En la fiesta de Xantolo – Parte 3 (La Celebración) - Historia Familiar.
![]() |
XANTOLO. |
La casa de Tonche Cervantes
estaba repleta de gente. Familiares y amigos se reunían año tras año desde mucho tiempo atrás. Celebraban el día de muertos con dos altares, uno de siete niveles
ubicado en el patio trasero de la casa. Y el otro de tres niveles, ubicado en
la sala principal.
Estaban todos sus hijos e hijas
reunidos. Quintín y su esposa Pomposa, Pablo, Julio, Lourdes y Silvestre. De
sus hijas, Hortensia, Susana y Zoila. Todos y todas con sus respectivas
parejas.
Habían llegado también las
hermanas de Pomposa, Esperanza y Tina Jiménez, con sus respectivos esposos. Don
Crescencio Güémez era muy amigo de Tonche y Quintín. También llegó el hermano
mayor de Pomposa, Roberto Jiménez y su esposa Chepita.
En el patio trasero había más
gente, estaba lleno el lugar. Se escuchaba un dueto de guitarras y un cantante.
Era don Roberto Gómez, esposo de Susana.
Doña Ángela Betancourt, su hija Susana y su nuera Pomposa, se habían encargado personalmente de
preparar toda la comida con ayuda de varias comadres que vinieron desde la loma
del Izote para hacer los tamales, el puerco en adobo, la cecina, el pozole, los
bocoles, los molotes, el zacahuil, el mole con arroz y las enchiladas verdes y
rojas con queso fresco traído de la loma.
Abundantes vegetales y frutas de
la región: jobo, capulín, ciruelas, guanábanas, chirimoyas, chicozapotes, pan
de muerto y chocolate hecho con cacao original, molido también en la loma.
Don Tonche tomaba el chocolate disuelto
en agua fría y sin azúcar, tal como lo bebía el gran Huey Tlatoani Moctezuma Xocoyotzin;
aquel que murió intentando contener el avance de los españoles en el altiplano
mexicano.
Fue Pomposa la primera en advertir
que se había hecho mucha comida.
—Traten de no llenarse. Al rato nos
vamos de viaje y allá también nos esperan con comida.
Nadie la escuchó.
Estaban ya bailando al ritmo de sones
de costumbre.
—Vengase madrina chula, vamos a
bailarles.
Casilda la tomó de la mano y
juntas iniciaron la danza frente al altar. Pronto se les unió Julio, Chivete,
Lourdes y Pablo Cervantes. Después Roberto Jiménez y Chepita, y al último se
integraron Esperanza Jiménez y su esposo Crescencio. Bailaban con suavidad y reverencia.
El son de costumbre es un tipo de
son que se toca en la huasteca durante los días de muerto. No es huapango y no
es cantado. Solo música de violín, jarana y guitarra huapanguera. Sus ritmos
son semi lentos, repetitivos, melancólicos y ritualistas. El baile es sencillo,
generalmente dos pasos que se repiten durante toda la melodía. Los danzantes
entran en una especie de trance que solo termina hasta el final de la danza.
En la entrada de la casa, Quintín,
Fulgencio y su suegro observaban la danza mientras bebían aguardiente traído de
Huejutla, Hidalgo.
En una de las habitaciones contiguas a la sala principal, don Tonche jugaba a las cartas con su compadre don Guilebaldo Flores y otros amigos que habían llegado de Tantoyuca y Tempoal.
Jugaban albures.
La mesa estaba desbordante de monedas de oro y plata. Tonche
había perdido ya todo el oro que tenía en su morral y se apalabraba con su
compadre para la venta de una vaca y dos becerros.
A la distancia, doña Angela
observaba la escena en silencio y movía la cabeza en señal de desaprobación Ay
Tonche cuando vas a aprender.
Sentaditas en un rincón, doña
Celestina Morales, abuela de Pomposa, y doña Isabel Betancourt, madre de Ángela,
observaban con melancolía la danza mientras daban pequeños sorbos a sus tasas
de chocolate.
Chabelita, como la llamaban de
cariño, era una venerable anciana de pelo rubio, ojos azules y mirada
melancólica. Sus ancestros, procedentes del sur de Francia, habían sentado sus
reales en Huejutla Hidalgo, en épocas de la invasión del ejército francés en
tiempos de Maximiliano. El apellido original era Bethencourt; el vocablo “en”
en francés se pronuncia “an”. Con el uso castellanizado pasó de Bethencourt a
Betancourt.
Los danzantes hicieron una pausa
y Pomposa aprovechó para dirigirse a todos los presentes.
—Ya va siendo hora de que comencemos
a reunirnos en la calle para iniciar el viaje.
Salió al patio donde todo mundo celebraba
y bebía alegremente. Pidió un momento de silencio a su compa Beto, y se dirigió a los invitados:
—Están todos invitados a viajar
con nosotros. Vamos a reunirnos en la calle para iniciar el viaje ya pronto.
Hay lugar para todos.
El único que respingó fue don
Tonche. Había comenzado a recuperarse en los albures y no iba a permitir que
nada ni nadie se interpusiera. La suerte llega por momentos y solo los audaces saben
aprovecharla sin temor, como un salto al vacío. Era su momento y no lo iba a dejar ir.
—Suegro, el año pasado nos hizo
lo mismo, lo mismito. ¿Y cómo terminó? —preguntó Pomposa con respeto.
Don Tonche no respondió.
—Pos tuvo que vender tres vacas pa pagar lo que perdió —intervino doña Angela, su esposa.
—No digas mentiras mujer. ¡Tu ni
estabas ahí! —respondió don Tonche medio encabritado.
—¿Ah no? Yo lo vide, yo misma lo
vide cuando se llevaron las vacas —replicó doña Angela con voz calmada.
—Bueno suegro, no se enoje. Vamos
a ir saliendo todos, todos lo que nos quieran acompañar. No es un viaje largo.
Si se anima, ahí lo vamos a esperar un rato.
La calle se llenó de pura parentela
y amistades. El camino era cuesta abajo. Algunos llevaban harto licor para el
camino, otros llevaban pan y chocolate, y los de atrás habían llenado morrales
con zacahuil, tamales, bocoles de frijol de vaina con huevito y mucho chile
verde para el camino. Algunos hacían el viaje por primera vez y no se confiaban
del todo. Le creían a Pomposa de que habría comida al llegar, pero preferían
tomar sus precauciones.
Al frente de la comitiva, el trío
Los Atlapetes arrancó con el son El Recibimiento, y la comitiva se puso en
marcha.
Pomposa y Quintín iban al frente
y cuando estaban ya por salir del pueblo, voltearon hacia atrás y pudieron ver
que don Tonche se había integrado de última hora. Venía al final con algunos de
sus compadres insistiendo que solo haría el viaje por una invitación que
recibió de última hora.
El recorrido transcurría sin
novedad, con mucha música y algarabía. Todos iban felices. Todos sabían a donde
iban, algunos habían hecho el viaje tantas veces que habían perdido la cuenta.
Justo al llegar a una cañada, al pie del cerro, se abrió un espacio luminoso del que emanaba una música extraña y un fuerte aroma a cempasúchil. Instantes después comenzó a salir gente.
La
primera en aparecer fue Alejandrina, hija mayor de Quintín y Pomposa.
El grito de euforia fue intenso
por parte de toda la comitiva. Se le veía radiante, hermosa, bellamente
ataviada, sus ojos brillaban y su rostro expresaba la felicidad más grande y pura
que pueda imaginarse.
Junto a ella, tomadas de la mano,
caminaba Zoila, la hermanita menor de Quintín. Sonreía y saludaba con su mano a
todos en la comitiva. Reía mucho y por momentos bailaba al ritmo del son.
Detrás de ella apareció Héctor,
hijo menor de Quintín y Pomposa. Se desplazaba rápidamente, ataviado en una
túnica blanca resplandeciente y con su cabello largo hasta los hombros. Traía una
guitarra en sus manos y cantaba una canción mientras se acercaba.
Inmediatamente después, apareció
Dorita, nieta de Pomposa. Radiante y juvenil. Entallada en un huipil del cual
emanaba luz multicolores. Sonreía alegremente mientras cargaba en sus brazos a
un hermoso niño de pelo rubio y piel sonrosada. Era Milton, nieto de Pomposa.
Con la gracia típica de los niños, sonreía y mandaba besos a toda la comitiva mientras se
acercaban.
Pomposa y Quintín lloraban de
alegría.
De la misma cañada fueron saliendo
más seres queridos: Román, Adolfo y Delfina, hijos de Esperanza Jiménez y su
esposo Crescencio. Angelito, hijo de Susana también se dirigía hacia ellos. Lupita
y Chabelita Flores aparecieron con todo el esplendor de su belleza, eran sobrinas
de Pomposa y se acercaban acompañadas de su padre, Adán.
Poco a poco se fueron integrando
a la comitiva mientras recibían besos y abrazos de todos. Algunos les ofrecían
chocolate, otros aguardiente, y pronto se le vio a Román saborear unos bocolitos
rellenos de frijol y queso.
Héctor, Alejandrina, y Dorita con Milton en brazos, abrazaban
con fuerza a Pomposa. Lloraban de alegría mientras Quintín los cubría a todos en un fuerte abrazo.
El tío Pablo y el tío Julio se
acercaron y les ofrecieron un poco de aguardiente, Héctor declinó pero
Alejandrina y Zoila no les hicieron el desaire.
Al fondo, Tonche gritaba para que
se acercaran. El primero en llegar fue Héctor, quien le cantó de inmediato la
canción que tanto le gustaba.
La comitiva seguía avanzando y
pronto se vieron de frente con otro grupo de personas. Uno de ellos insistía en
que conocía a los Cervantes y pedía unirse.
Era Oscar, el yerno de Pomposa y
Quintín. No venía solo. Lo acompañaban sus hermanos Jesús y Jorge, su padre
Praxedis, su abuela Elisa con sus hermanas Rafaela, Josefa, Ramona, y los
padres de ellas.
Casi al final de ese grupo venían doña Amalia, madre de Oscar, y su hermosa nieta, Adriana. Reían y saludaban a todos los asistentes mientras se aproximaban al contingente. Alejandrina y Héctor corrieron a su encuentro y las abrazaron durante largo rato.
Iban todos hacia el mismo lugar y fueron bienvenidos con alegría.
Estaban ya próximos a llegar a su
destino.
Hicieron un alto justo en el lugar
donde el camino se abría con multitud de rutas opcionales.
El primero en hablar fue Pablo
Cervantes. Era el más alto de todos. Había heredado el porte de su madre y su
abuela materna. Con un metro y ochenta y cinco centímetros
de estatura, su presencia imponía.
Dirigió sus palabras a su cuñada:
—Pomposita, ¿Ahora para donde
jalamos?
La numerosa comitiva se
arremolinó alrededor de ellos. Pidieron al trío que dejara de tocar, y
escucharon con atención.
—Pues mira compa Pablo, y todos
los aquí presentes. Lugares a donde ir ¡Sobran!
Todos gritaron de júbilo.
Pomposa retomo la palabra.
—Podemos ir a Poza Rica, ahí
siempre nos esperan. También tenemos ciudad Victoria, Monterrey, Guadalajara,
Tampico, Tehuetlán, Querétaro, Michoacán. Bueno, con decirles que hasta en los
Estados Unidos nos esperan.
Hubo aplausos, hurras y redobles
con la guitarra y la jarana.
—¿Tenemos que elegir un lugar
solamente? ¿O podemos ir a varios? —insistió Pablo.
—Podemos hacer lo que queramos
—respondió Pomposa— Podemos ir a un solo lugar, o separarnos e ir cada quien a
donde desee, o bien, podemos ir en grupo a visitar todos los lugares donde
nos están invitando. Tenemos permiso. Nomás hay que estar de regreso todos mañana
aquí, en este lugar, a la misma hora.
De inmediato inició una alegata
ruidosa entre todos. En algo si estaban de acuerdo: querían visitar todos
los lugares donde los esperaban con ofrenda, música y mucho amor. En lo que no
se ponían de acuerdo era por dónde empezar.
Desde el fondo se escuchó la voz
fuerte y enérgica de don Tonche Cervantes.
—Yo voy a iniciar el viaje
visitando Matamoros. Me invitaron con mucho afán y quiero empezar ahí. ¿Quién viene
conmigo?
Al otro extremo de la comitiva se
escuchó una voz ronca y potente:
—¡Yo mero don Tonche!
Era Oscar, el yerno de Pomposa y
Quintín.
—Pasamos a Matamoros y de ahí, lo
invito a Victoria y cerramos en la Florida. ¿Cómo ve?
Sus hermanos Chuy y Jorge, su
padre Praxedis, su madre Amalia junto con Adriana, y toda la familia Aguiar, se
apuntaron también.
Don Tonche sonrió, extrajo una
botella de aguardiente de su morral, y exclamó:
—¡Pos vámonos!
Hasta el frente de la comitiva, Pomposa y su hija Alejandrina se miraron sonriendo mientras el resto de la gente se alineaba para bajar a Poza Rica. Iniciarían ahí.
Ya se percibía el olor del
cempasúchil y el copal.
Ya se escuchaba la música y el
ajetreo.
Ya se veían las veladoras
encendidas.
Ya se sentía el ambiente
conmemorativo.
Ya los estaban esperando.
Que narración tan lúcida y emotiva, de todos los que ya se adelantaron, hay mucha familia que se extraña tanto y los quisiéramos teneraqui
ResponderBorrar