Benito.

Benito. Una mente brillante.




Los recreos en la escuela primaria Enrique C Rébsamen eran peculiares, al menos mientras estudié ahí. Duraban media hora y siempre había una maestra dirigiéndolo todo. Con micrófono en mano y parada en lo más alto de una escalinata, se dedicaba a narrar lo que ocurría en el patio.

Oye niño, si tú, no te subas al árbol, por favor bájate. A ver, allá, aquella parejita que están muy juntos, sepárense. Ustedes dos, si ustedes, no se estén peleando. Ulises, ya te vi, bájate de esa ventana.

Esto se repetía todos los días. Era fascinante el hecho de enterarse de todo lo que ocurría gracias a la maestra de ceremonias.

Cuando terminaba el recreo, iniciaba para deleite de todos, un show cómico y mágico.

Todos los que se habían portado muy mal durante el recreo, sin importar el grado, eran pasados al frente mientras el resto permanecíamos formados en el patio. Y entonces, la maestra de ceremonias informaba a toda la comunidad estudiantil la travesura que había hecho cada uno de ellos.

Durante los tres años que estuve en la Rébsamen, jamás me pasaron al frente, y motivos sobraban. Mis compañeros y yo habíamos aprendido el fino arte de la simulación. Ninguna maestra nos descubrió jamás cuando hacíamos travesuras.

La gran revelación fue mi compañero Benito.

Aquel día apareció en el paredón de los acusados. La misma maestra lo había cachado in fraganti.

 

Benito Olazarán Lara era uno de mis compañeros de salón. Pertenecíamos el grupo de tercero A de primaria, turno matutino.

Era un niño ejemplar a todas luces. Muy tranquilo, callado, inteligente y emotivo. Cuando celebrábamos el día de las madres, solía componer pequeños poemas y declamárselos a su mamá en el salón. Terminaban llorando el, su madre, y todas las mamás que se juntaban, mientras el resto aplaudíamos y lanzábamos hurras al pequeño poeta.

Era la adoración de mi maestra Ana Bella.

Brillante, creativo y ocurrente. A veces proponía soluciones alternativas a los problemas de razonados; soluciones que la misma maestra tardaba en entender. Era probablemente el más inteligente del salón. Y aunque teníamos poca comunicación, siempre que nos cruzábamos en el recreo nos saludábamos con un rápido que hay.

Era de complexión delgada, muy frágil, más alto que yo, piel blanca, ojos café claro y pelo rojizo. Usaba lentes de fondo de botella y rara vez jugaba en el recreo. Su voz se asemejaba al maullido de un gato pequeño.

Ese era Benito, el niño que esa mañana encabezaba la fila de maleantes formados al frente, y a la espera de ser nombrado por la maestra.

 

Benito llegó ese día con un globo sin inflar. Ya en el recreo, lo primero que hizo fue vaciarle un sobre de choco milk pancho pantera que su mamá le había puesto en la mochila. Esto lo hizo con la ayuda de otro compañero, al que por cierto, jamás delató.

Posteriormente, llenó el globo con agua. Había una llave cerca de la cafetería que usaban los de intendencia para sus labores.

Finalmente, le hizo un pequeño agujero con un alfiler que extrajo de la máquina de coser de su abuelita.

Y listo.

El juguete estaba listo para ser usado.

El modus operandi era el siguiente: mientras su cómplice se paraba a platicar con alguien, el se paraba detrás, se agachaba, y le soltaba un chorrito del líquido justo a la altura del trasero. El pantalón de la víctima se manchaba de agua oscura con pequeños gránulos de chocolate. A la vista parecía como si le hubiera dado diarrea, y todos se reían.

De eso lo acusaban.

Logró manchar a cinco niños de otros salones antes de ser detenido y enviado a los separos de la maestra de ceremonias.

Cuando Benito, a petición de la maestra, terminó de explicar con micrófono en mano, como había planeado y ejecutado su plan, hubo algunos, entre ellos yo, que aplaudimos con euforia.

Yo no lo podía creer. Mis amigos y yo celebramos y a la vez sentíamos una gran admiración por él. Ni en nuestros sueños más tenebrosos se nos hubiera ocurrido algo así.

Mandaron llamar a su mamá, y el drama fue monumental. La señora no daba crédito a lo que escuchaba.

Mis amigos y yo intentamos intervenir alegando que Benito nunca hacia travesuras (lo cual era cierto) y que por lo tanto no tenían que castigarlo. La maestra respondió que el asunto estaba en manos de la directora. Si lo hubiera hecho en el salón, aquí lo hubiéramos arreglado.

Benito se disculpó y hasta donde recuerdo, no lo castigaron con severidad.

Pero como era de esperarse, hubo otros que quisieron emularlo. En las semanas siguientes, decenas de niños fueron llevados a la dirección por realizar un benito, es decir, una mojada de trasero con agua y choco milk.

Fue tal la psicosis colectiva que por algún tiempo, todo mundo caminaba muy alerta en el recreo. Si alguien te hacía plática, tenías que estar volteando constantemente hacia atrás, por prevención, para evitar ser víctima de un benito.

Al año siguiente, al entrar a cuarto de primaria, Benito fue cambiado de escuela. Jamás lo volví a ver.

 

En el año 2004, Benito y su esposa fallecieron en un accidente aéreo. Viajaban de Londres a Paris en un vuelo de una línea regional de bajo costo. Era un viaje de placer. El avión se precipitó en el canal de la mancha, a pocos kilómetros de la costa de Normandía, Francia.

Sus restos jamás fueron encontrados. Tenía treinta y seis años al momento del accidente. 


Benito vive en el corazón de sus seres queridos y en la memoria de los que lo conocimos. Dentro de cien años quizá nadie lo recuerde, pero con esta historia digitalizada, la figura de Benito siempre estará al alcance de aquel o aquella que guste de navegar por internet y leer blogs de historias y anécdotas.

Ese es mi tributo.

 





Comentarios

  1. Bonita historia de Benito pero muy triste el final

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  2. Felicidades hijo, por todas las narraciones que has publicado, todos en algún momento de nuestra niñez fuimos un Benito

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