El Robo - Una historia familiar.

 

El Robo.



Palmillas, Tamaulipas. Otoño de 1950.

 

Doña Elisa Aguiar viuda de Navarro salió de la tienda de abarrotes con medio kilo de frijol, cien gramos de manteca de cerdo, una bolsa de arroz, y cuatro piezas de pan dulce. Estos últimos eran para sus nietos mayores.

Don Santiago Castañón se ofreció ayudarle, pero ella lo rechazó. Con sesenta años recién cumplidos, aún tenía fuerzas para cargar su propio mandado. La distancia entre la tienda y su casa no excedía los doscientos metros.

Llegó a su casa, acomodó el mandado en la alacena, y preparó café de olla para la merienda.

En el patio se escuchaban los gritos y risas de sus dos nietos mayores, Chuy de trece años y Oscar de once.

—Muchachos, vénganse a merendar. El café ya está servido. Les traje pan dulce.

Los muchachos no hicieron caso al llamado. Estaban concentrados tratando de cazar codornices del nogal que se encontraba en el patio de los vecinos.

Chuy disparaba con una resortera y Oscar le pasaba piedras.

Un rato después se escuchó de nuevo el llamado de la abuela.

—Muchachos, se les va a enfriar el café.

—Ahorita vamos abuela —respondió Oscar mientras Chuy corría hacia la barda. Había logrado golpear a una.

El ave se repuso antes de que Chuy la tomara y emprendió el vuelo con rapidez. Una más que se nos va carajo.

Diez minutos habían pasado desde la última llamada de su abuela. Ya no había codornices y sintieron antojo de café con pan. El pan que vendía don Santiago era el mejor de todo el pueblo. Las conchas y los enamorados no tenían igual en toda la comarca. Lo traían de Tula.

Entraron corriendo a la cocina y vieron las dos tazas de café. El pan en cambio había desaparecido.

Chuy se lanzó a la pequeña alacena donde su abuela guardaba las especies. El pan no estaba ahí. Oscar por su parte, buscó en las sillas y en el sillón grande donde se sentaba su padre, y nada. El pan no estaba ahí tampoco.

—¿Dónde quedó el pan? —preguntó Chuy molesto, con voz alta y en tono golpeado.

Oscar se encogió de hombros y respondió:

—Y yo que voy a saber. ¡Donde lo habrá guardado la abuela! Pregúntale.

—Pregúntale tu.

Discutían en voz alta y no escucharon el ruido de la puerta principal hasta que esta se cerró de un portazo.

El primero en salir fue Chuy.

Lo que vio fue a uno de sus hermanos menores, Goyito, corriendo como endemoniado. A media cuadra se había detenido para voltear.

Goyito, de siete años recién cumplidos, miraba a sus hermanos mayores sonriendo de manera burlona.

—¿Y este que trae? —preguntó Oscar.

—No le hagas caso, mejor hay que hablar con la abuela para ver donde dejó el pan.

Ya se iban a meter a la casa cuando Oscar notó que Goyito estaba bailando. En efecto, brincaba sobre uno de sus pies y después hacía lo mismo con el otro pie. Por momentos se detenía, los miraba y señalándolos con su dedo, se reía a carcajadas.

—Mira que cabrón, ¡este se tragó el pan! —gritó Oscar mientras lo señalaba.

Chuy agudizó la vista y pudo ver que Goyito se burlaba de ellos. Entonces comprendió todo.

Cuando un puma persigue a un venado, hay dos fuerzas en juego y no son las fuerzas físicas que normalmente observamos. Por un lado es el hambre y determinación del puma, quien persiguiendo su comida, se enfrenta al espanto visceral del venado. Hambre y miedo a ser devorado miden sus fuerzas en un devenir interminable de la lucha por sobrevivir. Eso ocurre en la naturaleza.

Y eso mismo ocurrió entre Chuy y Oscar, los hermanos ofendidos, y Goyito, el hermano infractor.

Decir que Goyito emprendió la graciosa huida es decir poco.

Solón Córdova y Ambrosio Camacho pasaban por ahí justo cuando la persecución inició.

—¡Que paso Chuy! ¿A dónde vas? —preguntó Solón.

—¡Voy aquí a arreglar un asunto! ¡Al rato platicamos!

El primero en correr fue Goyito. Velocidad máxima. Sin retorno, y sin voltear.

Chuy arrancó un par de segundos después y detrás de él, su hermano Oscar. Todo lo que buscaban era hacer justicia.

Goyito vivía a tres cuadras con su tía abuela Rafaela, la hermana de doña Elisa. La persecución se hizo larga para los hermanos mayores. A Goyito le faltó velocidad en el arranque, y eso lo puso al alcance de sus hermanos faltando solo unos metros para llegar a zona segura.

Doña Rafaela escuchó los gritos y salió en defensa de su protegido. Los hermanos Chuy y Oscar aporreaban a Goyito mientras este se cubría la cara y esquivaba las patadas lo mejor que podía.

—¡Ya cabrones! — gritaba Goyito — ¡Puta madre no aguantan nada!

Entre golpes, patadas y esquivadas, Goyito seguía riendose. Nunca les dió la espalda. Enfrentó a sus hermanos mayores lo mejor que pudo. Por momentos esquivando; por momentos brincando de un lado a otro.

A una cuadra de distancia, Solón y Ambrosio observaban el evento sin intervenir.

—Ya ni chingan, dos contra uno y ellos son más grandes —exclamó Ambrosio.

Solón frunció el seño e hizo un gesto de duda.

—Algo les hizo Goyito, ese muchacho es bien cabrón.

 

Dos horas más tarde, después de una dura reprimenda por parte de su abuela Elisa, los hermanos Chuy y Oscar merendaban puro café.

Lo que más coraje les daba es que el desayuno del día siguiente sería igual. ¡Goyito se había comido los cuatro panes de un tirón!

A tres cuadras de ahí, Goyito descansaba recostado en su cama. Tenía algunos raspones y un moretón en el brazo, pero la panza estaba repleta de pan dulce. Pensó en sus hermanos tomando puro café, esbozó una sonrisa de felicidad pura, y poco a poco se fue quedando dormido.

Ya mañana veo como me desquito.


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