La Entrevista.
Ecatepec,
Estado De México. Diciembre de 1815.
“Ten
piedad de mí, oh Dios, conforme a tu misericordia; conforme a la multitud de
tus piedades borra mis rebeliones. Lávame más y más de mi maldad, y límpiame de
mi pecado.
Porque
yo reconozco mis rebeliones, y mi pecado está siempre delante de mí. Contra ti,
contra ti solo he pecado, y he hecho lo malo delante de tus ojos; para que seas
reconocido justo en tu palabra, y he tenido por puro en tu juicio.
He
aquí, en maldad he sido formado, y en pecado me concibió mi madre”.
El
condenado terminó su oración, dio un abrazo rápido al coronel Manuel de la
Concha, su ejecutor, y dijo estar listo para entregar la vida.
Se
vendó los ojos, tomó un crucifijo entre sus manos y exclamó “Señor, si he
obrado bien, tú lo sabes, pero si he obrado mal, yo me acojo a tu infinita
misericordia”. Instantes después, se arrodilló dando la espalda al pelotón
de fusilamiento y justo antes de la descarga, resonó en su cabeza un último
pensamiento:
Yo
solo quería ser capellán.
Charo, Michoacán. Septiembre de 1810.
A
Don Miguel le informaron de una visita mientras almorzaba. No reconoció el
nombre y decidió hacerlo esperar hasta que despachó la última carta con sus
emisarios. Desde muy temprano había atendido visitas de gente de la localidad.
Comerciantes, párrocos, terratenientes y gente menuda habían desfilado por su
despacho. A los gachupines les había agarrado coraje y los mantenía lejos, a la
distancia, sin querer hablar con ellos.
—¿Qué asunto le trae por acá? —preguntó don Miguel al visitante.
—Vengo
con la esperanza de que se acuerde de mí su excelencia.
—Le
sugiero que vaya al grano y explique su diligencia.
A
don Miguel le habían dicho que se trataba de un arriero famoso en la zona,
comerciante de especies y perfumes. Sus rutas atravesaban tierra caliente hasta llegar
al puerto de Acapulco. Podría aportar recursos de los que andaba escaso. Plata
para pagar a la soldadera y mucho maíz para alimentarlos.
—Me
enteré de su movimiento y vengo a ofrecer mis servicios de capellán —respondió
animado el visitante.
¿Capellán?
¡Qué disparate!
—Entiendo
por la naturaleza del movimiento —continuó el visitante— que las acciones en el
campo de batalla requieren de un cura para dar los santos óleos y rezar por los
muertos. Estudié en el Colegio de San Nicolás en Valladolid y me recibí como
bachiller en la ciudad de México hace ya quince años.
Don
Miguel no lo recordaba y tampoco tenía ganas de hablar. Se le veía apurado,
nervioso…malhumorado.
—En
1799 me nombraron cura de Carácuaro y desde entonces he realizado labores de pastoreo
y evangelización por toda esta zona.
Don
Miguel hizo un esfuerzo por reconocer el rostro del visitante. Él había sido
rector en el Colegio de San Nicolás años atrás. Ocasionalmente impartía algunas
cátedras a los alumnos de grados avanzados. No lograba ubicarlo.
—Entonces,
¿párroco y arriero?
La
pregunta sorprendió al visitante. Respondió de inmediato.
—¡Párroco
y también arriero su excelencia! Ofrezco mis servicios a la causa que usted encabeza.
Podrá contar conmigo siempre. Estaré en la mejor disposición para ejecutar lo
que vuesa excelencia ordene y mande.
—¿Qué
tan bien conoce tierra caliente? Hábleme de sus diligencias, que comercia, por
donde trafica, cuanta gente tiene a su cargo, con cuánta gente dispone. Y sobre
todo, sea sincero y dígame sus motivos para unirse a la causa.
El
visitante habló durante treinta minutos.
Don
Miguel lo escuchó con atención y sin distracciones.
<<Buen
porte, eso se ve a leguas. Tiene facilidad de palabra, se expresa bien. Buen
tono de voz; habla con firmeza y eso es muy bueno. Me queda muy claro que está
acostumbrado a mandar y a obedecer, eso es muy raro de encontrar.
¿Cuánto
medirá? Bajito no es. Si, definitivamente tiene carácter este joven. Hay un
brillo extraño en sus ojos. No dice mentiras, ya me estoy acordando de él, era
el alumno de más edad en el Colegio. Ya recuerdo las buenas referencias que me
daban.
Vaya
pues si que conoce tierra caliente: ese camino entre Ojo de Agua y la Puchimita
solo se puede cruzar entre marzo y septiembre, ¡si lo sabré yo! Totalmente de
acuerdo, es más seguro por el camino a Purungeo.
¿Y
quiere ser capellán? ¡Qué disparate!
Esas
manos no son de párroco, no me venga con esas historias. Mire nomás, llenas de
callos y rasposas. Si le creo lo de buen jinete y sus años como caporal, se le
ve por la forma como se para. Fue buena idea no invitarlo a sentarse.
Este
hombre si impone. Mira fijamente a los ojos cuando habla. Se le nota lo
valiente. Si es vanidoso lo disimula muy bien. A este “párroco” el que lo busca
lo encuentra, y se ve que le agradan las faldas.
¿Capellán?
¡Qué disparate!
Ah
eso está muy bien, tiene a su madre bajo su protección, ¡muy bien! ¿Cuánto medirá?
Se ve que le gusta la buena mesa. ¿Será muy borracho? Ah bueno, me agrada
escuchar eso, solo la gente madura admite sus fracasos. Es raro encontrar gente
así. Me queda muy claro que a este hombre lo siguen sus hombres no solo por la
paga.
¿Capellán?
¡Qué…!>>
Don Miguel interrumpió abruptamente sus cavilaciones.
—Y
esa es mi historia su excelencia. Ya le digo, yo quiero unirme a su causa porque
creo en usted. No le niego que hay un interés personal por recuperar la
capellanía que me heredó mi abuelo, pero eso lo hago por el bienestar de mi
madre. Yo soy hombre de iglesia.
Don
Miguel se levantó y acompaño al visitante a la puerta de la habitación. Le
agradeció efusivamente su interés y prometió pensar en su oferta y tener una
respuesta para el día siguiente.
—Lo
espero mañana a las diez, en este mismo lugar.
El
visitante llegó puntual el día siguiente.
Se
sorprendió de ver a los militares en formación de ceremonia. Los había visto de
niño en Valladolid; siempre admiró a esos hombres uniformados, con porte
marcial, imponentes.
Don
Miguel salió de su habitación con un pergamino enrollado.
Acompañado
de dos militares de alto rango, se acercó y le extendió el documento. Le dio un
abrazo y le felicitó por su nuevo nombramiento.
El
visitante, sin entender que pasaba, extendió el pergamino y leyó las letras
grandes principales:
Nombramiento oficial.
José María Morelos y Pavón.
Lugarteniente del Sur y Brigadier del Ejército
Insurgente.
Nota del autor:
Este relato está basado en hechos
reales documentados por la historiografía mexicana. Los momentos previos al
fusilamiento de Morelos están registrados en las actas levantadas por el coronel
de la Concha, encargado de la ejecución.
También sabemos que Hidalgo y Morelos
habían coincidido años atrás en el colegio de San Nicolás, en la ciudad de
Valladolid (actual Morelia, Michoacán). Hidalgo era el rector del colegio y Morelos
era un estudiante más.
Morelos trabajó en su juventud
como vaquero, caporal y administrador de haciendas. Después de su
ordenamiento como sacerdote, inicio un negocio como arriero, llevando y trayendo
mercancías al puerto de Acapulco.
Morelos superó con creces al cura
Hidalgo en lo que respecta a logros militares durante la insurgencia. El
levantamiento de Hidalgo solo duró tres meses, para diciembre del mismo año de
1810 ya había sido hecho prisionero por el jefe de la tropa, Miguel Allende.
Dos meses después ambos serían capturados y ejecutados.
Morelos por su parte elevó el
movimiento a un rango superior. Se extendió por todo el bajío, tierra caliente
y la ciudad de México. Se mantuvo cinco años en pie de lucha, creo un congreso
y renunció a ser llamado presidente de la nueva república.
La pregunta que siempre me había
hecho era como se enroló Morelos a la lucha independentista. La historiografía
nuevamente nos aporta la respuesta. Hubo una reunión entre ambos en el pueblo
de Charo, Michoacán en Septiembre de 1810. Unos días después del grito en
Dolores, el cura se encontraba descansando en este pueblo cuando Morelos llegó
para solicitar audiencia con él.
Buscaba obtener un puesto como
Capellán dentro del movimiento insurgente.
¿De qué hablaron esa mañana en
Charo?
Nadie lo sabe.
No hubo testigos presenciales.
Hidalgo y Morelos jamás escribieron nada sobre esa reunión.
Lo único que sabemos es que al
día siguiente, Morelos recibió el nombramiento como lugarteniente del ejército
insurgente. En su lucha armada demostró ser un extraordinario estratega militar
(sin ser militar) al grado que puso en jaque al virreinato durante cinco años.
Su principal enemigo, el general Calleja, renunció en varias ocasiones ante su
incapacidad de contenerlo.
¿Supo Hidalgo de los logros de
Morelos?
Por supuesto que no. Hidalgo no
vivió lo suficiente para saberlo.
¿Por qué Hidalgo decidió nombrarlo
líder militar del movimiento?
Eso jamás lo sabremos, pero
podemos reflexionar sobre el hecho de que Hidalgo era un gran lector de
personas, y le basto un par de horas de charla para ver en Morelos a un líder
de gran calado.
Y esto es precisamente lo que a
mi juicio, fue la más grande aportación de Hidalgo a la causa insurgente: haber
percibido la grandeza de Morelos en una simple reunión de la que no sabemos de
que hablaron…pero podemos especularlo con un poco de imaginación.
Ese es el propósito de este
relato.
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