Amor de Lejos…
Julio Capitán salió esa mañana de
su casa bien bañado, perfumado y decidido a declararle su amor a Petra, la
mujer más bella de la colonia.
Era ahora o nunca, no podía esperar
un día más. Pensaba en ella todo el tiempo, la soñaba, la idealizaba, y cuando
la veía pasar por el frente de su casa, el corazón se le aceleraba a ritmo de
taquicardia sin control.
Su amigo Memito Simbrón, a quien
de cariño le decían limón, le insistía desde hacía meses que no dejara ir esa
oportunidad.
—¡Anímese Julito! ¡Las palomas se
cazan al vuelo! Ya no le dé vueltas. Esa señora está enamorada de usted.
—¿Cómo va usted a creer eso
limón?
—Yo sé por qué se lo digo. La
dama ya le echó el ojo. Es nomás que usted se anime.
—¿A lo macho usted cree que si le
gusto?
—A lo macho se lo digo. Hágame
caso.
La dama había mandado las señales
correspondientes. Pasaba todas las mañanas frente a su casa, bien arreglada. En
ocasiones volteaba hacia el interior y saludaba cortésmente a quien estuviera.
Se había hecho muy amiga de sus tías.
Con cuarenta y dos años recién
cumplidos y dos hijos ya mayores, Petra era una mujer guapa, alegre y jovial, y
lo más importante: soltera. Había rechazado ya varias propuestas amorosas de algunos
vecinos. Puros borrachos se fijan en mi le comentó una vez a su hermana
mayor.
Esa mañana Julito Capitán haría
la hombrada. Sería el hombre más envidiado de la colonia cuando todos supieran
la noticia. Julito y Petra, ya andan.
Vació un chorrito de loción Brut
Classic en sus manos y se la restregó por el cuello, nuca, y a la altura de la
barba recién afeitada. ¡Ya vas! se dijo a sí mismo. Esperó unos minutos
para dejar que la dama se adelantara lo suficiente, para no levantar sospechas.
Su plan era seguirla durante un
rato a una distancia moderada, no menos de veinte metros. Y justo antes de
llegar al alto donde se paran los autobuses colectivos, alcanzarla, saludarla y
hacerle plática. Limón le había dado algunos consejos:
—Pregúntele cuáles son sus sueños
Julito. Eso nunca falla.
Julio Capitán comenzó a caminar
detrás de Petra a una distancia de unos veinte metros según sus estimaciones.
Se alineo justo detrás de ella en línea recta, ni cargado a la izquierda, ni
cargado a la derecha. Justo al centro.
Ay Diosito santo que chulada
de mujer. Ira nomás, qué bonito camina. Ni polvo levanta.
En efecto, Petra tenía un modo de
andar elegante, sofisticado. Se desplazaba con gracia y soltura, con la vista
al frente, los hombros relajados, y sin voltear a ver a nadie.
Años atrás había visto un
programa nocturno en la tele con la actriz y conductora mexicana Verónica
Castro: La Movida. En esa ocasión la invitada había sido nada más y nada menos
que la mismísima María Félix, la doña.
A lo largo de la entrevista, que
duró seis horas, la Vero le preguntó de todo, de su infancia, su juventud, sus
amores, de Jorge Negrete, del flaco de oro Agustín Lara, y de Pedro Infante
durante el rodaje de la película Tizoc.
En uno de esos momentos de
silencio, la Vero aprovechó para preguntarle que era para ella la Elegancia. La
doña adoptó una postura reflexiva, fijó su vista en el horizonte, le dio un
golpe fuerte a su cigarro y respondió con aplomo:
—La elegancia mi querida
Verónica, se lleva en la planta de los pies. No la encontrarás en ningún otro
lado.
Ante la perplejidad de Verónica,
la doña explicó:
—Hay muchas por ahí, bonitillas,
con rostros bonitos y buen cuerpo, pero cuando las ves caminar todo se
derrumba. Parecen changas con vestido. Una mujer elegante es aquella que sabe
caminar con garbo, con presencia, sin importar la vestimenta ni lo que lleve
puesto en los pies.
Las palabras de la doña se
grabaron en la juvenil mente de Petra y desde entonces se propuso aprender a
ser elegante. Se impuso a caminar bien, con la espalda recta, el cuello
erguido, la mirada al frente. Tal como decía la doña.
Julito y todos los de la colonia,
como era de esperarse, lo notaron.
Petra se encaminó hacia un
pequeño terreno baldío que servía de campo de futbol para la palomilla del
barrio; le servía de atajo y se ahorraba cuatro cuadras para llegar a la parada
del autobús. Julio Capitán la seguía a una distancia prudente para no llamar la
atención, ni de ella ni de nadie que se cruzara en su camino.
A los pocos metros de haber
ingresado al solar baldío, Petra comenzó a dar muestras de ansiedad y
preocupación. Volteaba con insistencia hacia ambos lados. Estiraba el cuello
como queriendo ver más allá de los matorrales, fijaba la mirada unos instantes
y después volteaba hacia el otro lado. Julito lo notó de inmediato:
Ah caray, ¿qué está pasando?
¿a quién busca?
¿Será que alguien la va
espiando por los lados? Pos que se atenga a las consecuencias. Nomás que se
aparezca y le caigo a golpes. Para eso vengo yo aquí, para protegerla.
Sea quien sea, se las verá
conmigo.
Julito comenzó a recordar una
película que había visto cuando era niño. En la escena más dramática, dos niños
de doce años (niño y niña) se perdían en una cueva inmensa mientras el resto de
sus compañeritos y su maestra los buscaban con frenesí. Después de sortear
algunos peligros, lograban salir por un acantilado solo para descubrir que un
hombre viejo, feo y muy malo los venía siguiendo y quería hacerles daño.
Juliancito, que era el nombre del niño, defendía con fiereza la integridad de
la niña y al final de la película se hacían novios.
Julio Capitán se sintió héroe por
unos instantes. El la salvaría. El cuidaría del honor de su amada Petra, fuera
lo que fuera. No tenía miedo. Enfrentaría a los piojosos que la espiaban y los
echaría a correr. Era un hombre pacífico, amiguero, trabajador y muy honrado,
pero el que lo buscaba siempre lo encontraba. Petra podía confiar en él, fuera
quien fuera el que la espiaba, el estaría ahí para luchar por ella.
Un tronido fuerte y seco lo sacó
de su letargo mental.
Inmediatamente después, un olor
fétido lo hizo detenerse un instante mientras se llevaba las manos a la boca.
Sintió ganas de vomitar, pero aguanto la embestida.
Petra aceleró el paso y Julito
hizo lo mismo.
Un segundo tronido se volvió a
escuchar pero más fuerte y largo.
La segunda oleada de aroma
provocó casi un desmayo a Julito.
¡Ay cabrón! ¡Comió cochinita
pibil!
La tos le llegó y no pudo hacer
nada para evitarla.
Y fue entonces, y solo hasta
entonces, que Petra se percató que Julito la venía siguiendo.
Lo observó con los ojos
desorbitados. ¿Cómo era posible? ¿De dónde demonios había salido? Pero si ella
se había fijado bien. ¡No había nadie carajo!
Sin perder la elegancia en el
andar, aceleró a máxima velocidad. Casi trotando llegó a la parada del autobús y
con mucha suerte para ella, alcanzó a subirse antes de que cerrara la puerta.
No volvió a voltear hacia atrás.
—No se me decepcione Julito
—insistía limón— ¡Los pedos se sabanean! ¿Cuál es el problema?
Julito, con su corona en la mano,
permanecía en silencio sentado y con la vista fija en la lumbre del asador. Ya
tenía sus dudas. Limón podía decir misa, pero solo él sabía lo que le esperaba.
—¿A poco cree que mi Martina no
se los echa? ¡No pasa nada Julito! La dama ya eligió y usted es el afortunado.
¡No se me raje!
Una semana después Julio Capitán
entraba nuevamente al terreno baldío detrás de Petra. Esta vez guardaba una
distancia considerable. Alejado del peligro pero sin quitar el dedo del
renglón. Amor de Lejos es de prudentes se repetía una y otra vez.
Ya encontraría un momento para
abordarla.
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