El Sargento | Una historia familiar
María y Petra salieron de la
cocina apuradas, cargando dos platos grandes de comida. Los colocaron sobre la
mesa principal y esperaron discretamente las instrucciones del sargento.
Uno de los platos contenía
enchiladas rojas y verdes, el otro enchiladas de pipián y entomatadas, hechas
con tortillas recién salidas del comal, extra delgadas y pequeñas.
María y Petra esperaban con ansia
la aprobación del sargento.
Este agarró dos enchiladas verdes
y una de pipián, y comenzó a masticarlas lentamente, saboreando su textura y el
picor de la salsa. Esbozó una sonrisa de satisfacción casi imperceptible, y
levantó su dedo pulgar derecho en señal de aprobación.
María y Petra regresaron
corriendo a la cocina. Iban contentas y agradecidas por el noble gesto de su
patrón. Sin esperar más tiempo, comenzaron a preparar chocolate con leche
bronca, recién traída de la ordeña.
En la mesa principal, el sargento
comía de un plato lleno de cecina, frijoles refritos, natas de leche hervida recién
batidas con sal, aguacate, trozos de tocino frito, orejas de lechuga fresca y
agua de tamarindo endulzada con miel de colmena.
Junto a él, sus primos Galación y Jaime le
hacían compañía en los alimentos.
Después de un rato, se escuchó
desde la cocina una voz femenina y autoritaria:
—¿Ya con eso se van a llenar?
El sargento y sus primos ni siquiera se dignaron responder.
En un parpadeo la voz femenina se
apersonó frente a los comensales.
—¡Les estoy hablando chingado!
¿Ya con eso se van a llenar?
El sargento dio una leve señal y Jaime respondió sin dejar de masticar:
—¡No vamos ni a la mitad!
La joven hizo un rictus de
coraje, dio media vuelta y regresó a la cocina para ordenar que prendieran la
leña de nuevo.
María y Petra ejecutaron la orden
de inmediato y comenzaron a preparar más masa.
A la joven ya le urgía que el
sargento y sus primos terminaran de comer. Esa tarde tenía una reunión
con sus amigas de la escuela y los tres mozalbetes la estaban demorando con sus
tragazones.
Alejandrina, la joven en
cuestión, tenía instrucciones precisas de su abuelo de atender como rey al
sargento…su querido hermano menor.
Quiero que a mi sargento se le
haga de comer lo que el pida, en la cantidad que quiera, sin ningún tipo de
límites ni regaños. A mi sargento se le atiende con todo lo mejor.
La voz de don Tonche, el abuelo,
se hacía escuchar a lo largo y ancho de la casa principal, desde la hacienda
hasta el último rincón de sus propiedades. Muchos hombres y mujeres de campo
obedecían a su voz de mando, y todos eran debidamente remunerados por sus
servicios.
Dueño de una hacienda ubicada en
la loma del izote, en las afueras de Platón Sánchez, don Tonche y sus hijos
mayores se dedicaban a la cría y venta de ganado vacuno y porcino, al sembradío
de huertas de frutas y hortalizas, a la apicultura, y a la elaboración y
distribución de quesos en toda la comarca.
Para don Tonche, sus tres nietos
mayores eran motivo de mucho orgullo.
Alejandrina, Ignacio y Andrés, este
último apodado el sargento, eran la perpetuación de su estirpe junto con el
resto de sus nietos.
Hijos de su primogénito Quintín, eran
la siguiente generación sobre la cual, llegado el momento, recaería la estafeta de mando.
Alejandrina, su nieta mayor, era
la niña de sus ojos. Hermosa joven que había heredado la gracia, elegancia e
inteligencia de su madre.
Ignacio, su nieto varón mayor, era
el intelectual de la familia. Si las cosas marchaban bien, sería el cerebro
administrador de su fortuna.
Andrés, su tercer nieto, era una
historia aparte. Muy aparte.
Desde muy niño aprendió a montar a
caballo.
A los doce años era ya un jinete
experto, y a los catorce trabajaba hombro a hombro con sus tíos y los peones de su
abuelo. A temprana edad se había ganado un lugar dentro del grupo a base de
esfuerzo y coraje. No permitía tratos especiales mientras trabajaba.
Tampoco se amedrentaba ante nada. Era
valiente, osado y muy enamorado. A sus catorce traía a Petra y a María suspirando
por él. Cada día era una competencia por ver quien le servía el plato más
sabroso.
Dotado de una fuerza colosal y
una gran agilidad física, trepaba en los caballos de un salto y bajaba de la
misma forma.
En las faenas del campo,
trabajaba como jinete, arreaba el ganado junto con sus tíos, ayudaba a domar
caballos broncos, y se había iniciado en el marcado del ganado con puro hierro
forjado y al rojo vivo.
Para don Tonche, su nieto el
sargento se había ganado a pulso el trato de rey.
Nació en el campo y vivía para el
campo.
El día más triste de su infancia
fue cuando tuvo que ir a la escuela por primera vez. El abuelo quería que
aprendiera a leer y escribir. Algún día toda esa gente trabajaría para él; don
Tonche lo necesitaba letrado.
Sus días más felices eran los fines de semana, cuando se reunía toda la gente en la hacienda. Parentela y trabajadores mezclados, totalmente integrados como una sola familia.
Al calor
de las brasas asaban carnes de todo tipo, preparaban chicharrones, hacían
comilonas al aire libre, tocaban violín
y guitarra, cantaban, bailaban, y bebían aguardiente hasta perder la conciencia.
Cuando la noche llegaba, el
sargento montaba en su caballo, el que le había regalado su abuelo, y se
alejaba de la muchedumbre por un rato.
Había algo que le intrigaba desde
hacía meses.
Estando a oscuras en el monte,
podía observar unas llamaradas a lo lejos, viendo siempre hacia el sur. Al
principio creyó que se trataba de un incendio. Su padre, don Quintín, lo sacó
de su error.
—Eso que se ve allá mijo, no es
un incendio. Son quemadores de gas.
—¿Y de qué son o para qué son
apá?
—Es el gas que sacan cuando
extraen petróleo mijo.
En la escuela había aprendido que
cerca de su rancho, viajando hacia el sur, habían excavado pozos para sacar
petróleo, y a los que trabajaban en esas labores les llamaban petroleros.
Desde entonces el sargento no
dejaba de pensar, de preguntarse como sería trabajar en un pozo petrolero.
Su febril imaginación lo sacaba
por momentos de su realidad y lo llevaba a viajar hacia el sur, a trabajar en
la labor de los campos petroleros, a imaginar escenarios desconocidos, a buscar
nuevos horizontes, a encontrarse con nuevas aventuras.
Esa noche Petra y María llegaron sigilosamente
y le interrumpieron sus pensamientos.
Su hermana mayor las había
enviado a buscarlo y traerlo de vuelta. Ya estaban levantando todo, ya iba siendo
tiempo de guardarse y prepararse para dormir.
El sargento las siguió en
silencio, montado en su caballo. Cuando estaba a punto de entrar por la puerta
principal sintió unos latidos fuertes en el corazón.
Volteó para ver los quemadores
una vez más y entonces lo comprendió todo.
Una voz en su interior le hablo y
le dijo que más allá de los quemadores su destino lo estaba ya esperando.
Aquella noche, el sargento de
catorce años tomó una decisión de vida.
Aquella noche, el sargento
había decidido su futuro.
Que bonita historia de vida de el sargento me gustó mucho Oscar me imaginé toda la historia 🫂 gracias
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