En la fiesta de Xantolo – Parte 2 (Los Padrinos) - Historia Familiar.

 

Celebración y Misticismo.




Platón Sánchez, Veracruz. Noviembre de 1957.

 

Casilda Hernández cerró sus ojos un instante para saborear la estrujada en salsa roja y los frijolitos refritos con manteca de puerco. La cecina y el huevito en chile verde se habían terminado ya. Su esposo Fulgencio la observaba de pie, con un pedazo de pan en su mano y una tasa de chocolate hirviendo en la otra.

El cielo seguía nublado y el viento frío del norte había aminorado un poco. Frente al puesto de comida, comenzaba a formarse un grupo de personas para la comparsa del primer día de Xantolo.

Fue el padre de Casilda el primero que vio la comitiva a lo lejos:

—¡Mira hija! ¿Ya viste quien viene ahí?

En contra esquina de la plaza donde almorzaban, se ubicaba la casa de don Espiridión Cervantes, don Tonche para los amigos y familiares. Rico hacendado de la región y dueño de un próspero rancho ubicado en la Loma del Izote.

Ganadero y agricultor, dueño de parcelas y huertas dedicadas al cultivo del maíz, frijol, chile, calabazas, y una amplia variedad de frutas y legumbres. Producía y vendía quesos frescos, miel de abeja, piloncillo, y carne vacuna y porcina.

Y era muy aficionado al póker.

De esos que en una noche de juego podía perder un morral lleno de monedas de oro, y regresar a casa a dormir plácidamente.

Ese año de 1957 estrenaba su casa en Platón Sánchez, procedente de Tempoal, y lo hacía en grande. Se habían reunido todos su hijos, hijas, nietos, compadres y amigos entrañables. Xantolo era la ocasión ideal para recordar a los que habían partido y agasajar a los que estaban con él.

Casilda ubicó con prontitud las siluetas de sus padrinos y se levantó de golpe. Agarró a su esposo de la mano y comenzó a correr a su encuentro.

Eran Quintín Cervantes Betancourt, hijo mayor de don Tonche, y su esposa, Pomposa Jiménez Rivera. Eran sus padrinos de boda y confirmación.

No venían solos, los acompañaban una pequeña comitiva integrada por familiares muy cercanos: Susana Cervantes, hermana menor de Quintín, y su esposo Roberto Gómez. Esperanza Jiménez, hermana mayor de Pomposa, y su esposo Crescencio Güemes. Un poco más atrás, los seguían Roberto Jiménez, hermano mayor de Pomposa, y su esposa Chepita.

Al frente de la comitiva, junto a Pomposa, caminaba uno de los hermanos menores de Quintín: Silvestre Cervantes Betancourt, a quien llamaban Chivete de modo afectivo.

Fulgencio intento detener el trote cuando lo vio, pero Casilda lo jaló con fuerza mientras se abría paso entre las personas que abarrotaban la plaza.

—¡Madrina! —exclamó con júbilo mientras abrazaba a Pomposa con fuerza.

Inmediatamente después, hizo lo mismo con Quintín:

—¡Padrino!

Casilda estaba eufórica, feliz, radiante. Saludó con respeto al resto de la comitiva mientras Fulgencio saludaba a sus padrinos.

—¿Dónde está Alejita?

—Anda con su tía Zoila. Fueron a ver unas telas y a comprar unos vestidos. Ya sabes cómo son —respondió su madrina Pomposa con una sonrisa de oreja a oreja.

—No vayan a faltar al rato en casa de mi suegro. Ahí los esperamos para comer —continuó Pomposa.

Casilda y sus padres prometieron no faltar. Nunca lo hacían. Casilda se sentía parte de esa familia.

—¿Y a dónde van madrina?

—Vamos a ver a mi compa Julio, ¡Es danzante! —exclamó Pomposa con orgullo.

Julio Cervantes Betancourt, hermano de Quintín, se había apuntado ese año para participar en las comparsas de huehues (ancianos). Un baile tradicional de la fiesta de Xantolo en la que los danzantes se disfrazan con caretas de madera pintadas y vestimentas vistosas acordes al personaje que representan.

Al ritmo de sones huastecos, bailan en representación de los difuntos. La ceremonia se realiza en la calle y puede llegar hasta el interior de las casas, donde se les invita a comer y beber unos tragos asumiendo la personalidad de los difuntos. Es una tradición cuyas raíces se encuentran en las danzas de los pueblos nahuas en épocas prehispánicas.

Chivete señaló hacia la multitud y gritó ¡Allá va, es el de la máscara verde!

Quintín volteó a ver a su hermano con el ceño fruncido. Según la tradición, los danzantes bailan disfrazados para que la muerte, presente en ese evento, no los reconozca y regrese por ellos. Nadie podía saber la identidad de los participantes.

Casilda lo sabía y en lugar de buscar a Julio, admiró la presencia y el porte de su padrino Quintín.

De piel muy blanca, bajito de estatura, de complexión delgada pero muy fuerte, sus manos estaban tan callosas que parecían de piedra. Lo había visto en muchas ocasiones, siendo aún niña, derribar árboles grandes él solo usando únicamente su hacha.

Vestía pantalón estilo Topeka color gris, camisa de manga larga de lana a cuadros, y botines negros bien boleados. No usaba perfume, era un hombre de campo, agricultor, de esos que trabajaban de sol a sol, sin tregua ni descanso. Un hombre responsable, respetable, sin dobleces, de una sola pieza, y de pocas palabras.

Lo conocía desde que tenía uso de razón. Su padre trabajaba con él, eran amigos y compadres. Desde niña siempre supo que se casaría con un hombre igual a su padrino: muy trabajador, fuerte, guapo y formal.

Y Diosito le mando a Fulgencio. Lo amaba hasta la médula.

Las cosas no fueron fáciles, tuvo que enfrentar a su padre y luchar por el con todas sus fuerzas.

Su mente viajó cinco años atrás y recordó los pleitos y discusiones por el tema de su casamiento.

Nació en la localidad de Zacatianguis, ubicada a ocho kilómetros de Platón Sánchez. Desde muy niña, sus padres la llevaron a vivir al rancho de la loma del Izote, propiedad de don Tonche Cervantes. Su padre trabajaba en la labor en el rancho y era muy amigo de Quintín.

Desde muy niña, don Tonche y su esposa, doña Ángela Betancourt, se apalabraron con los padres de Casilda. Cuando creciera la querían para esposa de su hijo Chivete.

Cuando cumplió quince años se formalizó el compromiso y se le informó a Casilda que el hijo menor del patrón sería su esposo.

Casilda se opuso desde el primer día. Chivete era como su hermano, habían jugado desde niños. Se conocían. No podía aceptar esa decisión.

Su padre intentó hacerla entrar en razón. Con el tiempo aprendería a quererlo como hombre. Además, no podía deshacer un compromiso con don Tonche.

En un principio todos estaban felices por el casamiento. La familia Cervantes Betancourt se preparaba para una celebración en grande. La boda se realizaría en la Parroquia Nuestra Señora de Guadalupe, en la ciudad de Tempoal, Veracruz.

Después de la ceremonia, todos los invitados se desplazarían a un rancho ubicado en las afueras de la ciudad, propiedad de don Gonzalo Cervantes, hermano mayor de don Tonche. Música en vivo, comilona, bebida, y alojamiento para los invitados foráneos.

Pero Casilda tenía otros planes.

Una de las cosas que más molestaron a don Tonche fue que Casilda hubiera logrado imponerse a su propio padre. No lo entendía y no lo aceptaba. La boda se cancelaba, pero no asimilaba que esa chiquilla traviesa a la que el mismo quería tanto, hubiera tenido el carácter para imponer su voluntad a su propio padre. Cuando este se enteró de lo que decía don Tonche, corrió a Casilda de la casa.

Casilda, en su desesperación y con el rostro bañado en lágrimas, buscó apoyo en su madrina Pomposa Jiménez, y lo encontró en abundancia.

Aquella noche Casilda desahogó su coraje y su llanto en el regazo de su madrina. Quintín presenciaba la escena.

—Ya mi niña hermosa, no llores más. Todo se va a solucionar.

—¡No puedo madrina! ¡No quiero casarme con el!

—No te preocupes mi niña. Veremos como arreglamos esto —respondió con rostro preocupado mientras observaba a su esposo.

Esa noche durmió en la casa de sus padrinos. Mientras se quedaba dormida, escuchaba la conversación entre ambos. Pomposa era la que hablaba. Quintín se limitó a responder:

—Está bien, yo mañana platico con él.

Quintín y Pomposa decidieron tomar el problema en sus manos y encontrarle una solución.

Casilda era su ahijada. La conocía desde que nació. Don Tonche y doña Angela fueron sus padrinos de bautizo, y ella y Quintín habían sido sus padrinos de confirmación. Pomposa entendía a la perfección por lo que pasaba la muchacha. Quince años atrás ella misma había vivido lo mismo. Huérfana de padre y madre, quedó al cuidado de su abuela materna, la señora Celestina Morales, la güera Celestina.

Celestina arregló un matrimonio para ella con Quintín Cervantes Betancourt, el hijo mayor de don Tonche Cervantes y doña Angela Betancourt.

La familia Cervantes recibió a Pomposa con los brazos abiertos y de inmediato se convirtió en una hija más para Tonche y Angela. Quintín tenía ocho hermanos menores, entre hombres y mujeres. Todos la adoraban. Sus cuñadas menores jugaban con ella, sus cuñados la querían y la protegían. Y su esposo, Quintín, se convirtió en el amor de su vida.

Dios aprieta pero no ahorca dice el refrán, y cuando premia lo hace en abundancia. El crecer sin el calor y el amor incondicional de su madre, y sin la protección de su padre, fue compensado abundantemente con una hermosa familia y un gran hombre como esposo.

Pomposa tenía una personalidad muy especial. Era inteligente, buena para los números, tenaz, muy trabajadora, hábil para el trabajo manual e intelectual. Con el tiempo se convirtió en la mano derecha de su suegro en asuntos de finanzas. Era la de las números. La que hacía los cálculos para pagar a los peones y comprar mercancía.

Aunado a esto, tenía un corazón que no le cabía en el pecho. Era una mujer muy dulce y amorosa. Regalaba su sonrisa y amor a manos llenas, sin límites. Poseía una extraña mezcla de bondad, dulzura en el trato, y asertividad en sus pensamientos y decisiones.

Era también una gran diplomática que intervenía, cuando lo consideraba necesario, para abogar por sus cuñados en las disputas que estos tenían con don Tonche.

Dios le dio una familia, y a los Cervantes les regaló una esposa, una hija y una madre para todos.

 

Pomposa dialogó y convenció a sus suegros. No le fue difícil. Sabía como hablarles y tenía los argumentos necesarios para hacerles ver que el espíritu de su ahijada se apagaría lentamente si la obligaban a casarse con Chivete.

Quintín por su parte, se llevó al padre de Casilda a su huerta, y platicaron toda la tarde. Finalmente lo pudo convencer, al calor de una botella de aguardiente.

El compromiso se canceló y todo mundo quedó en paz. Por irónico que parezca, Chivete no se enteró hasta tiempo después por boca de la misma Casilda. Con el tiempo comenzaron a bromear sobre lo acontecido y cuando se veían, Chivete le decía como estas esposa mía.

Tres años después, con dieciocho años recién cumplidos, Casilda se casó con Fulgencio, oriundo de Tepetatipán y propietario de una pequeña porción de terreno que el mismo cultivaba.

La fiesta de la boda la celebraron en la loma del Izote (el rancho de don Tonche) a petición de Quintín y Pomposa. Ellos fueron sus padrinos.

 

Fue el sonido del violín lo que la trajo de regreso al presente.

Frente a ella y su esposo, pasaba la comparsa de danzantes bailando al ritmo del son de la culebrita. Habían tomado camino rumbo a la casa de don Tonche, donde Julio Cervantes danzaría en honor a sus ancestros, y los honraría bebiendo un poco de mezcal.

Música, baile, jolgorio, gritos y mucha alegría a lo largo y ancho de la calle.

Del otro lado, pudo ver a su madrina Pomposa haciéndole señas. Ya iban de regreso a la casa grande.

Allá los esperaban.

 

Continuará…

 

 

 

 




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