La chica de la minifalda azul.

 

En una quinceañera.



Poza Rica Veracruz, México. Primavera de 1986.

 

Esa noche de sábado llegué tarde al evento.

El salón de fiestas de la SUTERM del sindicato de trabajadores de la CFE estaba a reventar. Mientras esperaba afuera, me di una última revisada aprovechando el reflejo de mi imagen sobre los vidrios polarizados de la parte baja del recinto. Pantalón de vestir gris, camisa color beige oscuro de manga larga, mis zapatos impala color café recién boleados, y mi pelo recién cortado estilo militar. Tenía diecisiete años y me sentía capaz de comerme el mundo a pedazos.

El que salió a recibirme fue Layo, el hijo menor de una prima hermana de mi madre. Nos saludamos y me indicó la escalera que llevaba al salón principal.

—Allá están todos. Mi tía Pomposa y tus primos. Búscalos al fondo.

Subí la escalera, me abrieron la puerta, y la primera impresión que tuve me dejó perplejo.

Gente hermosa y elegante en las mesas, y niños corriendo a lo largo del recinto. A mi derecha, el grupo musical Palomeque acompañaba a su bella cantante con una de las canciones de moda: Luna Mágica, interpretada por Rocío Banquells. Fue solo sexo, dile luna que le quiero solo a él. Esa frase me perturbaba desde la primera vez que la escuché en la radio. ¿Era posible eso?

Di unos pasos con inseguridad. Mi atuendo desentonaba con la elegancia de toda esa gente. Titubeé un instante y estuve a punto de dar media vuelta y salir corriendo. Fue entonces cuando las vi. A diez metros de mí, sentadas, estaban Vicky, Romelia y Rosa Elia. Las conocía desde niño.

Mi madre siempre hablaba de ellas con mucho afecto. Eran sus sobrinas, y eran increíblemente bellas.

Se levantaron, me dieron un abrazo y platicamos brevemente. Eso me dio la seguridad que me hacía falta. Instantes después me señalaron una mesa al fondo; allá estaban mi abuelita, mi tía Dora, mis primos Tavo y Teto, y mis primas Dorita, Adelita, Paty y Mónica. La comitiva Cervantes, presente.

Me encaminé hacia la mesa y mi abuelita Pompo se levantó y me hizo una seña. Quería que me detuviera antes de llegar.

—Hijito, acompáñame. Quiero que saludes a tu tía Chepita.

El grupo comenzó a tocar Juana la Cubana y mucha gente se levantó como un resorte. Apenas podíamos caminar mi abuelita y yo. Pude distinguir algunos parientes de la familia Jiménez. Todo mundo se dirigía a la pista bailando y aplaudiendo rítmicamente, eh eh eh eh.

Volteé hacia la mesa de mis primos, y vi a todos bailando menos a mi prima Mónica. Le pregunté a mi abuelita y me respondió ahorita te digo por qué no quiere bailar.

Esa noche la familia Jiménez estaba de fiesta. Celebraban un cumpleaños y el ambiente era fenomenal.


La palabra santidad puede evocar muchas cosas según nuestras creencias y nivel de fe. En el marco de la teología cristiana, santidad significa separado / separada. Una persona santa es una persona separada del mundo para obra y gracia de Dios nuestro señor. 

Una persona santa es aquella que vive en el mundo, se mueve en él, pero lo hace para honor y gloria del reino de Dios en la tierra. Son personas con una fe inquebrantable, y suelen ser también personas que irradian energía muy positiva a su alrededor. Inspiran paz, sabiduría y toda la bondad que un ser humano puede llegar a desarrollar.

La primera vez que vi a mi tía Chepita fue en casa de mi abuelita Pompo; eran cuñadas. Tenía diez años aproximadamente y permanecí absorto mirándola y escuchándola durante largo rato. Hablaba con lentitud y mucha coherencia. Su conversación era suave, pausada, casi imperceptible, y su mirada era la de una persona santa.

Su presencia me aquietaba y prefería quedarme a escucharla en vez de jugar con mis primos.

Fue un gran gusto para mi estrechar su mano y darle un beso en la mejilla. Una sonrisa de ella valía más que mil tesoros.

 

—¡Es que vino en minifalda hijo!

—¿Y eso que tiene abuelita?

—Pues dice que todo mundo viene muy elegante, las demás muchachas traen vestidos largos menos ella.

—¿Y luego?

—Pues le da pena.

Me percaté que había cuatro jóvenes parados a unos cinco metros de nosotros, a nuestras espaldas.

—¿Y estos chavos quienes son abuelita?

A mi abuelita Pompo se le iluminó el rostro con su enorme sonrisa y respondió:

—Son muchachos que la han venido a sacar a bailar.

—¿Y luego?

—A todos les ha dicho que no. Por lo de la minifalda.

El grupo Palomeque inició un popurrí de los éxitos de Flans y toda la juventud se lanzó a la pista desaforadamente. En la mesa solo permanecimos mi tía Dora, mi abuelita, Mónica y yo.

—¿De plano no vas a bailar?

—Me da pena. No sé cómo se me ocurrió venir en minifalda.

—Pues baila con uno de los chavos que están aquí atrás. Puedes bailar ahí mismo, para que no te vean.

—¡Qué! Ay no como crees. Además, esos están bien feos.

Tenía razón mi prima, guapos no eran. Pero se veían decentes y en la mejor disposición. Mi tía Dora estaba muy animada; había bailado y se reponía tomando una coca cola, pero no había hielos. El mesero nos tenía olvidados. No lo pensé dos veces:

—Compadre —llamé a uno de los pretendientes— ¿Podrías por favor darte una vuelta a la cocina y ver si nos pueden enviar unos hielos?

El joven se recuperó rápido de la sorpresa y me respondió si claro como no, ¿y para la señorita algo que se le ofrezca?

Le respondí que con los hielos estábamos bien. Mi prima ni siquiera lo volteó a ver.

Un rato después llegó el mariachi y los pretendientes se esfumaron. Pasa siempre lo mismo en todas las fiestas. Cuando entra el mariachi, al primer acorde con la trompeta entonando de qué manera te olvido, la sangre hierve y nos olvidamos de todo. Los pretendientes estaban en primera fila cantando mientras el primo Layo afinaba la garganta para interpretar la siguiente melodía.

 

Una hora después, los mariachis se habían ido y se volvió a escuchar el ritmo de las cumbias. Esta vez no era el grupo, era un DJ quien arrancó pista con un popurrí de los socios del ritmo.

Mi tía Dora tomó de la mano a Mónica; mis primas Paty y Dorita la tomaron de la otra mano, y todos en grupo nos dirigimos a la pista para bailar en círculo.

Mi prima Mónica titubeó al principio, pero un rato después bailaba alegremente y sin importarle nada más, como debía ser.

 

Todos tenemos una línea de vida trazada desde el momento en que nacemos. Y de esta línea emerge un radar que nos va indicando el rumbo y las personas que se cruzarán en nuestras vidas. Es imperceptible pero si nos esforzamos, podemos verlo con cierta nitidez.

Esa noche, al calor del baile y la algarabía, mi prima Mónica no podía distinguir con claridad a la silueta que se divisaba sutilmente en uno de los extremos de su radar de vida. Con el tiempo, la silueta se haría más nítida hasta mostrar su verdadero rostro y su lugar en la vida de ella.

Esa noche, en el radar de mi prima Mónica, apareció por primera vez a lo lejos, la silueta de un hombre joven, apuesto y trabajador. El radar solo distinguía dos letras:

J.M.


Comentarios

  1. Solo porque tú lo dices hijo, pero has de creer que no recuerdo ese evento de la tía Eleazer que la describes muy bien, y nosotros no fuimos requeridos en la fiesta? Que raro que solo Mónica estuvo en esa fiesta, gracias Oscarito por escribir este relato de mi Monita

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  2. Hermosa historia primo gracias y esa silueta de JM aquí está para siempre

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