La Búsqueda.
Jacobino Hernández Puk sufría los
estragos clásicos de una cruda monumental.
Después de casi cinco días de
parranda, el y sus amigos decidieron que ya era tiempo de regresar a la vida
cotidiana y de paso presentarse en la construcción que habían dejado pendiente
en la colonia San Francisco en la ciudad de Matamoros, Tamaulipas.
La dueña del local, la señora
Irasema, cometió el error de pagarles el mes por adelantado con la única
condición de que terminaran la palapa antes del día diez de mayo. Planeaba
hacer un desayuno para sus amigas más cercanas y de paso, agasajarlas con
música en vivo y otras sorpresas más. No me vayan a quedar mal muchachos
fue la única petición.
—Señito, ¿Cuándo le hemos quedado
mal? —respondió Jacobino indignado— A ver, dígame usted, ¿Cuándo?
Con el dinero cobrado por adela,
compraron lo necesario para pasar un fin de semana en playa Bagdad: carne arrachera,
lomito, salchichas, cebollas, jitomates, chiles verdes, pimientos morrón, limones,
botanas, desechables, y abundante cerveza. Tres hieleras repletas de Tecate Light,
y unas Coronitas para aderezar la carne; carbón, un asador y una casa de
campaña para tres personas.
Jacobino y sus amigos pasaron un
fin de semana inolvidable. Habían conocido a unas jóvenes que resultaron ser más
ruidosas, locas, y borrachas que ellos. Una de ellas le dijo a Mackenzie:
—¿A poco ya se van?
—Mañana hay que ir a jalar.
¿Ustedes que pedo? ¿No trabajan?
—Si pero hasta el viernes —aclaró
la joven— Acuérdate Mackenzie, nosotras trabajamos en un casino.
Mackenzie y el Papi eran los dos
chalanes de Jacobino. Rondaban los veinticinco años y trabajaban con el en la
obra desde hacía dos años. Le gustaba juntarse con ellos para convivir, eran
buenos muchachos y tenían mucha suerte con las chicas. A mis 55 nomás las
pinches moscas me siguen persiguiendo.
Cinco días después, sin comida y
sin dinero, con una cruda y cansancio monumental, y con un cuarto de tanque de
gasolina, emprendieron el viaje de regreso a la ciudad de Matamoros. Las chicas
se habían despedido un par de horas antes y habían prometido regresar en dos
semanas.
Jacobino estaba exhausto.
Cuando finalmente llegó a la entrada
de su colonia, una multitud le impidió el paso. La entrada principal del
fraccionamiento Palmares de las Brisas estaba bloqueado por una enorme fila de
coches y dos autobuses llenos de gente. Se echo de reversa y estacionó su
camioneta en una vereda que estaba junto a la calle principal. Se bajo y trató
de indagar que demonios estaba pasando.
—¡Súbase al trolebús! —le gritó
alguien— vamos a la Procu.
—¿A dónde?
—A la Procuraduría. Súbase.
Más por inercia que por ganas, se
subió al autobús y se sentó en el único asiento libre, hasta el fondo.
La caravana inició su recorrido y
se dirigió hacia la avenida Sendero Nacional. De ahí dieron vuelta a la derecha
y continuaron su camino en línea recta.
A la altura de la Bodega Aurrerá,
frente a la antigua copa, Jacobino se había enterado ya de que iban a una
marcha, y a poner una denuncia ante la procuraduría de justicia del estado.
—¿Denuncia de qué? —preguntó sorprendido.
Varios de los pasajeros le
explicaron con santo y seña la situación, y cuando pasaron frente a las
oficinas del SAT, él ya tenía una idea más o menos clara de lo que estaba
ocurriendo.
Algunos días antes se había
notado la presencia de camionetas negras con vidrios polarizados que entraban y
salían del fraccionamiento. Se hablaba de un levantón a unos jóvenes que bebían
cerveza en una esquina y de paso habían tiroteado a un señor que había
intentado defenderlos.
Tres filas más adelante, una
señora de la tercera edad escuchaba con atención lo que le decían a Jacobino. Movía
la cabeza en señal de desaprobación. Se levantó, y caminó hasta llegar frente a
él.
—Le están informando mal señor
—exclamó la señora— No fue a unos jóvenes. Se llevaron a un señor que estaba en
la esquina de la tienda de don Pepe, y unos jóvenes que estaban ahí corrieron a
avisar a sus familiares.
—La que está mal informada es
usted señito —replicó alguien más — No se llevaron a ningún señor y no había jóvenes
en ese lugar. Se metieron a robar a la tienda de don Pepe y amagaron con llevárselo
si no les daba todo el dinero.
—Eso no es cierto —exclamó otra
señora que iba escuchando— Ayer hable con don Pepe y el me contó lo que pasó. ¡Nada
de lo que están diciendo es verdad!
A la discusión se unieron tres
personas más y aquello se convirtió en una confusión general.
—Bueno —dijo una señora— Lo
importante es que vamos a poner una denuncia.
—Exactamente señito —le
respondieron — En eso si estamos de acuerdo. Pobre familia, no podemos dejarlos
solos en este momento.
—¿Y los familiares donde están? —preguntó
Jacobino.
—Van en un coche al frente de la
comitiva, junto con el abogado. Están muy tristes y preocupados.
Jacobino había estimado que la
caravana la integraban unos treinta coches y los dos trolebuses que iban
repletos de gente.
Una de las señoras extrajo unos plátanos
de su morral y le ofreció uno a Jacobino. Se ve que no ha comido en días
señor, tenga cómaselo.
Jacobino disfrutó el plátano como
si fuera la última comida en el desierto. No se lo comió de golpe. Entrecerró
sus ojos y comenzó a saborearlo lentamente mientras reflexionaba.
“No hay nada más lindo que ser
mexicano me cae de a madre”
“De los mexicanos podrán decir lo
que quieran, pero en las desgracias siempre somos solidarios”
“Un mexicano se quita la camisa
para dársela al más necesitado, a huevo”
“Que chingones somos los
mexicanos”
Sin darse cuenta se quedó dormido
un rato hasta que alguien lo despertó.
—Ya llegamos don. Hay que
bajarnos todos para apoyar al abogado de la familia.
Descendió del autobús, y se unió
a la bola de gente que se encaminaba hacia la entrada del edificio. No podrían
entrar todos, solo unos cuantos.
A cincuenta metros de la entrada
pudo distinguir un rostro muy familiar: era su esposa. A su lado iban también
su hijo y su suegra.
Y volvió a sentir de nuevo ese
orgullo de ser mexicano. ¡Esa es mi vieja chingao! Siempre apoyando al prójimo.
Por ellos, solo por ellos, hizo
un esfuerzo mayor y logró colarse a las oficinas del edificio de la
procuraduría.
El abogado de la familia habló en
representación y a nombre de todos los que los acompañaban.
—¡Hemos venido a levantar una
denuncia! — Exclamó con mucha firmeza.
—¿Cuál es el motivo? —Preguntó el
encargado del despacho.
—Desaparición forzada y lo que
resulte.
—Nombre de la persona
desaparecida.
El abogado dio un leve trago a su
botellita de agua y respondió:
—JACOBINO HERNÁNDEZ PUK.
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