoles siempre resultan graciosos. Tienen una forma diferente para ofenderse entre ellos. La mentada de madre no existe, no la conocen. Pero que no le quede duda a nadie: tienen un largo y peculiar archivo de insultos para cada situación. Igual que los mexicanos. Somos hermanos después de todo.

  - No fue culpa del chofer - dije timidamente, en voz baja.

  - No fue culpa del chofer - repetí un poco más fuerte, de modo que me escuchara el señor que tenía a mi izquierda.

  - ¿Es a mí? ¿Me estás hablando a mí? - preguntó.

 Otras personas de alrededor me habían escuchado y haciendo señas a los de atrás para que se callaran, me preguntaron: ¿qué es lo que ha ocurrido?

Desde el día que aterricé en el aeropuerto de Barajas en Madrid, me propuse aprender a hablar como español con la finalidad de evitar ser objeto de bromas, de poder comunicarme mejor con mis compañeros de trabajo, y de pasar desapercibido entre la gente. Llevaba ya tres meses y mis progresos lingüísticos eran bastante aceptables a juzgar por mis propios compañeros y compañeras.

Pero esa noche no me pareció buena idea intentar hablar como ellos, podían detectar mi acento, tomarlo a mal y meterme en problemas. Así que preparé mi mejor castellano mexicano, y hablé. Expliqué con detalles todo lo que había ocurrido al salir de San Sebastián. Todos me escucharon atentamente, sin interrumpir. Y después hubo un gran silencio.

  - ¡Los vascos! ¡Siempre los vascos! - se escuchó al fondo.

  - ¡Mañana mismo hablaré con el concejal que es mi primo! - gritó alguién más.

  - ¡Los vascos una vez más! ¡Es el colmo! ¡Mardita sea!

  Después de algunos insultos más dirigidos a los Vascos, los pasajeros permanecieron en silencio durante el resto del viaje. Ya no hubo más contratiempos.

 

Estoy en la central de autobuses Delicias, en Zaragoza. El viaje terminó hace un buen rato. Permanezco en la oscuridad de la madrugada esperando un milagro, y este finalmente llega. ¿Qué tal el viaje? Me pregunta el taxista. De maravilla, le respondo, todo de maravilla. No podía ser de otra manera.

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