Mi primera lección de inglés – Una historia familiar.
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Cena de negocios. |
Austin, Texas. Estados Unidos de Norteamérica. Verano del
2001.
—¡Oscar! ¿How come you´re not
drinking? ¿Where is your poison? —exclamó Tina Reeves visiblemente ebria.
(Oscar, ¿por qué no estas tomando?
¿Dónde está tu bebida).
Tomé mi vaso vacío y se lo
mostré.
Tina me rodeó con sus brazos, me
plantó un beso en la mejilla, y se alejó gritando y bailando.
El ambiente de esa noche era
inmejorable. Estábamos en el restaurant bar del hotel Marriott ubicado en la
zona centro de la ciudad de Austin, TX. Mi jefe Douglas y yo habíamos viajado
desde la frontera de México, para la revisión mensual de resultados financieros
de la maquiladora donde trabajábamos.
En la mesa nos acompañaban Robert
Bess, Louis Wade, Bennet Flanagan, Katrina Bilenkova, Joana Ormiston, Mary Carpenter,
y Mark Herzer.
Fue mi jefe Douglas el que
sugirió una ronda de tequila para todos. Habíamos cenado y nos preparábamos
para regresar a nuestras habitaciones. Just one shot guys, come on! (solo un
shot amigos, venga!).
Esa ronda se convirtió en una
borrachera.
Cuando el mesero trajo la botella,
me quedé de una sola pieza. Tequila Sauza Hornitos. Era lo que tomaba mi padre
en su juventud. Un licor muy fuerte y que hacía una cruda espantosa. Estos
gringos no van a aguantar ni una ronda. Yo me abstuve.
Habían vaciado ya la primera
botella. El mesero abría la segunda y los gringos estaban como si nada, eufóricos,
borrachos, pero controlados. Esperaba verlos caer de sus sillas y nada.
Decidí averiguar por qué seguían de pie. Le pedí al mesero un shot y al probarlo comprendí todo. Un sabor a madera y agave subió desde mi estomago hasta la boca, provocando una sensación muy agradable. Era el tequila más suave y delicioso que había probado en toda mi vida.
<¡Claro!
Tequila de exportación, estos siempre reciben lo mejor carajo.>
De la mesa de cenar pasamos a las
mesas de billar. El mesero seguía sirviendo tequilas. Katrina se acercó y me
dijo que quería bailar.
—Katy, ¡no hay música! ¿cómo
vamos a bailar?
—Esta noche aprenderás a bailar
sin música.
De padres Ucranianos, nacida en
los Estados Unidos, me sacaba unos diez centímetros en estatura. Traía una
minifalda que a cada rato se acomodaba. De esas que se suben y dejan ver de
más. Se había quitado los zapatos, bailaba con cadencia, y tarareaba una
canción que pude reconocer como “Take my breath away” (déjame sin aliento)
del grupo Berlín. Fue el tema de la película Top Gun con Tom Cruise y fue un
super hit allá por 1986.
Mark Herzer, se acercó para
decirme algo y Katy le respondió que no estuviera molestando.
Mark insistió que debía decirme
algo y me separe de Katy con suavidad. Me dijo que tenía que ir a recoger a su
hija al ballet y llevarla en su casa. Quería que lo acompañara para presentarme
a su esposa. Me sentí muy halagado con la invitación y le prometí a Katy que
volvería en media hora.
Hizo un gesto de indiferencia y
siguió bailando sola.
Antes de subir al coche de Mark,
mi jefe Douglas se acercó para advertirme algo. Me comentó que Katy y Mark
tenían un romance y que este solo quería alejarme de ella.
—No dejes que Mark te saque de la
jugada, si Katy quiere pasar la noche contigo ¡aviéntate!, que no se te escape.
Ni te preocupes por Mark.
La sangre se me heló y la
borrachera se me bajó casi de inmediato.
Mark Herzer era el vicepresidente
ejecutivo de ventas y mercadotécnica de la empresa. Incluso mi jefe tenía una
línea punteada hacia el en el organigrama. Mala idea, muy mala idea meterse en
problemas con Mark, sin contar con que era un tipo genial, agradable, y me
había apoyado recientemente para una promoción.
Mark y Douglas eran dos
auténticos casanovas con personalidad arrolladora. Conquistadores natos. Su
rivalidad rebasaba los negocios, y había rumores de que competían por mujeres.
Recogimos a su hija en el ballet
y nos encaminamos a su casa. Mark iba eufórico y su hija de dieciséis años me
contaba que tenía amigos mexicanos en su escuela. Al llegar a su casa, nos
bajamos un instante y me presentó a su esposa.
Una de las preguntas que me hizo
fue donde había aprendido inglés. En la escuela —respondí— en la
escuela de idiomas de mi universidad.
Íbamos ya de regreso al
restaurante. Mark me contaba los planes de lanzamiento de una nueva línea de
productos, con los que posicionaríamos nuestra marca en un segmento de mercado
al que nunca antes habíamos entrado. Al encenderse el verde y arrancar el
coche, una camioneta nos rebasó y se cruzó frente a nosotros provocando que
Mark estallara en insultos.
Goddamn it! What´s wrong with
you mother fucker? Son of a bitch!
El otro nos emparejó y respondió
los insultos. Se mentaron la madre, se amenazaron, y finalmente el tipo de la
camioneta aceleró a toda potencia y se perdió entre los coches.
Permanecimos en silencio unos
minutos hasta que Mark habló de nuevo.
—Oscar, apuesto que en tu escuela
de inglés nunca te enseñaron lo que acabas de escuchar.
Había recuperado su buen humor e
intentaba minimizar lo ocurrido.
Le respondí que no, que ese
vocabulario no se enseñaba en las escuelas, pero que de todos modos yo lo
conocía.
—En México consumimos mucho cine
americano Mark. Ahí se ve y se escucha de todo.
Mientras le explicaba, una parte
de mi espíritu viajo inevitablemente al pasado, a mi época de infancia.
Mi primera clase de inglés había
ocurrido cuando apenas contaba con siete años de vida.
Palmillas, Tamaulipas. México.
Primavera de 1976.
Palmillas es un pueblo ubicado a
los pies de la sierra madre oriental.
Una serie de montañas secundarias
se desvían de la cordillera principal y ocupan la zona centro sur del estado.
Una de esas montañas recibe el nombre de Tierritas Blancas. Desde cualquier
lugar dentro del pueblo se aprecia a simple vista.
Mi tío Enrique y yo regresábamos de
una excursión a las Tierritas Blancas. Apenas podía contener el júbilo que me
embargaba por haber realizado la hazaña al lado de uno de mis héroes de la
infancia.
Habíamos escalado durante toda la
mañana, recorriendo casi la mitad de la sierra. Eran las cuatro de la tarde
cuando iniciamos el descenso. No hubo contratiempos. Dos horas después entrabamos
al pueblo con nuestras pertenencias en la espalda. En mi interior hubo un
momento de desasosiego porque pensaba que todos los habitantes estarían ahí
para recibirnos como héroes. No vi una sola persona. Veía mucha tele en ese
entonces.
No había problema, yo caminaba al
lado de mi tío Enrique a quien veía como un gigante, y eso era suficiente. Las
calles del pueblo estaban empedradas y había que caminar con cuidado.
—Para la próxima, nos vamos a
preparar con más tiempo y vamos a intentar llegar más arriba.
—¿Cuándo sería eso tío?
—La próxima vez que vengas.
Tendremos que salir de madrugada para que nos dé tiempo.
—¡Entonces tendremos que traer
lonches para almorzar en la sierra!
—¡Efectivamente!
Repetir la hazaña y superarla
junto a mi tío me producía una alegría inmensa, indescriptible. Me sentía libre
y sin ataduras.
Mi tío Enrique ha sido desde
siempre una persona muy singular. Un hombre muy valiente, arrojado, temerario,
y con un sentido del humor insuperable. Desde siempre, en las charlas
familiares, si el estaba presente, las risas estaban garantizadas. Sus
historias y su manera tan peculiar de contarlas eran capaces de provocar
alegría y muchas carcajadas.
Hombre de una sola palabra.
Cuando mi tío te prometía algo, lo cumplía. Fuera lo que fuera. Acostumbrado al
trabajo extenuante, podía caminar durante días sin importar las inclemencias
del tiempo. Como amigo, el más leal de todos. Era de los que compartían su
comida con el que no tenía nada.
Trabajador incansable. Aventurero
que en su juventud marchó al mundo en búsqueda de un mejor porvenir. Durante
años trabajo en los sembradíos estadounidenses realizando la llamada labor.
Pizca, recolección, empaquetamiento, albañilería, maestro de obra, y un sinfín
de oficios y actividades.
Un hombre curtido en la
adversidad y que siempre asistió puntual a la cita con su destino.
Ese era mi tío. El ser humano con
el que yo caminaba de regreso aquel día.
El cielo comenzó a nublarse desde
que iniciamos el descenso. Cuando faltaban unas seis cuadras para llegar a la
casa, el cielo se oscureció y comenzaron a caer algunas gotas de agua.
—Vamos a apurarnos Taín —dijo mi
tío acelerando el paso.
Yo lo seguí casi al trote y me percaté
de que mi tío miraba las nubes y mascullaba algunas palabras que no entendía. Movía
la cabeza en señal de desaprobación y decía cosas que no alcanzaba a escuchar
bien.
Danl son bish god damn
dhhs#&#* ch*# sh#t f#
Estábamos a una cuadra de la
casa, agudicé mi oído lo más que pude y justo en ese instante, un trueno
retumbó en todo el pueblo haciendo eco en la parte baja de la sierra. El ruido
fue ensordecedor y de inmediato comenzó a caer una lluvia torrencial.
Y entonces lo escuché.
Goddamn son of a bitch!
Íbamos ya corriendo y al doblar
la esquina, a unos metros de la casa, le pregunté con asombro:
—¡Asu! ¿Y eso que significa tío?
Mi tío había aprendido algo de
inglés en sus estancias en los estados unidos. Yo estaba maravillado por el
sonido de la frase. Necesitaba con urgencia saber el significado para poder
presumir en mi escuela.
Al escuchar mi pregunta, mi tío
reaccionó con sorpresa. Nunca pensó que yo lo escucharía y mucho menos que
preguntaría. Me conocía y sabía que no dejaría de preguntar hasta obtener respuesta.
Y su respuesta fue:
—Significa que ya nos fregamos
con la mojada Taín, pero no lo vayas a andar diciendo. Solo los grandes podemos
decirlo.
Entendido y anotado mi capitán.
Jamás repetí la frase hasta
cuando comprendí su significado, por ahí de los dieciocho años.
Cuando Mark y yo regresamos al
restaurante, prácticamente todos se habían retirado a sus habitaciones. Solo mi
jefe Douglas y Robert jugaban en una mesa de billar.
—Nuevamente una disculpa Oscar.
Lamento que hayas tenido que presenciar una discusión y sobre todo, que hayas
tenido que escuchar insultos.
—En primer lugar, el tipo se lo
merecía; pudo haber provocado un accidente. En segundo lugar, creo que los
insultos son parte del lenguaje y están ahí por algo. La gente los inventa y
los usa por una razón.
Nos despedimos, y se fue a su
casa.
Douglas y Robert me invitaron a
jugar con ellos. Al principio decliné, estaba cansado y el día siguiente sería
agotador. Presentar resultados financieros a los jefes siempre es agotador, y
más cuando algunos de los números están en rojo.
Mi jefe, que era el que debía
estar más preocupado, se acercó y me dijo:
—Katy ya se fue. Te lo dije, no
vayas con Mark, pero no me hiciste caso. Se te fue la oportunidad.
—Ni modo.
—¡Vamos a tomarnos una última
ronda de tequila! Una más y nos vamos a dormir. ¿Qué dicen?
Robert y yo aceptamos.
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