La niña y su abuelo.

 




El salón de eventos Florencia del Hotel Residencial Inn en la ciudad de Matamoros, Tamaulipas estaba a su máxima capacidad.

Era la ceremonia de fin de cursos de la escuela primaria Villa Freinet. Directivos y personalidades del mundo empresarial y de la política local se encontraban sentados frente a una mesa grande y bellamente adornada.

A un lado, un elegante atril de caoba negra con un micrófono adornado con listones azules y verdes. Y frente a este, el maestro de ceremonias, sonriente y elocuente.

Levantó sus brazos para pedir silencio al público, y entonces solicitó la presencia de la oradora principal de esa mañana: la persona encargada de dar el discurso de despedida a nombre de los alumnos y alumnas del sexto grado de primaria.

Todo mundo en el recinto volteaba de un lado a otro preguntándose quien había sido el elegido para tan grande honor.

El maestro de ceremonias se dirigió hacia la zona reservada para los alumnos y hablo nuevamente:

—Es por eso, distinguido público, padres de familia, directivos y personalidades que nos hacen el honor de acompañarnos, que les pido un fuerte aplauso para la alumna Nancy Valeria, quien será la encargada de dar el discurso de despedida a nombre de toda su generación.

Mi madre y yo nos volteamos a ver y sonreímos mientras aplaudíamos con fuerza.

Mi hermana Nancy, madre de Valeria, se encontraba de pie frente al atril. Con cámara en mano disparaba flashes sin cesar. Su rostro no podía expresar más orgullo y alegría. Era una felicidad tan profunda que solo se puede entender estando ahí. Doce años antes la había traído al mundo, y ahora se disponía a escucharla hablar ante un auditorio repleto de gente.

Para mi madre y para mi fue una sorpresa. No sabíamos que había sido elegida para dar el discurso. No nos dijo. Se guardó el secreto y nos sorprendió a todos.

Conocía la inteligencia de Valeria, la había visto crecer desde su nacimiento. Pero ignoraba su capacidad oratoria.

Llevaba veinte minutos hablando y todo mundo escuchaba en silencio, perplejos, estupefactos. El mismo presidente municipal, invitado especial, había desplazado su silla para observarla con detenimiento. Esa mañana mi sobrina dio un discurso elocuente, sin titubear, sin muletillas, sin leer, cargado de emociones y con gran precisión en sus afirmaciones mientras observaba al público.

Mi madre y yo flotábamos en el aire.

Y el flashback me envió de golpe al pasado.

 

Matamoros, Tamaulipas. Enero del 2000.

La puerta de mi casa se abrió y aparecieron mi madre y mi sobrina Valeria de dos años. Estaban envueltas en sudaderas y pants de frio, con bufandas y gorros multicolores. La niña se abalanzó para darme un abrazo y preguntar:

—Tío, ¿Qué me trajiste?

La letra “r” aun no la pronunciaba bien y el efecto sonoro era música para mis oídos.

Entre a la sala, abrí mi maleta de viaje, y saqué un monito de peluche que había comprado en el aeropuerto de Columbus, Ohio. Era el primero de muchos viajes que realizaría por parte de la fábrica donde laboraba.

Valerita abrazó al muñequito y preguntó:

—¿Cómo se llama?

—Se llama Mooch.

Acto seguido arrancó rumbo a las escaleras. La alcancé y la ayudé a subir hasta el segundo piso. De ahí se fue corriendo hasta la recámara de su abuelo, mi padre. Al entrar buscó entre sus juguetes y colocó a mooch junto a su muñequito preferido, el famosísimo rintintín, un perrito de peluche que le habían regalado recientemente.

La niña pasaba la semana con sus dos abuelitos. Ellos la cuidaban mientras sus padres trabajaban casi todo el día. Su abuelita Alejandra la cuidaba, la alimentaba, la bañaba y la llenaba de amor. Era el pilar de la casa y representaba, paradójicamente, la figura de autoridad y disciplina para la niña.

Su abuelo en cambio era su compañero de juegos y chiquitiaventuras. Con el pasaba gran parte del tiempo jugando, paseando y aprendiendo. Era también su abogado defensor a quien apelaba de inmediato cuando llegaba alguna recomendación disciplinaria por parte de su madre o su abuelita. El abogado nunca se negó a representarla provocando enjundiosas alegatas entre los adultos.

Pero sobre todas las cosas, su abuelo realizaba con ella una de las profesiones más nobles e importantes que puede hacer un ser humano con un semejante: la enseñanza.

Con su abuelo, la niña exploraba la naturaleza, aprendía sobre las plantas y los animales. Veía revistas con paisajes y aprendió a nombrar todo lo que en ellos aparecía. Escuchaba cuentos e historias que la hacían imaginar mundos desconocidos. Reía a carcajadas, jugaba y hacía travesuras, muchas travesuras.

En esa época me enteré de un litigio en curso que estaba causando revuelo en la casa. La acusación llegó de la mamá de Valeria, mi hermana Nancy.

—A ver hijita, me dice tu abuelita que te ha visto comiendo azúcar. Eso no está nada bien.

La niña lo negó y la acusación subió de tono.

Como era de esperarse, la niña llevó su caso a su abogado defensor.

El abogado interpuso una querella ante la madre y la abuela de la niña y las discusiones se extendieron durante semanas. Yo escuchaba ambas versiones y me encogía de hombros. ¿Qué podía hacer? Pasaba todo el día en la fábrica. No tenía tiempo de indagar.

Un lunes por la noche, veíamos la telenovela Todo por Amor en la sala de mi casa. Me levanté del sofá y me dirigí a la cocina a prepararme un café. Mientras se calentaba el agua, pude ver de reojo que alguien me observaba.

Voltee lentamente. Detrás de la mesa del comedor había un monito que se escondía detrás de una silla sin dejar de observarme. Me acerqué lentamente y descubrí que era mi sobrina Valeria.

De inmediato, sin esperar a que yo le preguntara, ella salió de su escondite y me dijo:

—Tío, yo no estaba comiendo azúcar.

Mientras hablaba me señalaba hacia la mesa y movía su cabecita negándolo todo.

Sobre la mesa estaba un recipiente de azúcar morena, abierto, y con azúcar regada. Una cucharilla junto al recipiente completaba el cuadro delator.

La miré fijamente y pregunté:

—¿Tu no estabas comiendo esa azúcar hija?

—No —respondió de nuevo moviendo su cabecita.

Gran momento de decisión para mí. Gran dilema. ¿Le digo o no le digo a mi hermana?

Un par de segundos después tome mi decisión.

—Vamos a quitar toda esta azúcar de la mesa y a cerrar el recipiente hija.

Limpiamos todo con unas servilletas, sin hacer ruido para no llamar la atención. La novela aun no empezaba de nuevo, todavía estaban los comerciales. Mientras limpiábamos yo veía con ansiedad la puerta que conectaba a la sala. Nadie entró ni se asomó.

Finalmente le ayudé a limpiarse su boca, que estaba llena de azúcar. Y listo. De regreso a la sala.

Durante las siguientes semanas, intenté averiguar si la niña seguía comiendo azúcar. Actuando como distraído le pregunté a mi madre. Ella me respondió que no, que ya se le había pasado eso.

En noviembre de ese mismo año (2000), el abuelito de mi sobrina se fue al cielo.

Pero su amor y sus enseñanzas perduran hasta el día de hoy. Diez años después, la nieta de mi padre daba un memorable discurso de graduación de su escuela primaria. Años después, la misma nieta de mi padre se graduaba Magna Cum Laude en ciencias químicas en una universidad en el extranjero.

Y el día de hoy, la misma nieta de mi padre, mi amada sobrina Valeria, celebra su cumpleaños número veinte y tantos.

Sus abuelitos Oscar, Alejandrina y doña Beba, al igual que sus tíos Héctor, Mita, Dorita, su bisabuela Pompo y otros más que la amaron en esta vida, celebran en el cielo su llegada a este mundo.

Y todos los que hoy estamos aquí (tus padres, hermanos, tíos, primos, y amigos), celebramos tu cumpleaños con el corazón repleto de alegría y orgullo, por todo lo que nos has dado y por el gran ser humano en que te has convertido.

¡Feliz Cumpleaños Valeria!


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