Por las calles de Toledo | España.
Era un sábado del mes de abril
del año 2011.
Recorría las calles de Toledo en
busca de un lugar donde comer. Había caminado toda la mañana, desde muy temprano,
recorriendo los antiguos barrios cristianos y musulmanes. Mi plan era hacer un
alto, comer unas tapas o una paella, y retomar mi recorrido hacia el antiguo barrio de la judería.
Unos turistas australianos me pidieron
ayuda; estaban perdidos y el GPS de Google no funcionaba debido a lo angosto de
las calles y la altura de las construcciones. A pleno mediodía Toledo se puede
recorrer sin tener que sufrir los estragos del sol. Saqué mi mapa, localicé el
lugar donde estábamos y con facilidad pude indicarle a los australianos hacia
donde debían dirigirse. El edificio que buscaban estaba en el barrio musulmán.
Me encaminé por una calle muy angosta;
extendí mis brazos y la recorrí acariciando las paredes de ambos lados.
Majestuosas construcciones, milenarias, testigos mudos de eventos que solo
podemos encontrar en los libros de historia. Cerré un momento mis ojos mientras
caminaba y entonces llegó, de improviso.
Mientras avanzaba comencé a
escuchar un sonido lejano pero muy bello. Parecía un sonido de cuerdas,
melódico, que provenía solo Dios sabe de dónde. Me detuve un rato y cerré mis
ojos para percibir mejor. El sonido hacía eco en las paredes de piedra y el
efecto era electrizante. Cuando los abrí descubrí a un par de jóvenes (hombre y
mujer) que hacían lo mismo que yo. Escuchaban en silencio, sin moverse y con
los ojos cerrados.
Continué mi camino pero a paso más
lento. El sonido melódico, casi celestial, seguía presente. Por momentos
cambiaba de tono. Por momentos bajaba la intensidad y después volvía con más
fuerza. Conforme avanzaba sobre la callejuela, el sonido se fue haciendo más
intenso y nítido, hasta que llegue al cruce con otra esquina.
Y entonces la vi.
Sentada sobre una silla portátil,
de espaldas a la fachada de un edificio, estaba una joven tocando un
instrumento raro. Tenía forma de violín pero era del tamaño de un violoncello,
y además de cuerdas, tenía teclas que se usaban para combinar los tonos.
El sonido que salía de ese instrumento
no lo había escuchado nunca antes en mi vida. La música que esa hermosa joven
tocaba era suave, relajante, antigua, y se esparcía por toda la calle. Me
acerqué lentamente, como hipnotizado, y me detuve a un metro de ella. Volví a
cerrar mis ojos y me dejé llevar por la hechizante melodía hasta que terminó de
tocar.
Un nutrido grupo de turistas
estalló en aplausos y yo hice lo mismo; estaba emocionado. Sin saber por qué,
mis ojos estaban húmedos y mi espíritu conmovido. Aplaudí con fuerza y cuando
la gente se alejó, aproveché para dialogar con ella.
Vestía una prenda blanca de
algodón de una sola pieza, con mangas largas y hasta los tobillos. Las mangas
tenían estampados de color y unas piezas de metal pegadas. Estaba descalza. Tenía
unos veinticinco años, de piel muy blanca, pelo castaño, ojos grandes color
café claro, cejas pobladas y pestañas curveadas.
Estar junto a ella me producía mucha
paz. Se le veía tranquila, dueña de la situación. Lo que más me impresionó fue
su mirada. Era como un alma de mil años reencarnada en una joven de
veinticinco. Su presencia irradiaba paz y armonía.
Le pregunté por el nombre del
instrumento y me respondió de inmediato, con mucha amabilidad y una ligera
sonrisa. Me explicó que era un instrumento medieval y que la música que tocaba
eran antiguos cánticos sefardíes.
Me contó también que era artista,
cantante y música, y que tocaba en las calles para promocionar sus discos
(CDs). Con la venta de estos, se ayudaba para pagar sus estudios de música que
realizaba en Bélgica.
Fue entonces cuando me percate
que a su lado había un pequeño estante con CDs. Lo que ella tocaba y cantaba estaba
grabado en esos discos y estaban a la venta. Sin pensarlo dos veces, le compré
los dos discos que estaba promocionando.
Quería seguir charlando con ella
pero ya se preparaba para tocar otra melodía. No la quise interrumpir más y me
despedí. Me regaló una sonrisa que aun me hace estremecer al día de hoy. No fue
atracción física lo que sentí, fue algo diferente, más profundo, enigmático.
Antes de irme le pregunte su nombre.
—Me llamo Ana Alcaide. Gracias
por comprar mis discos y espero que te gusten. Que Dios te acompañe siempre en
tu camino.
No supe que responder. Solo sonreí, di la media vuelta, y me alejé de ahí aturdido. La imagen de mi prima Dora, recién fallecida, me llegó de pronto y no pude contener las lágrimas. Sea quien sea esta mujer, ¡Va por tí Dorita! hasta el cielo.
Al doblar la esquina volví a escuchar el sonido celestial de su música; se fue atenuando conforme me alejé, y finalmente pude encontrar un lugar donde comer. Para mi sorpresa, solo pedí una ensalada.
Me había empachado de
alimento espiritual de la mano de una hermosa mujer, talentosa y enigmática. Ya
habría tiempo de comer tapas con cañas otro día.
La música sefardí es el nombre de
la música que componían y cantaban los judíos españoles antes de su expulsión
en 1492, por una orden de los reyes Católicos. Cientos de miles de judíos se
vieron obligados a dejar su país, sin derecho a llevarse nada, ni dinero ni
posesiones, solo lo necesario para el camino. Con llanto y dolor abandonaron la
tierra donde habían vivido durante dos mil años, y no volvieron jamás.
Tras de sí dejaron un legado
cultural inmenso y entre ellos su música, la música sefardí.
Sefardí era el nombre con el que
ellos (los judíos medievales españoles) se identificaban y distinguían del
resto de los judíos de la diáspora. Las letras de sus cánticos están escritas
en la lengua castellana de la época: español antiguo. Escucharlos es como viajar
al pasado, y es también un recorrido espiritual ya que muchas de sus letras
hacen referencia a pasajes de la Torah (el Antiguo Testamento). Escucharlos es
acceder de primera mano a la espiritualidad musical de esos hombres y mujeres
de Dios, del Dios de Abraham.
Quiero hacerte un par de regalos a
ti, querido lector.
Sin más preámbulos, te presento a
la mujer que hace trece años me cautivó con su música mientras recorría las
calles de Toledo.
Espero que te guste tanto como a
mí.
Ana Alcaide
Y te regalo un segundo video, cantado totalmente en español antíguo (sefardí).
Durme, Durme hermozo hijico (duerme, duerme, hermoso hijito).
durme, durme sin ansia y dolor (duerme, duerme, sin preocupaciones ni dolor).
Cerra tus lindos ojicos (cierra tus lindos ojitos).
durme con savor (duerme dulcemente).
A la escola tu te irás (A la escuela irás).
Y la ley t'ambezarás (y estudiarás la Torah).
¿Qué te pareció?
Que enriquecedora experiencia y qué deleite de música!!!
ResponderBorrarExquisito, no hay una palabra que pueda describir la sensación de haber estado ahí, viví el recorrido en cada palabra y en cada paso, tienes ese don de transportarnos y hacernos vibrar y sentir en cada uno de tus relatos, uff! Y que broche de oro conocer a esta alma vieja, ANA ALCAIDE, gracias por tanto!! y si, Dora estuvo ahí.. te adoro! 🙏
ResponderBorrarDesde que empezó la melodía se me puso la piel chinita. Que belleza de sonido y que belleza de voz de Ana, realmente se escucha hermoso. Te felicito Óscar, cómo siempre, haciéndonos vibrar con tus historias.
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