Churros Dietéticos




Ciudad Victoria, Tamaulipas. Otoño de 1978.

Jaimito se sentó en la banqueta triste y preocupado; no había vendido nada esa mañana. Su canasta de churros estaba intacta, el olor a harina frita en aceite y mantequilla se podía sentir a diez metros a la redonda. Ni un churro le habían comprado.

Cada lunes, desde hacía más de un año, Jaimito llegaba temprano al edificio de Recursos Hidráulicos, el mismo que inauguró don Adolfo Ruiz Cortines allá por el año 1956. Se instalaba en una esquina y en menos de media hora vendía todo.

Gente del segundo y tercer piso se arremolinaban para alcanzar un churro y acompañarlo con el cafecito matinal, ese que no puede faltar nunca por las mañanas. A veces no completaba para el cambio y no faltaba quien le dijera quédatelo Jaimito, pa que te compres algo en la escuela. Asistía en las tardes a una escuela primaria que estaba por las vías del tren; iba en sexto año.

Lo que más lo entristecía eran las palabras de doña Ema Cortado:

—Ya no te vamos a comprar mijo, es que estamos todas a dieta.

Jaimito solo entendió la primera parte.

Su mamá lo mandaría a otro edificio que estaba cuatro cuadras más lejos, y eso significaba más recorrido, más peso, más cansancio, y menos tiempo para jugar futbol en la calle con su amigo Daniel.  

De su morralito sacó unos taquitos de frijol envueltos en una servilleta y comenzó a comer despacio, como queriendo dar tiempo a que se arrepintieran, que salieran corriendo a buscarlo, ¡Jaimito, Jaimito! No te creas mijo, vente con la canasta.

Se terminó los tres tacos y no salió nadie.

Resignado, se puso de pie, acomodó el morral en su hombro y después colocó con esfuerzo la canasta sobre su cabecita. Trataría de venderlos en la plaza que estaba a dos cuadras de ahí.

Había recorrido apenas unos metros cuando escuchó una voz potente a sus espaldas:

—¡Jaimito! ¿Pa dónde va mijo?

La voz la reconoció de inmediato. Se dio media vuelta y su alegría fue mayúscula cuando lo vio.

¡Era don Goyo!

Se estaba bajando de un coche junto con su amigo al que llamaban el güero, el güero Fleyman.

En un par de zancadas don Goyo lo alcanzó.

—¿Qué paso mijo pa dónde va?

Jaimito le explicó lo mejor que pudo la situación. Tenía que llegar a la plaza antes de que se le enfriara la mercancía.

—Ya no me van a comprar aquí don Goyo, quesque por una tal dieta.

Gregorio Navarro llevaba algún tiempo trabajando como inspector de campo en la Secretaría de Recursos Humanos. Conocía al muchacho desde que este había comenzado a vender en el edificio. Se había encariñado con el y le molestó mucho la actitud de sus compañeras.

¡Ah mendigas! Con que mucha dieta eh. ¡Si cómo no!, se tragan una olla de menudo cada viernes y luego mandan por el pan. Mucha dieta, si como no. Todo el día están comiendo. Ay don Goyito, si van para Jaumave nos traen chicharrones y choricito, acá se lo pagamos. ¡Ah! y una latita de manteca de puerco de la tienda de don Toño, acá se lo pagamos. Y mire, si llegan a ir a Tula, ahí le encargo unos quesitos de cabra y unas bolsas de crema, acá se lo pagamos. Si como no, mucha dieta.

El soliloquio se vio interrumpido por la voz de Jaimito:

—Ya me tengo que ir don Goyo.

—Espérese mijo. Se me acaba de ocurrir algo. A ver, deme la canasta, ¡Échemela para acá!

Jaimito le entregó la canasta y siguió a don Goyo mientras este se dirigía al edificio.

El discurso que escuchó el muchacho lo recordaría por décadas:

“¡Buenos días!, muy buenos días. ¿A poco no saben? ¿De veras no saben? Señoras y Señores, traigo esta canasta llena de churros. Pero no cualquier tipo de churro. ¡No que va! Compañeros y compañeras, en verdad me sorprende que no se hayan dado cuenta.

Estos churros que Jaimito anda vendiendo ¡Son Dietéticos!

¡Son Churros Dietéticos!

Llevo un año comiéndolos y mírenme”.

La noticia corrió como pólvora hasta el tercer piso.

—Ay don Goyo es que apenas empezamos una dieta que me mando mi hija la que vive en Mante —exclamó doña Ema Cortado.

—Y precisamente por eso yo les digo que estos churros son de los buenos, no engordan. ¡Son Dietéticos pues!  —exclamó don Goyo con mucha convicción.

El primero en acercarse fue el güero Fleyman. La seguridad de su compañero y amigo del alma lo convenció.

—Dame dos Navarro.

Poco a poco se fueron acercando. Los churros aun estaban calientes y olían muy bien. La mamá de Jaimito les ponía siempre doble ración de azúcar y canela en polvo. El aroma era penetrante. ¡Y Dietéticos!

Diez minutos después Jaimito salió del edificio con la canasta vacía y sus bolsillos llenos de monedas. Venta completa. Prueba superada. La comida dietética vuela pensó sin comprender con exactitud lo que había ocurrido.

 

Cinco horas después, Gregorio Navarro y el güero Fleyman disfrutaban de un guisado de puerco en adobo con frijolitos sazonados con epazote, salsa verde molcajeteada, queso seco de la región, café de la olla recién hervido, y unas gorditas hechas a mano que iban saliendo del comal.

Comían tranquilamente en la plaza principal de Jaumave, Tamaulipas. Justo frente a las oficinas de la presidencia municipal. El güero Fleyman se había encargado de contarle a los amigos que los acompañaban, sobre lo acontecido esa mañana en Victoria. Todos estaban sorprendidos.

—Oiga Goyito —interrumpió uno de los presentes que había llegado de Palmillas para hacer unas compras.

—Dígame Agle.

El amigo se llamaba Santos Sifuentes, pero le decían el Agle.

—¿Pos cómo está eso de que son dietéticos oiga? —preguntó intrigado mientras se afilaba los extremos del bigote.

Gregorio Navarro permaneció tranquilo, saboreando una última gordita con queso que le habían dado de pilón. Le dio un sorbo al resto del café que aun tenía en su taza, se aclaró la garganta, y exclamó a todo pulmón:

¡Porque como entran, SALEN!

 

Al otro extremo de la plaza, frente a la iglesia, caminaban dos viejitas octogenarias, iban saliendo de un rezo. Por la edad ya no escuchaban bien; era necesario hablarles de cerca y fuerte.

Aun así, no tuvieron ningún problema para escuchar las carcajadas altisonantes de un grupo de locos que estaban al otro lado de la placita. Uno de ellos hasta se cayo de la silla por tanto reírse. 

Estos jóvenes de ahora nomás puros desfiguros exclamó una de ellas.

 


 

Comentarios

Entradas más populares de este blog

Una charla familiar

Mi Tía. El más grande regalo.

Las Científicas - Una historia familiar.