Los empresarios - Una historia familiar.
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Sociedad Cooperativa en Palmillas, Tamaulipas. |
Palmillas, Tamaulipas. Otoño
de 1950.
Capítulo 1.
—¡Aquí falta mercancía! ¡Nos
están robando!
—¿Pero quién?
—¡Háblale a Enrique! ¡Que venga!
Oscar salió corriendo de la casa
de su abuela Elisa en busca de su hermano menor, Enrique. Las órdenes de Chuy
se obedecían sin preguntar.
Al pasar por la cocina, no se
percató de la presencia de su padre, Praxedis Navarro, quien comía un asado de
puerco con nopalitos, acompañado de aguamiel de maguey. Apenas se había dado
tiempo para un taco. Tenía programados tres casamientos para esa misma tarde.
Era el jefe del registro civil.
—¡Muchacho cabrón! ¡No corras!
—gritó Praxedis.
—¡No le hables así a los
muchachos! —replicó doña Elisa, su madre.
—Usted los tiene así mamá.
Malcriados y buenos para nada. ¿No escuchó lo que dijo Chuy?
—Desde la mañana traen el argüende
de una mercancía que se les perdió. Andan preocupados.
Doña Elisa adoraba a sus nietos
mayores, Chuy de trece años, Oscar de once y Enrique de nueve. Eran la
siguiente generación, la promesa de continuidad. La perpetuidad de una estirpe
que consideraba en riesgo de extinción.
Había visto mucha maldad en su
larga vida, desde los tiempos en que fusilaron a su esposo injustamente durante la revolución, justo cuando Praxedis comenzaba a caminar.
Jamás olvidaría que fue en el mes
de noviembre de 1913 cuando la plaga llegó al pacífico pueblo de Palmillas. Una
cuadrilla de rufianes, ladrones y asesinos asolaron el pueblo durante meses. Se
hacían llamar el Ejército Libertador de Tamaulipas, y alegaban traer los aires
de la revolución y de la justicia.
El pueblo contaba en ese entonces
con negocios de abarrotes, ferreterías, droguerías, y disponía de un banco,
propiedad de don Adolfo Romero Fabián, primo hermano de doña Carmen Romero
Rubio, esposa de don Porfirio Díaz.
La exaltación de la maldita
codicia es para lo único que sirven las revoluciones. Pretexto para las plebes
miserables de hacer y deshacer a su antojo. No, ella no creía en la revolución.
La detestaba.
Atestiguó y sufrió tiempos
violentos, llenos de tragedia e injusticia. Su hermana mayor, Ramona Aguiar,
había tenido que presenciar la violación y asesinato de su única hija, su único
tesoro. Los malditos y malnacidos revolucionarios le habían arrebatado sus
sueños y esperanzas. No, para ella la revolución no era más que otra excusa
para la manifestación de la miseria humana. Malditos, mil veces malditos todos
aquellos que aprovecharon el levantamiento para perpetuar las más horrendas
atrocidades.
¿Que yo malcrío a mis nietos?
¿Y si así fuera qué? ¿Quién me lo va a impedir? ¿Tú hijo mío? Te llevé en mi
regazo por caminos y montes, protegiéndote del enemigo. Antepuse mi vida por ti
y lo haría mil veces más. Por mis nietos yo hago lo que sea con tal de
protegerlos.
—¿Chuy? ¿Chuy preocupado por la
mercancía? —preguntó Praxedis.
Movió la cabeza de un lado a
otro, se levantó de la mesa, se lavó meticulosamente las manos, y se despidió
de su madre.
Capítulo 2.
—¡Fue el camote! ¿quién más?
—gritaba Chuy iracundo.
—¡No quedó conforme con los panes
el cabrón! Ahora se esta comiendo los dulces a escondidas —repetía Oscar una y
otra vez.
Enrique los escuchaba y movía la
cabeza en señal de desacuerdo.
—¡El camote no fue! Yo estuve
aquí ayer, toda la tarde.
—Esta cooperativa no va a
prosperar señores —exclamó Chuy— ¡Así no!
Lo que más les indignaba era la nota dejada sobre la mesa; eso era el colmo de la burla:
Dulce pan de ayer,
suave miel de
antier,
gracias doy por la
conserva de maguey,
a los generosos dueños
de una cooperativa a toda ley.
El principal sospechoso era uno
de los hermanos menores.
Goyito, apodado el camote, había
protagonizado recientemente un episodio pintoresco en el que se había devorado
el pan de sus hermanos, dejándolos sin merienda ni desayuno. La historia se
había esparcido por el pueblo y todo mundo celebraba la ocurrencia del chamaco.
La idea original de formar una
sociedad cooperativa surgió de una de sus tías, hermana de su abuela: doña
Josefa Aguiar. En su más reciente visita de los Estados Unidos, había dejado un
dólar a cada uno de los tres hermanos mayores, y les había sugerido que lo
invirtieran en mercancía para vender. Con el tiempo multiplicarán sus
ganancias y tendrán más dinero.
Se abastecieron de dulces,
conservas, chicles, chilitos en polvo y paletas. Todos aportaron su dólar.
Misma inversión, mismas ganancias. Todo parejo y por igual.
Goyito había intentado hacerse
socio. Su tutora, Rafaela Aguiar, le había comprado chocolates y mazapán. Pero
sus hermanos mayores no lo aceptaron en la empresa. Esto es para grandes
había dicho Chuy.
Había motivos; había un móvil
para el atraco. Al menos así lo pensaba Oscar, quien parecía ser el más
indignado de los tres.
La idea de una lista negra fue de
Chuy.
En efecto, había que enlistar los
nombres de los posibles infractores. Goyito la encabezaba, y debajo de su
nombre se podían leer los de otros niños y jóvenes del pueblo. Ramírez,
Estrada, Castañón, Córdova, Sifuentes, Monita, Castro y Camacho. Hasta los
primos Compeán aparecían en la lista.
Chuy tuvo el atrevimiento de
agregar, ya al final, a su propio padre, Praxedis Navarro. Pero Oscar y Enrique
lo convencieron de que lo borrara.
Esa misma tarde, los empresarios
celebraron una reunión urgente de consejo. Se tenían que tomar decisiones.
Capítulo 3.
El tercer casamiento que tenía
programado Praxedis para esa tarde se canceló. De ultimo minuto avisaron que el
novio se había fugado con otra muchacha, una que vivía cerca del estanque. Los
habían visto encaminarse rumbo a Jaumave en un burro que habían robado a don
Esteban Córdova. Ya los andaban buscando.
Esto le permitió al jefe del
registro civil retirarse temprano a su casa.
Al entrar vio a sus tres hijos mayores
debatiendo acaloradamente. Oscar proponía que se le pidiera a la tía Rafaela la
total reposición de lo robado por Goyito. Para el, las cosas estaban claras, su
hermano menor se había robado la mercancía. Enrique lo defendía acaloradamente,
mostrando por momentos un temperamento fuerte y muy enérgico. Chuy era el mas
tranquilo de los tres, escuchaba a sus hermanos y hacía anotaciones en un
papel.
Praxedis los observó un rato
mientras reía para sus adentros.
Se dirigió a la recámara donde
dormían y comenzó a buscar entre la ropa de los muchachos. Levantó el colchón,
abrió los cajones de un ropero, palpo cuidadosamente el piso debajo de la cama,
y no encontró nada.
No se dio por vencido. Sabía que
solo era cuestión de perseverar. Continuó su búsqueda durante varios minutos. En
una caja de zapatos encontró piedras y las sacó todas para revisar
minuciosamente el interior. Nada.
Praxedis había comenzado a sudar
por el esfuerzo físico. Agacharse, tirarse al suelo y levantarse, eran
movimientos que no estaba acostumbrado a realizar.
Solo había un lugar más por
revisar. Jaló de un rincón una maleta muy vieja color café que era de doña
Elisa. Ahí se guardaban papeles, documentos, y actas fechadas en tiempos anteriores
a la revolución.
Y finalmente encontró algo.
Cuando regreso a la sala, los
muchachos seguían discutiendo. Sin pensarlo más, arrojó sobre la mesa unos
papeles sucios con frases garabateadas a lápiz.
Los tres guardaron silencio.
Oscar agarró los papeles y
comenzó a leer lo que ahí se decía. Eran versos incompletos, algunos tachados,
otros con líneas borradas. Sacó rápidamente un papel arrugado de su pantalón,
el que habían dejado con el robo a la cooperativa, y los comparó. La letra era
muy parecida. Viéndola con más detenimiento, podía decirse que era la misma
letra.
Cuando Oscar levantó la vista
para preguntar a su padre, este permanecía erguido, en silencio, y con la
mirada fija en Chuy.
Chuy, en silencio y con la cara
pálida, le sostenía la mirada con los ojos muy abiertos.
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