Un secreto bien guardado

¿Sabes guardar secretos?



La primera vez que experimenté atracción hacia otra persona fue en tercer año de primaria, en la escuela Enrique C. Rébsamen de ciudad Victoria, Tamaulipas. Habíamos sido compañeros el año anterior, pero nunca había reparado en su belleza.

Mi estancia en la escuela se limitaba a jugar con mis amigos antes de clases, tomar clases, jugar nuevamente en el recreo, regresar a clase y salir corriendo con el primer sonido del timbre. Tenía que estar listo para cuando mi tía Olga saliera. Ella era maestra en la misma escuela, y era mi transporte de regreso a la casa de mi abuelita Amalia, la mamá de mí padre.

Claudia García Martínez era su nombre, y era la niña más bonita de toda la escuela. Ella siempre se sentaba al otro extremo del salón, en la fila de los aplicados. Yo, desde el extremo opuesto, en la fila de los burros, solo la veía sin cesar y sin entender lo que me pasaba.

La suerte estuvo de mi lado en el segundo período de exámenes parciales. ¿Qué fue lo que le paso? Nunca lo supe y nunca le pregunté. Sus calificaciones bajaron a un punto tal que la sentaron en mi fila. Justo enfrente de mí.

Hoy, con la perspectiva del tiempo y de la edad, no puedo entender de que tanto hablaban dos niños de siete años. No puedo recordar, por más que me esfuerzo, de que hablábamos Claudia y yo. Pero de que pasábamos largo tiempo charlando durante clase, de eso no tengo la menor duda. Varias veces fui regañado por mi maestra Ana Bella.

En una ocasión, fuimos de paseo grupal al cine y vimos una película de Martincito, el niño que peleaba por defender a su amada niña güera de un hombre malo dentro de una cueva; aquella niña que decía en un diálogo no soy plato de segunda mesa.

Esa película fue combustible para mis noches de ensueño. Cada noche soñaba que paseábamos en una cueva y nos perdíamos. Yo siempre la rescataba y ella me abrazaba llorando, me daba las gracias y lo sellaba con un beso en la mejilla.

Además, los fines de semana había función de box sabatino. Lo veía en casa de mi abuelita junto con mis tíos: Eliseo, Enrique, Gregorio y mi tío Juan, esposo de mi tía Olga. 

Carlos Zárate, Pipino Cuevas y Carlos Palomino ¡Héroes Nacionales!

Entre cada round, yo me escabullía a la recámara para boxear unos instantes frente al espejo. A lo lejos se escuchaba el comercial de moda: “cerveza superior, la rubia que todos quieren”. Esas “peleas” se las dedicaba en mis sueños a Claudia, y ella me admiraba tanto que solo quería estar conmigo, hablando, jugando y riendo, en los sueños claro está.

Durante el recreo, cuando ella y sus amigas nos miraban jugar, yo solía esforzarme al máximo para recordarle a todo mundo quien era el más veloz del salón. Cano era el único que me ganaba por medio cuerpo en carreras, pero el era dos años mayor. Claudia lo sabía y siempre decía tu eres el más rápido Oscar. Eso era suficiente, Cano podía ganarme las veces que fuera, lo importante era lo que Claudia pensaba.

El punto más alto en nuestra “relación” fue una ocasión en que había semana de festividades en la escuela.

Teníamos dos horas de clase solamente, y el resto de la mañana la pasábamos en el patio jugando, participando en competencias y comprando golosinas. Ella estaba tan contenta una mañana que sin avisarme, volteó, me vio, se rio conmigo y acaricio mi mentón con su manita mientras decía que lindo eres.

A la siguiente semana, volvimos a presentar exámenes parciales, ella regresó a su fila de aplicados, y yo permanecí en la de siempre. Nuestra “relación” volvió a ser la de antes sin remedio.

 

Durante varias semanas no permití que el agua recorriera mi mentón al bañarme o lavarme la cara. Uno de mis tíos lo notó y le comentó a mi abuelita.

—Mamá, ¿no ha notado que el pacho no quiere que le caiga agua en el mentón —exclamó mi tío.

Quien me conoce de siempre, sabe que pacho era uno de mis apodos en la infancia.

—¿Qué? ¿Cómo sabes? —preguntó mi abuelita.

—Mándelo a lavarse la cara y fíjese como lo hace.

—¿Se habrá golpeado o le habrán pegado y no nos quiere decir?

—No creo, debe ser otra cosa.

—Oscarillo, a ver venga para acá —era la manera como mi abuelita me llamaba. Yo había alcanzado a escuchar la plática.

Doña Amalia, mi abuelita, no aguantó la risa cuando le expliqué la razón. Le pedí que por favor no le contara a nadie, en especial a mis tíos. Me prometió que no lo haría si yo me lavaba la cara.

—Lávese bien la cara Oscarillo y con eso se viene ya a comer.

Mi abuelita cumplió su palabra y estoy seguro de que ninguno de mis tíos conoce esta historia. Lo se. Mi abuelita sabía guardar secretos.

Cuando crecí, conocí la historia de doña Amalia Compeán Vázquez y comprendí muchas cosas. Una vida forjada a base de sufrimiento, tragedia, esfuerzo y mucha dedicación por sacar a sus hijos adelante. Siempre con la frente en alto, y el espíritu forjado con la llama de las dificultades y los retos.

Forjadora de hombres de bien, de hombres con temple y fuerza de carácter, entre ellos mi padre. Y de una hija que fue su más grande orgullo hasta el final de sus días.

Mi abuelita no tuvo problemas para guardar mi primer secreto romántico, y hoy celebro su vida y su decisión de no claudicar ni en los momentos más tristes y adversos de su existencia.

 


Comentarios

  1. Qué hermoso relato de tu vida Óscar, de tu primer amor, y que bellas expresiones de tu Abu Amelia desde el cielo orgullosa de tí

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  2. Que bonitas historias de tu vida primo de verdad😉

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