La Mosca y el Gerente

Una mosca con habilidades especiales.



Zaragoza, España. Abril del 2011.

 

Eduardo López de Marichalar era el nombre del nuevo gerente de la fábrica ubicada en el pueblo de Épila, comunidad autónoma de Aragón, España. Recién contratado, su misión era muy simple: revertir los efectos negativos de una mala administración, y transformar la empresa en una operación altamente rentable, en un lapso no mayor de seis meses.  

La secretaria de Eduardo apareció y me indicó que ya podía pasar. Llevaba cinco minutos esperando en la antesala de su oficina. Me había convocado a una reunión para informarle sobre el estado actual del inventario y los resultados más recientes de las estrategias implementadas para reducirlo.

—¡Venga macho! Adelante, en un minuto estoy contigo.

Aproveché para encender mi laptop y conectarla a la pantalla tipo led que colgaba de una de las paredes. Abrí mi presentación de Power Point con cinco láminas, y esperé a que Eduardo se desocupara de una llamada telefónica con su jefe, Paul Tate, de nacionalidad inglesa.

Eduardo era un auténtico crack de la manufactura y las finanzas.

Educado en su natal Barcelona hasta la preparatoria, realizó estudios universitarios y de posgrado en Francia, Irlanda y Estados Unidos. Ingeniero de carrera, con un master en gestión empresarial y otro en finanzas internacionales. Políglota, hablaba perfecto francés, inglés e italiano, además de su lengua natal el castellano, y el catalán, la lengua de sus ancestros.

En su trabajo anterior, había recibido una fábrica en quiebra y la transformó en una empresa altamente rentable ¡en solo ocho meses! Su historial era similar en trabajos previos.

La llamada telefónica se alargó por varios minutos más. Yo lo observaba con franca admiración. En mis quince años de experiencia en maquiladora, había tenido la oportunidad de trabajar codo a codo con gente muy profesional, de alto calibre. Mexicanos, estadounidenses, chinos y húngaros habían formado parte de mis equipos de trabajo, algunas veces como colaboradores y otras como jefes. Pero Eduardo era de una liga diferente.

Ataviado en un traje gris, con pantalón de mezclilla y zapatos casuales color café oscuro en gamuza, parecía más un modelo de revista que un gerente. Cuando nos saludamos por primera vez, lo primero que me dijo fue me han dicho que aquí había un mexicano y nunca pensé que fueras tú, macho. ¡Que yo amo México! Viví un tiempo en Tlaxcala hace ya algunos años.

Por mi parte, lo primero que me vino a la mente cuando lo vi fue la imagen de un torero español. No pude recordar su nombre hasta días después, pero era idéntico. Francisco Rivera alias paquirri, gran torero andaluz, muy valiente, esposo de la cantante Isabel Pantoja. Murió en una fatídica tarde de toros en Pozo Blanco, comunidad de Córdoba, Andalucía, allá por el año 1984.

La llamada telefónica finalmente terminó, estábamos listos para comenzar.

—Perdonad Oscar, las llamadas con Paul a veces suelen ser así. Cuando pensáis que has terminado, siempre hay nuevas preguntas que responder.

—No hay problema Eduardo, yo estoy a tus órdenes.

—Por cierto, me ha preguntado por ti. Quiere saber como vas con tu adaptación en la planta y al país obviamente.

—Pues mira, yo llegué hace dos meses. Ya me he aclimatado al ambiente, a la comida, a los compañeros y al acento tan raro con el que hablan. Creo que ya estoy aprendiendo a hablar como ustedes.

—Totalmente de acuerdo, y me da gusto escuchar eso. ¿hiciste caso a mi recomendación de la semana pasada?

—¿Cuál de todas?

—Te sugerí que ocuparas tus fines de semana para conocer otras ciudades. Prometiste que visitarías mi terruño, Barcelona.

—Aún no visito Barcelona pero pienso hacerlo pronto. Este fin de semana pasado visité Pamplona.

—¡Venga macho! Muy bien, aunque debes tener cuidado con los vascos. Son unos hijos de puta.

—Pero Pamplona no está en el País Vasco, está en Navarra.

—Ah bueno, es que quizá aún no te has enterado. Te explico, Pamplona y prácticamente toda la comunidad de Navarra es vasca en sus orígenes. Debiste haber notado que todos los anuncios en la calle están escritos en castellano y en vasco.

—Es cierto, si lo noté. Por cierto, me hice amigo de la recepcionista del hotel y cuando le dije que vivía en Zaragoza, me lanzó una advertencia: ¡Ten cuidado con los maños! Son todos unos hijos de puta.

Eduardo estalló en una carcajada. Los maños es el gentilicio con el que se conoce a los habitantes de Zaragoza. Por algún motivo, tienen muy mala fama en toda España.

—Venga, pues a revisar las gráficas Oscar. Te escucho.

Me puse de pie, me acerqué a la pantalla y comencé mi presentación.

El alto mando del corporativo había puesto sus ojos en mi planta, ubicada en la frontera de México con Estados Unidos, gracias al excelente trabajo que habíamos realizado en la cadena de suministros, particularmente el control de los inventarios.

Mes tras mes, en las revisiones globales de resultados, nuestra planta cumplía al cien por ciento con las metas de niveles de inventarios, y éramos la mejor calificada, por encima de plantas ubicadas en Asia, Norteamérica y Europa.

La planta de España vivía una de sus peores crisis en el control de los inventarios. Varias cabezas habían rodado ya. El actual gerente de logística tenía sus días contados en la empresa. Fue así como, mediante una invitación por parte de un alto directivo, viajé a España en calidad de consultor. Mi misión: apoyar al equipo de logística a diseñar e implementar un plan agresivo de reducción de niveles de inventario.

Estaba explicando la cuarta lámina de mi presentación, cuando escuché el reclamo por primera vez.

¡ H I J A   D E   P U T A !

Guardé silencio un momento, y justo cuando iba a reiniciar, nuevamente:

¡ H I J A   D E   P U T A !

Por mi mente pasaron muchos pensamientos rápidamente.

De seguro su esposa lo acaba de cortar o le avisó que firmó los papeles del divorcio y quiere el cincuenta por ciento de todo, y el ochenta por ciento de pensión para los hijos. ¿qué hago? No quiero voltear. Puta que oso güey, que momento tan incómodo. Creo que lo mejor es salirme de la oficina sin decir nada. Si, eso haré, voy a apagar la laptop y así, como no queriendo, me desplazaré lentamente hacia la puerta y de un solo movimiento, la abriré y saldré sin decir adiós. Pobre Eduardo, tan buena persona que es, no se merece esto caray, no se lo merece. Los que nos dedicamos a esto tenemos que pasar largas horas en la empresa, no hay de otra, así son estos trabajos. ¡ah pero que tal cuando les toca disfrutar el suculento salario! Ahí no dicen nada. Y la manera en que se enteró, ¡por medio de un mensaje! O quizá lo vio en Facebook, eso sería peor, a la vista de todo mundo. No se vale, me cae que no se vale.

Mi delirante soliloquio fue interrumpido por un ruido fuerte y seco, como cuando azotas con fuerza un cuaderno sobre una mesa.

Y entonces me decidí a voltear.

Y entonces, los vi.

De pie, Eduardo miraba fijamente algo sobre su escritorio. Agudicé la vista lo más que pude y fue entonces cuando me percaté de todo.

¡ U N A   M O S C A !

Una mosca enorme, de esas verdes panteoneras que hasta dan miedo.

Eduardo hacia ademanes para que se fuera, pero no se movía. Cuando Eduardo tomaba unas hojas y levantaba su brazo para azotarlo sobre el escritorio, entonces la mosca volaba hacia el techo. Segundos después, cuando Eduardo bajaba su brazo, la mosca regresaba al escritorio.

Una cosa era segura, esa mosca tenía experiencia lidiando con seres humanos. Conocía sus movimientos y se adelantaba a ellos. Y aunque su tamaño la hacía más lenta, su capacidad de anticipación la mantenía a salvo.

Primero me dieron ganas de reír, pero se me quitaron cuando llegó un potente flashback a mi mente, uno que me dejó paralizado por unos instantes. Uno que me hizo recordar que ante esa situación tan ridícula y cómica, yo tenía la solución.

Yo estaba certificado en aniquilación de moscas domésticas.

 

Poza Rica, Veracruz. México. Verano de 1979.

El verano en Poza Rica Veracruz es uno de los más calurosos y húmedos del país. No se soporta. Necesitas un aire acondicionado o un buen ventilador para sobrellevar la temporada, de otro modo, estas condenado al sufrimiento.

Un verano cálido y húmedo es el ambiente ideal para la proliferación de todo tipo de insectos, moscas y sancudos principalmente.

En la casa de mi abuelita Pompo y mi tío Héctor, gracias a la aportación de mi adorada madre y de mis tías y tíos, se disponía de ambos aparatos. Un ventilador en la sala, otro en la segunda recámara, y en la recámara principal, la recámara de mi tío Héctor, un aire acondicionado de una tonelada.

Por la condición física de mi tío, no podía ser de otra manera. Varios años atrás, había sufrido un trágico accidente que lo había dejado discapacitado para caminar por el resto de su vida.

Sufrimiento físico indescriptible y derrumbamiento espiritual en caída libre, fueron los compañeros inseparables de mi amado tío Héctor durante los primeros años después de su accidente.

Poco a poco, con la ayuda y el amor incondicional de sus hermanos y hermanas, y de su mamá, mi amada abuelita Pompo, mi tío fue recuperando un poco de movimiento en su tronco y brazos. Y con el tiempo, de unas cenizas listas para ser disueltas por el viento, emergió un titán espiritual capaz de dar amor y consuelo a todo aquel que lo necesitara. Ese era mi tío Héctor.

Su amor y su grandeza de espíritu se forjó poco a poco, con la lentitud y la fuerza con la que se crean los diamantes en las profundidades de la tierra.

Y fue mi tío Héctor quien un día, ante el clamor de mi abuelita y su ayudante la señora Georgina, no aguantó más las quejas constantes de ambas sobre la proliferación de moscas en la sala y la cocina. Había que hacer algo.

Y se hizo.

Al ser un verano, con vacaciones escolares, mi hermana Nancy y yo pasábamos mucho tiempo en casa de mi tío. Teníamos diez, y nueve años respectivamente. Gracias a su generosidad y al amor que nos tenía, ahí almorzábamos y comíamos y pasábamos la tarde en su recámara, viendo tele, con el aire acondicionado, y en compañía de mi primos Tavo, Paty y Teto.

Fue mi tio quien nos propuso un negocio muy rentable.

Hijos, por cada mosca que ustedes maten, yo les voy a pagar diez centavos de peso. Si matan diez moscas, se ganan un peso. Si matan veinte moscas, pues se ganan dos pesos.

Con dos pesos nos alcanzaba para un gansito y una coca cola chica de 350 ml. El postre ideal para después de comer enchiladas verdes con chorizo.

Definitivamente valía la pena el negocio.

Y así lo hicimos. El primer día de trabajo, mi hermana y yo matamos decenas de moscas. Colocamos a las difuntas en un pedazo de papel y las contamos en presencia de mi tio. Este, orgulloso por los resultados, nos pago de inmediato. Hijos, pueden tomar su dinero de la canasta que está sobre la tele, ahí tengo monedas.

Y ese fue el inicio de un exitoso negocio que duró todo el verano. Día con día, nos presentábamos a trabajar. La paga era diaria, a destajo. Sin remilgos ni retrasos.

Con el tiempo y reinvirtiendo las ganancias, mi hermana y yo pudimos comprarnos unos matamoscas nuevos. El negocio lo exigía.

Como todo negocio, es preciso medir el nivel de satisfacción del cliente. Mi abuelita y doña Georgina estaban encantadas con el servicio.

 

Treinta y dos años después ahí estaba yo, al otro lado del Atlántico, presentando gráficas financieras, y viendo a mi jefe desesperado sin saber qué hacer con una simple mosca.

Con paso lento y una actitud decidida, camine hacia él. Al estar a dos metros del escritorio me detuve, levanté la vista y exclamé:

¡Tranquilo Eduardo! Déjamela a mí.


 

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