Acuerdos de honor | Historia Familiar.
A Gregorio ya le habían dicho
tres veces que fuera por las tortillas. Él se limitaba a responder en un
ratito más voy amá. Y de ratito en ratito, le dieron las tres de la tarde y
la tortillería cerró. Cuando se presentó en el local pasaban ya las 4:30pm. Una
cortina de acero le recordó que había hecho un compromiso, un compromiso
ineludible a menos que se le ocurriera algo novedoso.
¡Ah jijos! exclamó en voz
baja. Dio la media vuelta y emprendió el camino de regreso para su casa. El
trayecto le sirvió para organizar sus ideas y diseñar un plan. Lo primero que
le vino a la mente fue hacerse el dormido al día siguiente. Pero de inmediato
lo desecho, lo obligarían a levantarse de todos modos y solo lograría las
burlas de sus hermanos.
Desde muy temprano esa mañana
comenzaron los preparativos para la noche de fin de año. Era un 31 de diciembre
y todos los hermanos planeaban reunirse para celebrar en casa de su madre, doña
Amalia Compeán Vázquez.
Olga, la hermana menor de Gregorio,
había confirmado su asistencia junto con su esposo Juan y sus tres hijos,
Juanito, Olguita a quien de cariño llamaban la nena, y Farah, la más pequeña de
los tres. Ellos llevarían el asador, el carbón, la carne para asar, pimientos
rojos y verdes, cebollas, jitomates y los chiles para la salsa.
Ernesto, el hermano menor de Gregorio,
había confirmado su asistencia junto con su esposa Rosalva y sus dos hijos,
Adrianita y Neto. Ellos llevarían más carne para asar, queso asadero, tortillas
de maíz y de harina, elotes, y abundante cerveza para todos.
Eliseo, el otro hermano menor de
Gregorio, también había confirmado su asistencia junto con su esposa Rosalba y
sus dos hijas, Claudia y Zairita, la hija menor. Ellos llevarían una olla
grande de frijoles charros, refrescos, desechables, botanas y sidra rosada para
el brindis.
Los dos hermanos mayores, Enrique
y Oscar (que estaba de visita) preguntaron a su madre que hacía falta, y su
madre les dijo que ya estaba completo todo. Aun así, ambos cooperaron en
metálico y le dieron un dinerito a su madre para lo que hiciera falta.
Gregorio y su esposa Esperanza, junto
con sus tres hijas Anita, Erica, y Cynthia la más pequeña, vivían temporalmente en la casa de doña
Amalia. Ellos se encargarían de hacer los tamales y desde muy temprano fueron al
mercado a comprar la masa, la manteca, la carne de puerco y pollo, las especias,
y las hojas de maíz. El güero Fleyman, amigo de Gregorio, los llevó en su auto
y los trajo de regreso.
Doña Amalia, al ver la mercancía
sobre la mesa preguntó:
—¿Y las tortillas? ¿Se te
olvidaron?
Era lo único que le habían pedido
a Gregorio con especial atención, las tortillas. Doña Amalia, previsora como
era, quería tener tortillas extras para el recalentado del día siguiente.
Sobraría mucha comida y no pensaba desperdiciarla. Comeremos dos o tres días
recalentado, hasta que se termine.
Gregorio vio su reloj y este marcaba
las 10:25am. La tortillería de la colonia la cerraban a las 3pm y no abriría
hasta el día dos de enero del nuevo año. Sin problemas pensó Gregorio.
En un ratito más me lanzo por las tortillas. Y de ratito en ratito…
La tercera vez que doña Amalia le
recordó, le dijo:
—Si para mañana no hay tortillas,
tendrás que hacerlas tu con la masa que sobre de los tamales.
Después cambió su tono y le
insistió con la dulzura de una madre que sigue queriendo igual a sus hijos cuando
ya son adultos:
—Mejor ya vaya hijo, ándele, que
le cuesta, antes de que le cierren el local.
Gregorio le confirmó que iría en
un ratito más. Y ya encarrerado, le confirmó que el mismo haría las tortillas
de ser necesario, sin ningún problema.
Todo fue culpa de sus hermanos
mayores, Oscar y Enrique. Ellos lo distrajeron.
Sacaron unas fichas de dominó y se
pusieron a jugar al otro extremo de la mesa donde Esperanza preparaba los
tamales. Gregorio no quería jugar pero se animó solo para estar cerquita de su güera,
ahí juntito a ella, su esposa amada.
—Gregorio, hazle caso a tu mamá. Ya
ve por las tortillas —le insistió su esposa Esperanza.
—Si mi amor, en un ratito más voy
—respondió mientras veía las fichas y a sus hermanos.
Oscar, el mayor, era su cliente
habitual en los juegos de mesa. Desde chamacos siempre le había ganado. Quería
aprovechar el momento para refrendar una vez más quien era el rey del dominó.
El campeón es muy bueno en el
billar, nadie se lo niega, pero en dominó, aquí nomás mis chicharrones truenan.
Cuando Gregorio regresó a su casa
sin tortillas, el ya tenía un plan. Uno muy ingenioso. Se metió a bañar y
después tomó una siesta durante toda la tarde. Se despertó a las 7 de la noche
por el escándalo que hacían sus hijas y sus sobrinos, corriendo de un lado para
otro.
La casa de doña Amalia Compeán
estaba ubicada en la esquina de las calles 20 de Noviembre y Guadalupe, al sur
de la ciudad. Esa casa se convertía, usando sus mismas palabras, en una casa de
locos cuando sus hijos se reunían. Bromeaban y reían a carcajadas sin parar.
Y esa noche era fiesta de fin de
año.
Solían elegir a uno entre ellos,
y sobre el se iba toda la carrilla y las bromas. Nadie se enojaba, todos se
aguantaban. Casi no ponían música, no hacía falta. Era imposible aburrirse con
ellos. Eran los hijos de doña Amalia en acción.
Los unían los lazos de sangre y
las experiencias difíciles que tuvieron que sortear desde su niñez. Los unía el
inmenso sacrificio que su madre había hecho por todos ellos, sin escatimar, sobreponiéndose
a la adversidad y a la trágica pérdida de dos de sus hijos en tiempos pasados.
Doña Amalia los veía, los
escuchaba, movía la cabeza en señal de aparente desaprobación, y se salía por
ratos al patio para llorar de alegría en su interior. No podía estar más
agradecida con Dios y con su madre celestial, la Virgen de Guadalupe. Nunca la
había abandonado, ni en sus momentos más tristes. En sus oraciones solo había
una petición para la Virgencita, solo una: Madrecita santa, que siempre se mantengan
unidos como yo les enseñé, pase lo que pase.
Anita, una de sus nietas mayores,
la había seguido y la esperaba en la puerta. Su dulce vocecita angelical la
sacó de sus cavilaciones.
—Abuelita, ¿está usted bien?
—Si mijita, estoy bien, bien.
—¡Vengase para adentro abuelita!
¡Nos estamos divirtiendo mucho pero nos hace falta usted!
Acto seguido, Anita la tomó de la
mano y juntas regresaron a la fiesta…a la casa de los locos.
A Gregorio no le sorprendió que
su esposa lo despertara tan temprano en la mañana siguiente. Ya se lo esperaba. Doña Amalia le había
enviado un recado: como a las diez va a venir Olga y Eliseo con sus
familias, vienen al recalentado. Ernesto y familia ya vienen en camino.
Fingió no entender el mensaje y
se volvió a tapar con la sabana.
Unos minutos después, Erica, su
hija menor, entró para dar otro recado:
—Dice mi tío Oscar que ya quiere
almorzar.
—Pos que coma, ahí sobro mucha
carne y tamales.
—Si pero dice que no hay tortillas.
Gregorio conocía a su hermano, no
lo iba a dejar en paz. Aun no superaba la vez que le robó unos panes cuando eran chamacos.
Miró su reloj, ya eran pasaditas las
9 de la mañana. En la cocina había carne, frijolitos charros, quesito, tamales,
botanas, salsas, refrescos, había todo. Un día sin tortillas no le quita el
sueño a nadie carajo.
Doña Amalia ya lo esperaba con un
artero de masa y la tortillera. Tratos eran tratos, sobre aviso no hay engaño.
Primero intentó contar un chiste para aligerar la tensión, Oscar y Enrique lo
observaban desde la sala, con la risa contenida, como niños esperando el chanclazo
de la madre al hermano travieso.
El chiste no causo ningún efecto.
Después intentó cantar una
cancioncita de ritmo pegajoso que estaba muy de moda en esos días: Que bien que
toca el Acapulco Tropical. Cambiando la letra de la primera estrofa y dando unos
pasitos de cumbia, intentó ganarse la simpatía de sus hermanos y con un poco de
suerte, la risa y el perdón de doña Amalia:
Mi güera ven a bailar, al
ritmo de este conjunto.
Mi güera ven a bailar, al
ritmo de este conjunto.
Acapulco tropical, que ahora
nos toca con gusto.
¡Qué bien que toca el Acapulco
Tropical! ¡Que bien que toca el Acapulco Tropical!
Ta ra ra ra ra, tara tara
tarará
Sus hermanos Oscar y Enrique soltaron la carcajada,
pero no por él, sino por la reacción de doña Amalia.
Moviendo la cabeza en señal de
desaprobación, le recordó su compromiso.
—No, no, nada de bailecitos y de
acapulco tropical, ¿Pues que contiene eso? Déjese ya de payasadas. Usted va a
hacer las tortillas hijo, ese fue su compromiso. Ándele, aquí esta la masa y la
tortillera. Y vaya apurándose porque ya viene la gente.
Y entonces se sacó el último as
que le quedaba bajo la manga.
—Vente güera, vamos a hacer tortillas.
Doña Amalia, que no se había
movido de donde estaba, respondió de inmediato.
—No le ayudes Esperanza, el
compromiso lo hizo el. Y apúrese hijo porque sus hermanos mayores también
quieren almorzar.
Todo mundo comió recalentado ese día.
La mayoría repitió hasta tres
veces.
Gregorio se dedicó a hacer tortillas
durante todo el día. Era el primer día del mes de enero de 1982, y lo hizo con
gusto, alegre, y sin reclamar. Tratos eran tratos y lo acordado se respetaba.
Eso lo había aprendido de doña Amalia, su madre, desde muy temprana edad.
Aquel día acudió con gozo al
llamado de su compromiso y lo hizo de la única forma que sabía: con respeto y
con un profundo amor a su madre, a su esposa e hijas, y a sus hermanos y
sobrinos que desde siempre lo buscaban para jugar y pasar ratos agradables.
Todo en familia. Todo en paz y armonía.
Tal como le gustaba a doña
Amalia.
Tres días después de aquel
evento, doña Amalia Compeán Vázquez acudió puntual al llamado del Padre
Celestial. Su espíritu inició el viaje sagrado mientras dormía, dejando tras de
sí una historia de vida llena de enseñanzas, de buenos ejemplos, de fortaleza
ante las inclemencias de la adversidad, y dejando un gran legado de hombres y
mujeres de bien.
Su misión en esta vida había
terminado.
Su misión en esta vida estaba
cumplida.

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