El Préstamo.

Cortesía Pixabay-Geralt.




Poza Rica, Veracruz. Primavera de 1980.

 

Ese día en la casa de Cheska, la gente lloraba su muerte. 

Familiares y amigos se arremolinaban para derramar una última lágrima sobre su féretro. Este permanecía cerrado por disposición de la madre.

Se había difundido el rumor de que su rostro había quedado con un rictus de angustia y dolor que no pudieron disimular con el maquillaje.

Pregunté por su madre y me señalaron a una señora joven sentada al fondo. Con once años de edad, entre a la casa solo y con miedo para dar el pésame. Me había aprendido de memoria las palabras que mi abuelita Pompo me había enseñado. Me llamo Oscar y le acompaño en su dolor.

Solo eso hijo, ni una palabra más.

La mamá de Cheska casi se desmaya cuando escuchó mi nombre.

 

Cheska era mi vecino. Vivía a una cuadra y media de mi casa, y desconozco si estudiaba o trabajaba. Tenía aproximadamente catorce años, era de complexión ligeramente robusta, de tez morena clara, pelo güero, labios gruesos y nariz ancha. Su aspecto imponía, aunque era muy amigable. Su pasión: jugar futbol.

Gracias a sus intervenciones, fui aceptado varias veces a jugar retas de fut callejero contra chavos de otras colonias. Nadie me quería en el equipo por mi edad, y por mi cuerpo aun en desarrollo y con sobre peso. Cheska siempre se impuso. Vamos a darle chance a Oscar que juegue, sino como va a aprender. Los demás aceptaban a regañadientes. Para que discutir con Cheska.

Ese día salí de la escuela y lo vi platicando con una joven más o menos de su edad. Al verme corrió para saludarme y pedirme un favor. Préstame un peso por favor, la próxima semana te lo pago.

El Cheska estaba de suerte. Ese día no había salido al recreo por ayudar a mi maestra Carmen con unas calificaciones. No había gastado mi peso en golosinas. Se lo presté con la firme promesa de pago a la semana entrante. Se alejó corriendo feliz y le compró una paleta a la chica.

La madre de Cheska trabajaba y pasaba todo el día fuera de casa. Era madre soltera. Cuando regresaba en las noches, tenía poco tiempo para revisar las actividades de su muchacho. Aún así, era de todos sabido que la señora solía pegarle con un cable de luz cuando le llevaban alguna queja de él.

Cheska se desapareció por un par de semanas. Yo contaba los días y pensaba cobrarle tan pronto se me presentara la oportunidad. Me urgía ese peso de regreso. 

Y finalmente apareció.

Tocó el timbre de mi casa y al verme me pidió dos cosas: primero, que por favor lo esperara un poco más de tiempo con la deuda, y segundo, que si le podía prestar otro peso. 

Yo no le respondí nada al principio. Creí que estaba bromeando, pero su rostro se veía alterado y hablaba con dificultad. Parecía que había corrido un largo tramo para llegar a mi casa.

Me juró que me pagaría los dos pesos pronto, que ya iba a comenzar a trabajar en un taller. Y le presté otro peso.

Salió de ahí volando y jamás lo volví a ver.

 

Tres semanas después estaba yo en su casa dando el pésame a su mamá y al resto de sus familiares.

Una tarde como cualquier otra, Cheska estaba jugando futbol en una cancha cerca de mi casa. Esa vez jugaba de portero. Al intentar detener un balonazo, se lanzó y cayó sobre una varilla de construcción que alguien había dejado justo a un lado de la portería. La varilla estaba oxidada y penetró el muslo. Necesitaba intervención urgente.

Cheska decidió no decirle nada a su madre por temor a una golpiza con el cable de luz. Se las ingenió para lavarse la herida con ayuda de amigos, y todos le prometieron guardar silencio. Unos días antes había sido golpeado con dureza por su mamá mientras le decía que era un vago, holgazán y pendenciero. Le reclamaba que no tenía buenos amigos. Te juntas con puros vagos igual que tú.

Cheska, en medio del llanto, le había contestado que si tenía un amigo bueno, que se llamaba Oscar y que vivía a la vuelta de la cuadra. Su madre no le creyó y continuó golpeándolo.

Mi amigo tenía motivos para no decirle nada a su madre sobre la herida, al menos así lo consideró el. La herida se infectó y Cheska contrajo tétanos por no estar vacunado. Cuando se armó de valor para informar a su madre, fue internado en una clínica pero ya no había nada que hacer. Los calmantes que le inyectaron fueron solo para mitigar el dolor de las contracciones musculares y pulmonares típicas de la enfermedad.

 

Dos ideas me atormentaron por algún tiempo después de su muerte. Una fue el hecho de haber muerto sin pagarme. Un temor infantil de que fuera a regresar del más allá para disculparse, no me dejaba dormir. Afortunadamente este miedo fue desapareciendo con el paso de las semanas.

La otra idea era más bien un pensamiento nostálgico producido por el hecho de que jamás se volvió a mencionar su nombre. De hecho, nunca supe cómo se llamaba ni intenté averiguar. Todos lo olvidamos. Nunca hablamos de él cuándo nos reuníamos para jugar. Y nunca le agradecí por haberme dejado jugar en su equipo.

Pero que a nadie le quede duda. En la colonia Benito Juárez de la ciudad de Poza Rica, Veracruz, vivió un joven al que apodaban Cheska, murió por una infección no atendida, y fue mi amigo. 


 

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