Prólogo de una historia paranormal.
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Ser y estar, o no estar. |
Detesto que me cuenten algo y
luego me pidan que no lo platique con nadie.
¿Para qué contar algo en calidad
de secreto? ¿Qué tan malo puede ser si lo cuento? ¿A quién voy a hacer daño? ¿A
quién le importa?
¡Basta ya! ¡No esta vez!
Se lo contaré a la primera
persona que me encuentre en la calle. Aunque debo ser selectivo; esta historia
no puede ser escuchada por cualquiera. De ser verídica, todo indica que lo es,
entonces hablamos de un suceso aterrador que ningún ser humano debería sufrir ni
escuchar. A mi me sacudió hasta los huesos y desde entonces, no he podido
dormir. Es tan perturbador que vomité copiosamente la noche que me lo contaron.
De una cosa estoy seguro: por
ningún motivo contaré esta historia a ningún miembro de mi familia, ni a mis
mejores amigos y amigas. Es cierto que deben permanecer alertas, el ente aún se
encuentra libre, y deambula durante el día y la noche. Pero no lo escucharán de
mí. ¡Jamás!
Después de recorrer un día
completo la ciudad, no logro hacer que alguien se interese por la historia.
Personas van y vienen sin tomarse la mínima molestia de detenerse un instante.
He pasado frente a un cine en cuya marquesina se leía el nombre de la película
de estreno: Today is a good day to die.
Me estremezco con solo leer el
título y me alejo rápidamente de ahí. Intento charlar con don Arnulfo, el dueño
de la tienda de abarrotes de mi colonia. No me responde tampoco, se encuentra
ocupado explicando a una clienta que le hacen falta cinco pesos para pagar
completa la cuenta.
Continúo mi recorrido por toda la
calle Bermúdez hasta llegar al centro de la ciudad. Ni una sola persona se
dignó a mirarme siquiera. Todos van ensimismados en sus pensamientos y
problemas, caminan como autómatas levantando la vista solo para observar la luz
de los semáforos. Pasé frente a la cantina El Pisito, donde años antes, siendo yo
aun pequeño, asesinaron a tiros a dos personas.
Al llegar a la colonia Obrera,
justo en el centro de la ciudad, pude percatarme con alegría que la ciudad
seguía siendo bulliciosa a esa hora. Locales comerciales, taxis, autobuses colectivos,
puestos de comida casera y de mariscos. Vendedores ambulantes de la etnia
totonaca, vendiendo sus vegetales y frutos al pie de la banqueta. Patrullas de
la policía municipal estacionados en doble fila, agentes de tránsito silbando
con y sin motivo. Voces en castellano y dialecto, olor a comida y a sudor.
Quiero subirme a un taxi pero me
doy cuenta de que no traigo ni un peso en la bolsa. Un niño me observa
fijamente desde la ventana de un autobús. Viaja en los brazos de su madre, pero
esta parece no percatarse de la presencia del niño.
Decido detenerme un momento en el
puesto de revistas ubicado en la esquina de los almacenes Kattas. El encargado
parece observarme mientras reviso las portadas de revistas y periódicos. Era
muy amigo de mi padre, me conoce desde niño. Tampoco tiene ganas de hablar.
Con gusto entraría al restaurante
el Mante, ubicado a escaso metros del puesto de revistas, pero no tengo ni un
peso. Camino lentamente, cruzo la calle y entro al mercadito, recorro las
fondas donde solía comer mi padre y aspiro, aspiro profundamente la
multiplicidad de olores a comida casera. Un buen pozole por aquí, un caldo de
res por allá, una milanesa empanizada con enchiladas de pipián al fondo del
puesto. Todo sigue ahí. Todo está como solía estar.
Decido hacer un último intento y
me detengo en un puesto de licuados. El licuado de avena con manzana y nueces
es mi favorito. Casi al final, le agregan unas gotas de extracto de vainilla y
un poco de canela en polvo. Elíxir de los Dioses. Eso me hace recordar momentáneamente
al famoso platillo que Alejandro Magno solía consumir antes de una batalla: el
legendario Bocado de Néstor, hecho a base de harina, vino, miel y huevos
crudos. La joven que me atiende, en realidad no me atiende. Solo se limita a sonreír
mientras escribe algo en su celular, sin importarle que yo este hablando. ¡Que
muchachita tan irrespetuosa! Por educación al menos se mira a la persona que
nos habla.
Hastiado ya de tanto recorrer sin
ser escuchado, dirijo mis pasos nuevamente hacia mi colonia. No es tan tarde
aún y camino con lentitud. Las luces del alumbrado público y de las marquesinas
de negocios inundan el espacio. A lo lejos puedo distinguir la silueta de
alguien conocido. Mientras me acerco, hago un esfuerzo por identificarle sin
lograrlo. De que la conozco, la conozco, me digo a mi mismo.
¡Es Fabiola!
Es Fabiolita, la hija mayor de mi
vecina, doña Georgina Kimbut. Hace dos años se fugó con el novio y no volvimos
a verla ni a saber de ella. Que alegría para su madre quien lloró desconsoladamente
durante semanas después de su partida. Que alegría para mi también. La conocí
desde que nació y me encariñé mucho con ella mientras crecía. Con un padre
ausente, recuerdo haberla acompañado, junto con su madre, a varios eventos de
su escuelita. Una niña ejemplar, orgullo de su madre y de todos los vecinos en
la colonia.
Me mira un poco aturdida y por el
respeto que me tiene, escucha atentamente mi historia. Sin embargo, su rostro
no muestra el más mínimo signo de sorpresa ni miedo. Es probable que a estas
alturas ella esté ya enterada de todo. Se lo pregunté y solo encogió sus
hombros y continuó su camino. Ni siquiera se despidió.
Ahora si he llegado al nivel máximo
de frustración. He recorrido con determinación las calles de mi ciudad durante
todo el día. Hoy, al igual que ayer y antier, he intentado entregar una
historia que, sin importar lo aterradora, debe ser comunicada y difundida. Nadie
parece estar interesado.
La puerta principal del cementerio municipal, se vislumbra a lo lejos.
Probaré suerte de nuevo… esta misma noche y mañana.
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