El Cardiólogo
En la Cordillera de los Andes. |
Viernes 17 de Agosto del 2017.
<<Les pido que cierren sus
ojos unos instantes y traten de apreciar el silencio que se siente en este
lugar.
Un silencio parecido es el que se
percibe cuando estás en la montaña de la cordillera de los Andes, a más de 4000
metros de altura, con temperaturas de 30 grados bajo cero en las noches, perdido,
medio muerto, sin agua, sin alimentos, y sin las vestimentas adecuadas.
Lo sé porque yo estuve ahí, y
volví para contarlo.
El 13 de Octubre de 1972, un
grupo de amigos y compañeros de colegio nos dirigíamos de Uruguay a Chile.
Tenía 19 años, estudiaba el segundo año de medicina. Viajábamos para jugar un
partido de rugby con el seleccionado juvenil chileno.
Planeábamos pasar un fin de
semana en la ciudad de Santiago, cumplir nuestro compromiso deportivo, y pasear
por la ciudad visitando bares y lugares de ocio.
En total viajábamos 45 personas,
entre compañeros, familiares y amigos. La primera escala fue de Montevideo a
Mendoza, Argentina. Ahí tuvimos que pasar la noche por mal clima en la
cordillera. A la mañana siguiente, salimos de Mendoza con rumbo a Santiago.
Nunca llegamos.
El avión en que volábamos chocó
contra el pico de una montaña. El avión perdió
sus dos alas, la parte trasera, y se precipitó sobre una de las laderas de la montaña.
En esos primeros minutos murieron
21 personas (compañeros y familiares) que salieron volando por los aires al
desprenderse la parte trasera.
Con el impacto en la nieve
murieron los dos pilotos y varios compañeros resultaron con fracturas, piernas
quebradas, y otras heridas en sus cuerpos.
El resto de mis compañeros y yo,
por increíble que parezca, salimos ilesos ese primer día.
En un principio, nos organizamos
y acomodamos como pudimos el poco fuselaje que había quedado. Estábamos atrapados
en medio de una estructura metálica que medio nos protegía de la nieve. La primera
noche que pasamos en la montaña fue espantosa, infernal, digna de un cuadro del
infierno de Dante. La temperatura descendió rápidamente a 30 grados bajo cero,
y los heridos gritaban de dolor, y los demás temblábamos de miedo, angustia, y
de frío. Esa sería nuestra vida durante dos meses y medio.
Durante los siguientes días
esperamos a ser rescatados hasta que al cabo de diez días, escuchamos por la
radio que las labores de búsqueda habían concluido y que éramos declarados
oficialmente desaparecidos y muertos.
Así, de pronto, una mañana escuchás
que el mundo te ha declarado muerto. Vos ya no existes. Vos ya no vales. Tus
familiares te lloran, prenden veladoras, elevan plegarias por el descanso de tu
alma, piden a la Virgen que interceda por vos ante Dios nuestro Señor, mientras
tu te sigues congelando en la cordillera.
Posteriormente sufrimos varios
aludes, creo que acá ustedes les llaman avalanchas, las cuales cobraron más
vidas. En uno de esos aludes, 8 compañeros perdieron la vida.
Intentamos varias excursiones
para buscar ayuda pero fue en vano. La cordillera en esa época está cubierta de
nieve y fue imposible avanzar.
Los primeros días comimos de una
lata de mariscos y una barra de chocolate, pero esto se termino muy pronto y comenzamos
a perder peso, energía y ánimo por luchar.
Estábamos perdidos.
Nadie iría por nosotros. En el
accidente nos habíamos salvado solamente para alargar la agonía. No había
salida.
Para ser sinceros, no recuerdo
quien fue el primero que planteó la idea:
Los amigos, familiares y los
pilotos muertos los habíamos acomodado a un lado del fuselaje. Sus cuerpos permanecían
en perfecto estado por las bajas temperaturas.
Yo tuve algunos pensamientos muy
locos pero fue alguien más quien una tarde, tirados dentro del fuselaje y
esperando la muerte por inanición, lanzó una frase que retumbó en los oídos de
todos.
—Che loco, definitivamente me
estoy trastornando por completo. ¿Sabes en que he estado pensando? Mas bien fue
un sueño: soñé que nos alimentábamos con los cuerpos de los muertos. ¿Podés
creerlo?
—Vos no sos el único —respondió
alguien más— yo he tenido el mismo sueño.
Fuimos varios los que admitimos
haber soñado o pensado seriamente en la posibilidad de comernos a los muertos
para sobrevivir. Pero fue hasta ese día en que nos sinceramos y lo planteamos
como una posibilidad concreta.
Mis compañeros y yo hicimos un
pacto: no rendirnos nunca y luchar de frente contra la muerte hasta sus últimas
consecuencias. Si moríamos, lo haríamos luchando, codo a codo, sin rendirnos,
hasta el último aliento.
Y tomamos la decisión más
dramática de nuestras vidas: usar los cuerpos de nuestros amigos muertos para
sobrevivir.
Y así lo hicimos. Durante el
resto de nuestra estancia en la cordillera, consumimos sistemáticamente los
cuerpos de nuestros amigos. Primero fue la carne de las extremidades,
posteriormente consumíamos también los órganos internos.
Después de unos días de
preparación, salimos de la cordillera y caminamos durante diez días, a la
deriva, con una sola idea: caminar hacia el oeste hasta morir o llegar a tierra
firme.
Ese fue mi compromiso con mis
compañeros: caminar y no claudicar hasta que la muerte me sorprendiera. Mi compañero
Nando se comprometió a lo mismo.
Diez días después, logramos
descender lo suficiente para llegar a un ranchito donde un humilde arriero
cuidaba a sus vacas. Era don Sergio Catalán.
El 22 de diciembre de 1972, mi
amigo Nando Parrado y yo fuimos rescatados. Dos días después, unidades de
rescate del ejercito chileno se encargaron de rescatar al resto de mis
compañeros que se habían quedado en la montaña.
De los 45 que iniciamos el viaje
de Montevideo, solo sobrevivimos 16.
Yo soy uno de ellos.
Esta es mi historia. Una historia
que marcó mi vida hasta un punto en el que fui transformado por completo.
Agonía, sufrimiento, terror y muerte, fueron nuestras compañeras durante los
dos meses y medio que permanecimos en la cordillera. Pero también nos
acompañaron la esperanza, la fe, el amor por la vida, el amor por nuestros
seres queridos, y el infinito amor del Dios de la Montaña que no nos abandonó
nunca.
El amor de Dios y mi
determinación por vivir son las razones por las cuales estoy esta mañana aquí
con ustedes. He tratado de honrar la vida que me fue devuelta, llevando un
mensaje de esperanza a todo aquel que quiera escucharlo. Se lo debo a mis
amigos que murieron en la montaña. Se lo debo al Dios que me habló en los
momentos más oscuros y trágicos de mi existencia. Y se lo debo a ustedes, las
nuevas generaciones.
Muchas Gracias>>
El público que asistía a la
conferencia estalló en aplausos. Mucha gente estaba conmocionada hasta las
lágrimas. Otros simplemente se negaban a creer la historia. Era demasiado cruda
y horrorosa para ser verdad, sobre todo porque nadie sobrevive a un accidente
aéreo en las montañas.
El maestro de ceremonias dio las
gracias al conferencista y dio comienzo a la sesión de preguntas y respuestas.
El conferencista permanecía
parado, viendo a la concurrencia, esperando la primera pregunta. Nadie se
atrevía a levantar la mano.
¿Qué se le pregunta a un
sobreviviente que salió del mismísimo infierno? ¿Qué se le pregunta a un hombre
que vivió y superó algo tan trágico?
El orador, acostumbrado al
impacto que producía su historia, decidió romper el hielo. Con una sonrisa, una
voz cálida, y un melodioso acento sudamericano, exclamó:
—No tengan miedo. Pueden
preguntar lo que sea. He llevado este mensaje a muchos lugares del planeta
durante décadas. Mi propósito es siempre el mismo: mostrarles que siempre hay
un camino, que no debemos rendirnos nunca. Que en el interior de todos ustedes
hay una fuerza tan grande que los puede llevar a lugares insospechados. Que en
su interior está la clave para escuchar a aquel que nos habla sin decir
palabras. Eso es todo. Anímense y hagan sus preguntas.
El recinto estaba lleno pero
nadie se atrevía a levantar la mano.
De pronto, el conferencista mismo
le indica al maestro de ceremonias:
—¡Mirá! ¡Mirá! Alla hay una joven
que está levantando la mano. Un micrófono por favor.
Era una joven estudiante que
había asistido a la conferencia como parte de su formación doctoral. Tímidamente
se dirigió al orador.
—Tengo un nudo en la garganta.
Lloré durante su conferencia. Lamento muchísimo la tragedia que vivieron usted y
sus compañeros. En verdad, no puedo entender como lo lograron. Mi pregunta es:
¿No le dieron ganas de rendirse mientras caminaba con su amigo para buscar
ayuda? ¿Qué sentía saber que estaba perdido?
El orador sonrió y respondió:
—No importa estar perdido si
estas en la dirección correcta. Las ganas de rendirme estaban conmigo todo el
tiempo, eran mis compañeras de viaje. Pero ahí aprendí que muchas veces vamos
por la vida sintiéndonos perdidos. Yo te digo a vos esta mañana, si te sentís
perdida, no te desanimes, solo verifica la brújula de tu vida, asegúrate de que
vas por el camino correcto, esfuérzate sin claudicar, y el resto déjaselo a tu
padre celestial, ese a quien yo llamo el Dios de la Montaña.
—¿Y si resulta que iba por el
camino incorrecto? ¿Si al final fracaso?
—El éxito y el fracaso son
siempre relativos. En la vida tenemos ambos. No tengas miedo a fracasar. Es lo
más humano del mundo. Quien te diga lo contrario, miente por ignorancia.
—Es que la sociedad, los padres,
la escuela, ósea todo, todo nos exige que alcancemos el éxito, y si no lo
hacemos, somos fracasadas.
—Hay que aprender a caminar
—respondió el conferencista— y a hacer las cosas bien. Los resultados vendrán o
no vendrán. A veces no llegan, pero vos tenés la convicción de haber dado tu mayor
esfuerzo, de haber puesto corazón y vida por algo bueno, y eso es lo que más
vale. No te rindas. Si te vencen, ten la satisfacción de perder luchando. Y
jamás pierdas la fe en Dios.
El maestro de ceremonias dio el
micrófono a otra persona.
—¿Cómo le hizo para superar la
repulsión por comer carne humana?
—Fue un dilema muy grande. El más
grande al que me he enfrentado en la vida. Me aterraba la idea de profanar los
cuerpos de mis amigos. Me sentía un traidor, una bestia. No quería hacerlo en
un principio, aun sabiendo que era la única forma de seguir viviendo. Tenía la
otra opción, la más correcta en apariencia: dejarme morir con dignidad. Pero hubo
algo que me hizo encontrar la luz. Años antes mi madre y yo habíamos asistido
al sepelio de un compañero. Mientras regresábamos a casa, me repetía que si
ella perdía un hijo se moriría de tristeza. Y ese fue el punto de quiebre. Decidí
que no quería que mi madre muriera de tristeza por mi culpa, al menos no si
podía evitarlo. Decidí que haría lo que fuera, literalmente lo que fuera, por
vivir y devolverle la alegría a mi madre. Con el tiempo, todos acordamos que si
alguno moría, autorizábamos a que se usaran nuestros cuerpos para alimentar a
los vivos.
—Después de que regresó a la vida
normal. ¿A qué se dedicó?
—Que bueno que me lo preguntes.
Yo regresé al Uruguay y completé mis estudios de Medicina. Posteriormente me
especialicé en Cardiología Infantil. Toda mi vida me he dedicado a atender
niños con problemas cardiacos. Cuando regresé de la cordillera, me comprometí
con Dios a dedicar mi vida a salvar otras vidas.
La audiencia se conmovía con las
respuestas y más personas se animaron a realizar preguntas al conferencista.
Media hora después, el maestro de
ceremonias pidió al conferencista que diera unas palabras finales para el
público y dar por terminada la exposición.
—Claro, con gusto. Cuando tenía 19
años, el avión en el que viajaba se cayó, y con el se derrumbaron mis
expectativas de vida. Gracias a Dios y la unión y amor de mis compañeros,
logré, logramos, regresar a casa. Se que todos los aquí presentes están
luchando actualmente con su propia cordillera. Se que a muchos se les ha caído
el avión de la vida. Mi mensaje es que nunca pierdas la fe, nunca te rindas,
nunca dejes de luchar, siente amor por ti mismo, valórate, valora a tus seres
queridos y amigos, tu trabajo, tu escuela o lo que estes haciendo. Busca tu lugar
en la vida y que no se te tenga que caer el avión para ver todo lo que ya
tenés.
Mi nombre es Roberto Canessa, y
soy sobreviviente de los Andes.
Excelente relato
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