El Chamán de ojos azules.
Un chamán, un camino. |
Rigoberta Pérez Simbrón giró su
cuerpo lo más que pudo. Quería cerciorarse de que el ramo de flores fuera en
dirección a su prima Matilde. Ya iba siendo hora de que también se casara,
aunque fuera con el inútil de Casandro; bueno para nada pero muy guapo.
—A la una, a las dos, y a las…
Se esperó un momento para
escuchar los reclamos y entonces lo arrojó.
Con tan mala puntería que fue a
dar a la mesa más cercana. Una que estaba de frente a la pista. Una mesa con
pura familia de su ahora esposo, Juan José.
Era la mesa de su suegra.
Rigoberta no disimuló el disgusto
que experimentó. Ahí estaba su suegra, de 54 años, feliz, levantando el ramo,
gritando eufórica y señalando a unos señores sentados al fondo del recinto. Se
llamaba Guadalupe, era divorciada, y su nuera tampoco era santo de su devoción.
—Lo voy a lanzar otra vez —gritó
Rigoberta.
Juan José se lo impidió.
—¡No! ¡Ya pongan la música!
¡Échale pariente!
La fiesta se alargó toda la
noche.
Los recién casados pasaron su
luna de miel en Tecolutla, Veracruz.
Al regresar se instalaron en la
casa de doña Guadalupe. Era un departamento de los multifamiliares ubicado en
la zona centro de Poza Rica, Veracruz. Sería temporal mientras Juan José conseguía
el crédito Infonavit para una casa.
Los problemas entre ambas
comenzaron desde el primer día. Guadalupe era maestra jubilada y Rigoberta
trabajaba en la casa poniendo uñas postizas. Se tenían que ver y soportar todo
el tiempo. Discutían por todo, peleaban frente a Juan José. Se criticaban
mutuamente lo que cocinaban.
Una noche Rigoberta escuchó a su
suegra llorando y hablando con su hijo: ya no puedo más con ella hijo, perdóname
que te lo diga pero ya no puedo, me falta al respeto sin que yo le haga nada.
¿Ah sí? ¿Y que hay del respeto
que ella me debe a mi eh? ¡Yo soy tu esposa!
Juan José salía por las mañanas
al trabajo con ganas de no regresar. Se tenían que salir, eso lo tenía claro,
pero tendría que ser a las afueras de la ciudad, no podría pagar una renta en
zona céntrica.
Estaban al borde de un conflicto
mayor. Rigoberta le había dado un ultimátum. Se quería salir ya de ahí.
Fue al calor de una plática con
su prima y su novio, mientras bebían unas micheladas, cuando Casandro hizo la
propuesta. Rigoberta, para no variar, se quejaba amargamente de su suegra.
—En Papantla hay un señor que
hace trabajos.
—¿Qué trabajos?
—Pos trabajos. De esos.
Rigoberta se desespero y le habló
al pelo.
—¡Háblame claro! ¿De qué señor
hablas y que hace exactamente?
—Hay un señor que le dicen el
chamán. Es brujo. El te puede ayudar con tu suegra. Lo que tu quieras y como tu
quieras. Si quieres que se vaya al pozo, el te ayuda. Y dicen que no cobra casi
nada, solo lo que el cliente pueda o quiera dejar.
—Apenas tengo para tragar y tu
quieres que mande matar a mi suegra.
—Yo nomás te paso el dato.
Dos semanas después, Rigoberta y su
prima Matilde tomaron el autobús con rumbo a Remolino. El chamán les había dado
santo y seña de como llegar. El no atendía en Papantla.
Hay una carretera que sale de
Poza Rica y lleva a la comunidad de Coatzintla, municipio ubicado a dos kilómetros
y medio de distancia. Quince minutos después se llega a la zona arqueológica
del Tajín, y la siguiente parada es un lugar llamado el Chote.
Algunos pasajeros, indígenas totonacos
en su mayoría, descendieron y el chofer continuó su marcha. La siguiente parada
fue justo antes de llegar a un puente llamado “El Remolino”, que atraviesa el caudaloso
río Tecolutla.
Ese era el lugar indicado por el
chamán.
Tuvieron que descender a pie
sobre un camino lleno de piedras con muy poca vegetación. Poco a poco se acercaron
a la orilla del río.
Y finalmente lo vieron.
Estaba de espaldas, con la vista clavada
en el río. Era alto, de piel morena, vestía a la usanza de los totonacos,
pantalón y camisa blanca de manta, botines negros y un paliacate rojo al
cuello. No llevaba el sombrero.
Al verlo de frente, se percataron
de que tenía los ojos azules.
Solo aceptó hablar con Rigoberta.
Matilde se alejó hasta una piedra grande, junto al río, y ahí se sentó a
esperar.
—No quiero que le pase nada malo
a mi suegra. Solo quiero que hagas que mi esposo se salga de esa casa. Quiero
que me lleve a vivir a otro lado, aunque pasemos penurias. No soporto a mi
suegra.
—Eso no te arreglará el problema
—respondió el chamán mientras sacaba un frasco pequeño de su morral — ¡Esta es
tu solución!
Rigoberta titubeó. No quería ir a
la cárcel.
—Para que nadie sospeche de ti,
deberás cambiar la manera como te llevas con ella.
Rigoberta lo observó y escuchó
atentamente.
—Siempre es lo mismo: el miedo a que
los descubran. Este líquido hará su trabajo lentamente. Nadie notara nada, ni
siquiera tu. Esto va a tomar meses. Pero tienes que esforzarte por llevarte
bien con ella.
—¡No se puede hablar con esa
señora! ¡Es muy ladina!
—Tienes que esforzarte por dar tu
mejor cara. De tripas corazón. Si te insulta, no le respondas. Si te pide algo,
hazlo. Si te saluda, devuélvele el saludo. Sonríele siempre. Dale su lugar y esfuérzate
por respetarla. Que todos noten que tu estás haciendo el esfuerzo.
Rigoberta pensó en su padrastro y
todo lo que tuvo que aguantar y disimular para que su madre no la corriera de
casa. Estaba harta de fingir.
—Levántate antes que ella y hazle
café —continúo el chamán— aprende a guisar lo que a ella le gusta. No compitas
con ella por el amor de tu esposo, ella es la madre y tú la mujer. Nadie debe
sospechar de ti. Si haces lo que te digo, nadie te acusará de nada. Nos veremos
en este mismo lugar cada mes, a la misma hora. Ya se pueden ir.
El chamán colocó el frasquito sobre
una piedra, se alejó unos metros, y clavó de nuevo su vista en el río. No volvió
a voltear.
Las siguientes semanas fueron muy
difíciles para Rigoberta.
Comenzó a fingir, a hacer lo que
le dijeron. Lo más difícil era vaciar las gotas del frasquito sobre el jugo de
toronja que tomaba su suegra en ayunas. Ella misma se lo preparaba. Se sentía
sucia, miserable, condenada, pero aun así, no dejaba de vaciar el frasco cada
mañana.
Al siguiente mes, el chamán le
dio un frasco nuevo y le preguntó cómo iba todo.
Su suegra estaba mejor que nunca.
El jugo de toronja se lo habían recomendado para quemar grasa abdominal, y a la
muy ladina ya le ajustaban mejor unos pantalones de vestir que tenía.
—Muy bien. Seguimos con el mismo
plan. Recuerda, esto es un proceso lento, no verás efectos pronto. No debes
bajar la guardia. Sigue fingiendo lo mejor que puedas.
Rigoberta no fue totalmente
sincera con el chamán. Omitió un detalle muy significativo.
Desde que comenzó el
envenenamiento, su suegra comenzó a cambiar con ella.
Primero aceptó que le hiciera el
desayuno. Después se animo a enseñarle como cocinar el puerco en adobo que
tanto le gustaba a Juan José. Le contó anécdotas de cómo había conocido al
padre, y una tarde, con unas copas encima, se animó a contarle detalles íntimos
de su relación con el señor que la pretendía. Hasta le pidió consejos.
Pasaron dos meses y la situación
con su suegra mejoró a tal grado que ya no quería continuar con el trabajito.
Se había desahogado con ella por
lo mal que la trató su madre y su padrastro cuando era niña. Esa vez lloró
desconsolada como no lo había hecho nunca. Su suegra la abrazó, lloró con ella,
y le aseguró que nunca jamás tendría que tolerar nada de eso. Que ella estaba ahí
para lo que necesitara y que a su hijo lo había educado para amar y respetar a
las mujeres. Ella siempre estaría para lo que necesitara.
Su suegra había bajado dos tallas
y se veía muy bien. Rigoberta estaba convencida de que el veneno la iría
dejando en los huesos hasta el desenlace final.
Ya no podía más con esa
situación.
Tuvo que reconocer que la quería
y mucho. Y no importaba si la descubrían o no. No quería perderla. Así de
simple.
Sus citas con el chamán bajo el
puente Remolino tenían que terminar. Y haría lo que fuera necesario para
revertir el daño.
De ser necesario, le diré que la
cure y pase el mal a mi cuerpo.
El chamán la escucho atentamente.
Ambos sentados a la orilla del
río, dialogaron durante largo rato.
—¡No se que fue lo que pasó! ¡Mi
suegra de repente empezó a cambiar! No lo entiendo. Si tan solo se hubiera
portado bien desde el principio. No lo entiendo.
Rigoberta se llevaba las manos a
la cabeza, sentada, mirando hacia el suelo, derramaba lágrimas de arrepentimiento.
—Tu suegra no cambio en nada.
Ella sigue siendo la misma persona.
—Me refiero a su actitud hacia mí.
—Y te repito, tu suegra no ha
cambiado nada.
Rigoberta le iba a responder pero
el chamán le ganó la palabra.
—¡La que cambió fuiste tú!
Se quitó las lágrimas lo mejor
que pudo y balbuceó ¡Que! ¡Como!
“Te pedí que fueras amable con
ella y lo hiciste”.
“Te pedí que le hicieras el
desayuno, y lo hiciste”.
“Te pedí que la respetaras, y lo
hiciste”.
“Te pedí que elogiaras de corazón
sus avances en la dieta, y lo hiciste”.
“Te pedí que aprendieras a compartir
el amor de tu esposo con ella que es su madre, y aprendiste a hacerlo”.
“Te pedí que abrieras tu corazón y
le contarás tus penas, y lo hiciste”.
—Tu suegra, hija mía, correspondió
con el mismo amor que tu fingidamente le diste. Y con el tiempo, esa falsedad
se convirtió en algo auténtico en tu corazón. Porque el amor, querida hija mía,
no se puede dar de manera falsa. El amor es o no es. Existe o no existe, lo das
o no lo das. El amor, cuando es auténtico, se siente y se devuelve.
Rigoberta se tiró al suelo
desecha. Lloraba y gritaba amargamente. Pedía con desesperación que se la
llevaran a ella. Que no le pasara nada a su suegra.
—Nada le va a pasar. Ella está
bien. ¿Me escuchaste?
Rigoberta hizo un gran esfuerzo,
se incorporó y aun sollozando pregunto:
—¿Y el frasco?
—¡Solo era agua!
Hubo un silencio entre ambos. Solo
el ruido del agua y el canto de las calandrias se escuchaban alrededor.
—A ti te informaron mal acerca de
mí. Yo no soy ningún asesino. Yo no mato gente. Yo vine a este mundo a
enfrentar cara a cara el odio, el rencor, la avaricia, la perversión, y toda la
maldad que hay en el corazón de las personas. Esos son mis enemigos, y lucho
contra ellos hasta las últimas consecuencias. Mi lucha contra ellos es a
muerte, tal como lo enseño el Maestro hace dos mil años.
—¿Entiendes lo que te digo hija
mía? Ahora ve y vive la vida que Dios te regaló. Vívela de la mejor manera, de
la única manera que vale la pena vivirla. Tienes una nueva familia que cuidar y
por la cual luchar. Jamás regreses a este lugar.
Los pensamientos difusos y las
emociones confusas se disiparon del corazón de Rigoberta. De pronto todo se
aclaró en su mente. Todo cobró sentido otra vez. Volteó a ver al chamán para
abrazarlo, pero ya no estaba. Se levantó y lo buscó, pero ya no estaba. Solo un
grupo de golondrinas se veía a lo lejos; parecían ir siguiendo a alguien.
Rigoberta regresó a Poza Rica y se
bajo del autobús en el centro. Eran ya las 8 de la noche y había un gran
bullicio en las calles. Se sentía cansada y decidió tomar un taxi.
Al llegar a la casa de su suegra,
esta la esperaba con su esposo Juan José. Habían traído tostadas y taquitos del
restaurante Pic Nic, ubicado en la avenida Juárez, no muy lejos de ahí. Eran
sus antojitos preferidos.
—Que bueno que llegaste hija.
Vente a la mesa, están calientitos los taquitos. Los pedí sin cebolla y sin
tomate, como a ti te gustan.
—¿Todo bien mi amor? —preguntó su
esposo mientras la abrazaba y la besaba en los labios.
Rigoberta se sentó a la mesa, los
observó un instante a ambos, y respondió con una cálida sonrisa.
—¡Todo bien mi amor! ¡Todo bien!
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