Giovanni el Escritor

 

Reflexiones Profundas




A mediados de la década de 1970, en ciudad Victoria, Tamaulipas vivió Giovanni Castro, a quien todos apodaban “el pendejo”.

Corría el año 1976, tenía veinticinco años, vivía con su abuela en una antigua casa ubicada al sur de la ciudad, en la calle Democracia, a unos cincuenta metros del Paseo Méndez.

No estudiaba ni tenía empleo fijo.

Solía pasar los días haciendo mandados a los vecinos, llevando encargos y mensajes, y cobrando una cuota mínima por sus servicios. Todo lo que ganaba lo aportaba íntegro para los gastos de la casa.

Por increíble que pudiera parecer, Giovanni estaba juntando para su retiro.

Todas las tardes se reunía con amigos y conocidos en la tienda del güero, ubicada a dos cuadras de su casa, en la esquina de la calle veinte de Noviembre con Gutiérrez de Lara.

La tienda del güero era la peor de toda la zona. Nunca tenía nada. Pero era el punto de reunión de la palomilla del barrio.

Ahí pasaba Giovanni las tardes, siendo el hazmerreir de todos. Los más viejos aseguraban que no había hombre más pendejo que él. Y se esforzaban por demostrarlo.

Había dos hombres ya muy entrados en años. Dos viejillos que juraban haber tomado la ciudad de Torreón bajo las órdenes de su general Francisco Villa, en aquellas épocas de la revolución. Siempre estaban en el local.

Ponían dos monedas sobre el mostrador: una de a peso con la imagen del generalísimo Morelos, y otra de diez pesos con la imagen del cura Hidalgo. Y le daban a escoger:

—A ver pendejo —decía uno de ellos— fíjate bien y dinos con cual moneda te quedas. La que tu digas te la regalo.

Giovanni miraba siempre con asombro ambas monedas, e invariablemente terminaba eligiendo la moneda de a peso. Las de diez pesos tenían forma hexagonal y no le gustaban

Eso desataba las risas y burlas de los viejillos revolucionarios y de todos los que se reunían.

—¡Como serás pendejo Gio!

A Giovanni no le importaba. Se reía junto con ellos y tomaba su moneda de a peso.

En una ocasión uno de los viejillos, el más carcamán, se animó a llevar a su esposa para que viera con sus propios ojos que la historia del pendejo era verídica.

Era tal su fama que a veces llegaba gente desde la vía del tren o desde el rio San Marcos, a cuatro cuadras de distancia, solo para verlo elegir la moneda de a peso. En una ocasión, un niño que vivía justo en la esquina del Veinte y Guadalupe lo increpó:

—¿Por qué siempre escoges la moneda de a peso? ¿Qué no ves que la de diez vale más?

Giovanni solo se encogió de hombros, comenzó a reír y a bailar al ritmo de las palmas de los demás. Como el buen pendejo que era.

No faltó quien le fuera a decir a su abuela.

Y esta lo confrontó.

Doña Matilde Montelongo Gámez era una señora de sesenta y cinco años, viuda, jubilada del magisterio donde trabajó toda su vida. Giovanni era su único nieto.

—Me han venido a decir que te reúnes en la tienda del güero para hacer payasadas y cobrar un peso a cambio. ¿es verdad eso?

—Pos algo así abuela.

—¿Es verdad sí o no?

Giovanni se dirigió a su recámara, sacó una alcancía y depositó el peso ganado aquel día.

Su abuela no se dio por vencida y lo siguió:

—¿Cómo está eso de que te apodan el pendejo? ¿Quién te dice así? ¡Dame su nombre!

Giovanni descubrió que su abuela sabía lo que ocurría cada tarde, con todos los detalles. Estaba al tanto del jueguito de las monedas. Sabía que su nieto siempre elegía la de a peso y que todos se reían de el mientras este celebraba bailando. Sabía que le llamaban el pendejo. Lo sabía todo.

—¡Si al menos fueras más listo y tomaras la moneda de diez pesos!

Giovanni palideció al escuchar a su abuela.

—¡No abuela! ¡Eso no! ¡Ni lo mande Dios!

Doña Matilde se quedó de una sola pieza y por primera vez en veinticinco años, comenzó a sospechar que su nieto estaba, o muy loco, o muy pendejo.

Giovanni la tomó de las manos con dulzura y paciencia y ambos se sentaron a la mesa.

—Si yo tomo la moneda de diez pesos, se termina el show abuela.

—¿Cómo? —exclamó la abuela muy extrañada.

—Hay un par de viejillos que se reúnen todas las tardes en la tienda del güero. Calculo que tienen más de cien años cada uno. Ah pero se creen revolucionarios, de los dorados de Villa.

—¡Ah caray! Revolucionarios.

—¡Que van a ser revolucionarios! ¡Pinches viejillos roba vacas! ¿Dorados de Villa? si como no. Son un par de viejillos pendejos que les gusta derrochar el poco dinero que reciben de sus hijos, nietos o vaya usted a saber de quién.

Giovanni continuó su narración.

—No se exactamente como inició el rumor, ni quien lo inició. En un principio creí que había sido el güero de la tienda, pero él lo negó rotundamente. El punto es que alguien les dijo a los viejillos que yo estaba tan pendejo que no sabía distinguir entre una moneda de a peso y una de diez.

—¿Y todos los días te preguntan lo mismo?

—Todos los días. A veces, cuando los viejillos no traen feria, entre todos se cooperan y ponen siempre las dos monedas sobre el mostrador.

Doña Matilde movía la cabeza de un lado a otro murmurando cosas imperceptibles.

—¿Quién es el pendejo entonces abuela? ¿Ellos o yo?

La abuela no respondió. Se levantó y puso a calentar agua para café.

Giovanni sacó de su bolsillo un papel arrugado donde había estado escribiendo algunos pensamientos. Tenía la intención de pasarlo a máquina y enviarlo al periódico local El Mercurio para ver si se lo publicaban en la sección de literatura que aparecía los domingos.

Carraspeó un poco para afinar la garganta, y comenzó su lectura en voz alta:

<< Las once leyes irrefutables de los pendejos.

  1. A veces es mejor hacerse pendejo para obtener un beneficio.
  2. Quien parece pendejo, no siempre lo es.
  3. En este mundo solo hay que temerle a los pendejos. ¿Por qué? Porque son muchos.
  4. Por muy temprano que uno se levante, y a donde vaya, ya está lleno de pendejos.
  5. Son peligrosos porque al ser mayoría, eligen hasta al presidente.
  6. Suelen ser tan optimistas que no creen ser pendejos.
  7. Son fosforescentes porque hasta de noche se puede ver que allá viene un pendejo.
  8. Hay también pendejos de sangre azul. Son hijos y nietos de pendejos.
  9. Y el más peligroso de todos: el pendejo demagogo que cree que el pueblo es pendejo.
  10. Podemos estar bien con nosotros mismos sin importar lo que otros pendejos piensen de nosotros.
  11. El verdadero hombre inteligente es el que aparenta ser pendejo delante de un pendejo que aparenta ser inteligente.>>

—¿Qué le pareció abuela? ¿Usted cree que me lo publiquen?

Doña Matilde vertió el agua hirviendo sobre dos tasas de porcelana, puso sobre la mesa un frasco de Nescafe regular, un recipiente con azúcar morena, una cucharilla y dos piezas de pan recién horneado de la tienda de don Tirso.

Y respondió:

—Agrégale una línea más, te voy a dictar.

Giovanni tomo su pluma emocionado y esperó la frase de su abuela. Con esa línea tendría que compartir créditos con ella pero no le importaba.

—Hoy día —exclamó la abuela— Hoy día cualquier pendejo se cree escritor.

 


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