Tragedia en el Pueblo.

 




Palmillas, Tamaulipas. Invierno de 1962.

 

Tirso Ramírez agonizaba recargado sobre una pared de concreto en medio de un charco de sangre; había recibido ocho balazos de pistola calibre 9 milímetros. Dos de ellos le despedazaron el hígado, uno le perforó el pulmón derecho, y el resto de las balas se incrustaron en su pecho y estómago.

Moribundo y con los ojos entrecerrados, sostenía con dificultad la 38 Super que le había regalado uno de sus hermanos mayores. Esa noche perdía la vida teniendo apenas veintidós años, pero no se iba solo. Había logrado matar a dos de sus enemigos antes de ser acribillado por un tercero que solo dio la cara mientras colocaba un nuevo cargador en su pistola.

Ante el asombro de los presentes, Tirso se negaba a soltar el arma. Su padre y hermanos habían mandado traer al párroco del pueblo para otorgarle los santos oleos, pero este se negaba a acercarse mientras no entregara el arma. Después de varios intentos y ante el temor de que el moribundo se fuera sin recibir la bendición del padre, uno de los presentes dio un paso al frente y con valentía se acercó y le dijo con suavidad:

—Deme la pistola Tirso.

Entre balbuceos y borbotones de sangre que le salían de la boca, el moribundo respondió:

—A usted si se la doy don Pancho.

Era don Pancho Compeán, hombre de todas las confianzas y amigo de la familia. Tomo el arma sigilosamente y cedió su lugar al sacerdote.

Cinco minutos más tarde, Tirso Ramírez exhalaba su último aliento y emprendía el camino del no retorno hacia la presencia del Altísimo. Todo había terminado. La oscura y fría noche de aquel sábado se había cobrado tributo con la vida de tres jóvenes enemistados por asuntos de tierras y agravios familiares.

A la mañana siguiente, las calles del pueblo estaban vacías. La mayoría de los habitantes se concentraban en tres casas, en tres velorios. El padre de la Iglesia había concedido tres misas de cuerpo presente a distintas horas del día para evitar contratiempos. Se logró negociar lo mismo con los servicios del panteón.

Desde muy temprano esa mañana don Praxedis Navarro, presidente municipal del pueblo, sostenía una conversación en su casa con don Delfino Camacho, rico comerciante y terrateniente de la región. Se conocían desde jóvenes y la amistad se había heredado a los hijos de ambos. Hablaban, como era de esperarse, de los acontecimientos de la noche anterior, de los actos de venganza que habría por parte de las tres familias, del interminable cobro de afrentas y la expansión de la violencia en el pueblo.

Sin embargo, había algo más que mantenía a don Praxedis en un estado de excitación que le impedía disfrutar del rico almuerzo preparado por su madre.

Don Delfino le había contado una historia extraña ocurrida la misma noche anterior pero en otra zona del pueblo. Una historia que involucraba a uno de sus hijos menores, Jorge Navarro. Era una historia bizarra y solo creíble por la honorabilidad de don Delfino.

Jorge, el hijo en cuestión, apareció en ese momento en la puerta, desvelado, sin dormir y con el rostro aún alterado.

—Pásale hijo, siéntate y tómate un café. Saluda a don Delfino y cuéntame exactamente lo que pasó anoche.

Jorge tomó una silla, la volteo y recargó sus brazos sobre el respaldo. No quiso tomar café, estaba cansado y muy asustado por los acontecimientos. Tirso era su amigo y habían acordado en asistir a la fiesta juntos la noche anterior. Tirso le había prometido presentarle a Teresita Montalvo, la hermosa joven de quien Jorge estaba enamorado desde que era un chamaco de doce años.

Su madre, doña Amalia Compeán, había intentado convencerlo de que no saliera esa noche. Tenía dieciséis años y a esa edad se sentía el rey del pueblo. La fiesta era solo el pretexto. Esa noche Tirso y Jorge harían acto de presencia, saludarían a los amigos, bailarían un rato con las muchachas solteras, y después encontrarían un motivo para acercarse a Teresita, la joven de ojos verdes que tenía cautivados a los galanes del pueblo y rancherías aledañas.

Jorge no llegó nunca a esa fiesta.

Un contratiempo se lo impidió.

—Pues mire usted apá. No se ni por donde empezar. Esto es lo que recuerdo.

<< Anoche salí de la casa y caminé rumbo a la plaza. Ahí me encontraría con Tirso para irnos a la fiesta.

No había andado ni media cuadra cuando noté que alguien me seguía. En la noche no hay luz y solo se reconoce a la gente por las pisadas. Este no se me hizo familiar y seguí caminando hasta que de plano me alcanzó, se emparejó junto a mí, y sin voltear a verlo me preguntó que a donde iba>>.

—¿No le reconociste la voz? —interrumpió don Praxedis.

—Ese es el detalle apá. No se como explicarlo. El sujeto no hablaba pero yo si podía escuchar lo que me decía.

—¿Cómo de que no hablaba?

—Yo no escuchaba ninguna voz. Pero me retumbaba la cabeza cada vez que me preguntaba algo.

—¿Y qué te preguntaba?

—Quería saber a dónde iba yo.

—Y que le respondiste.

—Al principio nada, lo ignoré. Después deje de escuchar sus pisadas ¡y el pelado seguía caminando al lado mío!

<<De reojo intenté mirarlo pero no le pude distinguir ni las manos. Era pura oscuridad ese individuo. Me volvió a preguntar a donde iba pero con más fuerza. Sin voz pero con más fuerza. Era como si me hablara con la mente. No le respondí.

Le pregunté como se llamaba pero mi voz no se escuchó, no podía escuchar mi propia voz. Me quise detener pero no pude. Quise darme la vuelta y echarme a correr, no pude. Y entonces se detuvo y me preguntó de nuevo que a donde iba. Yo dejé de caminar también y sin levantar la vista le respondí que iba a la fiesta con Tirso.

Y entonces lo pude ver, y lo pude escuchar.

Era muy alto, más de dos metros. A pesar de la oscuridad pude ver que vestía de tacuche, negro también. Por más que me esforcé no le pude ver las manos ni el rostro.

Y fue entonces cuando pude escuchar su voz.

Me dijo fuerte y claro: “¡NO VAYAS A ESA FIESTA! ¡ESTA NOCHE NO VAYAS!”

Nomás voy un rato y me regreso le respondí.

 Y me repitió lo mismo: “¡NO VAYAS A ESA FIESTA! ¡ESTA NOCHE NO VAYAS!”

Me armé de valor y le pregunté por qué no.

Y me respondió: “¡PORQUE VA A HABER MIERDA! ¡MUCHA MIERDA!”

¿Y tú cómo sabes? Le pregunté.

Entonces se apareció la luna, así de repente. Las nubes se disiparon y la luz de la luna me dejó verlo un poco mejor. Vestía de tacuche negro, era muy alto, y no le pude ver los pies, ni las manos ni el rostro.

¿Tú cómo sabes que va a haber mierda? Le volví a preguntar.

Se abrió el saco del tacuche y me dijo con voz fuerte: “¡POS NOMÁS MIRA!”

¡En la zona del pecho y el estómago tenía plumas de color negro! No traía camisa ni se le veía el cuerpo. ¡Solo plumas, muchas plumas!

Y después de eso, desapareció en un parpadeo. Lo deje de ver.

Y entonces sentí mucho miedo apá, mucho, mucho miedo. Y me arranqué a correr como loco hasta que me encontré a don Delfino Camacho que iba saliendo de su casa>>

Jorge estaba empapado en sudor cuando terminó de contar la historia. Respiraba agitadamente y con dificultad. Los ojos parecían desorbitados y por la boca le salía un hilo de espuma.

—¡Cálmate, hijo! Ten, toma un poco de agua y cálmate. Que no te vaya a ver tu abuela así. —replicó don Praxedis.

—Fue entonces cuando me encontré a Jorgito y me contó lo sucedido. —intervino don Delfino— Yo traía una lámpara de mano y fuimos a buscar a ese individuo. Anduvimos un rato caminando por las calles, lo fuimos a buscar hasta más allá de la iglesia y nada, no vimos a nadie.

—¿Y qué pasó después? —preguntó don Praxedis.

—Habrían pasado unos quince minutos —respondió don Delfino— veníamos ya de regreso para la casa cuando se escuchó la balacera allá arriba.

—¿En la fiesta?

—Si, en la fiesta donde mataron a Tirso.

Don Praxedis permaneció unos minutos en silencio, cavilando, pensando en lo que su hijo había visto y en la suerte que había tenido por no haber llegado a la fiesta. De haber llegado con Tirso también me lo hubieran matado.

Pronto recuperó el aplomo y mandó llamar a Chuy, su hijo mayor.

—Hijo, necesito que vayas a buscar a Trina y le digas que esta tarde le voy a llevar a Jorgito para que me lo cure de espanto.

Trina era la curandera del pueblo.

 


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