Boda en la Montaña | Los Invitados.
Palmillas, Tamaulipas. 2 de Junio de 1912.
<<Y en esta tarde de
fiesta y regocijo, ante la presencia de todos ustedes, quiero proponer un
brindis para festejar a la distinguida pareja que hoy inicia una nueva etapa en
su vida. La etapa más importante, la etapa de la comunión en el amor y el
compromiso, del respeto y el cuidado. Que este matrimonio constituya el medio
moral para fundar la familia, piedra angular de toda sociedad.
Brindo por don José Praxedis
Navarro Montelongo, hombre cabal, quien fiel a sus principios y obligaciones
dará protección, alimento y dirección a su bella y joven esposa, tratándola
siempre como a la parte más delicada, sensible y fina de sí mismo, y con la
magnanimidad y benevolencia generosa que el fuerte debe al débil, manifestará
siempre su gallardía varonil forjada en el rigor del trabajo duro y honesto, y
en los valores que desde muy temprana edad adquirió de sus progenitores, don
Francisco Navarro y la señora Martina Montelongo, ambos ya en la presencia de
nuestro Señor>>.
Don Francisco Estrada hizo un
alto para tomar aire y beber un poco de mezcal. La garganta se le estaba
secando de tanto hablar. Estaba en su ambiente, hablar era lo suyo. Cinco años antes había sido el orador principal en un evento altruista realizado en Tula,
patrocinado por doña Carmelita Romero de Díaz. Aquella tarde se lució frente a
la esposa de don Porfirio. Dos años después su talento y dedicación se vieron
premiados con la alcaldía del pueblo, del pueblo de sus amores, Palmillas.
Entre los asistentes estaba un
joven periodista procedente de Ciudad Victoria. Había renunciado recientemente
a su trabajo como maestro de primaria y se había incorporado como director del
periódico El Cautiverio, ubicado en la capital del estado. Su presencia ahí era
circunstancial: la familia de su padre tenía fuertes lazos de amistad con el
obispo Monseñor Rigoberto Pérez Luna, el mismo que había casado a los novios.
El obispo lo invitó de última
hora y el joven aceptó la invitación.
Escuchaba divertido al orador de
la fiesta. Había logrado detectar cierto plagio en el discurso de don Francisco
Estrada. Como hombre letrado que era, conocía de memoria la epístola de Melchor
Ocampo, la cual el simpático orador incluía en su discurso sin dar el crédito
correspondiente a su autor original.
El joven de veintiún años era
oriundo de Victoria y respondía al nombre de Emilio Portes Gil.
<<Brindo también por la
ahora esposa María Eliza Aguiar Castro, muy apreciada y respetable,
perteneciente a una de las familias más queridas y honorables de nuestro
pueblo. En su condición de mujer, será ella la encargada de proveer abnegación,
belleza, compasión, perspicacia y ternura. A su marido le debe, a partir de
ahora, obediencia, agrado, asistencia, consuelo y consejo, tratándolo siempre
con veneración; como se debe tratar al hombre proveedor que apoya y defiende,
sin renunciar nunca a la delicadeza en su hablar y en sus modos. Tal como lo
aprendió desde la cuna, de la mano de sus progenitores Don Braulio Aguiar
González y la señora María Rafaela Castro Badillo, ambos presentes en esta
fiesta>>.
Don Francisco Estrada hizo un
alto nuevamente, esta vez para hacer una ligera reverencia a los padres de la
novia.
Y volvió a la carga, de su ronco
pecho y sin leer.
<<Que el uno y el otro
se deben y tendrán respeto, deferencia, fidelidad, confianza y ternura.
Levantemos nuestras copas y
digamos todos ¡SALUD! ¡QUE VIVAN LOS NOVIOS!>>.
Todos los presentes alzaron sus
copas y acompañaron al orador con las mismas exclamaciones.
¡SALUD!
¡QUE VIVAN LOS NOVIOS!
El efecto soporífero del discurso
combinado con el aguardiente que corría a raudales había hecho efecto y la
gente estaba ansiosa por darle duro al zapateado. Los miembros del grupo Los
Colibríes de San Miguel se habían impacientado con tanta oratoria y dieron
rienda suelta al bajo sexto y a los violines.
La euforia se desató de nuevo, el
bailé se reanudó y el templete de madera se llenó de gente.
Junto a la mesa de honor se
ubicaban los Navarro con toda la parentela proveniente de Bustamante, Tula y
San Luis Potosí.
El patriarca de la familia y
hermano mayor del novio, don Gregorio Navarro Montelongo, bebía licor de sotol
junto a su esposa, su hijo mayor del mismo nombre y su sobrino Tirso Navarro,
primogénito del novio, procreado en un primer matrimonio.
Los Navarro eran oriundos de un
pueblo cercano: Bustamante, Tamaulipas. Eran agricultores y comerciantes al
mayoreo. El padre de ellos, don Francisco Navarro, había emigrado de Mexquitic San
Luis Potosí en 1845, siendo un niño de ocho años. Se asentó en Bustamante y se
hizo hombre trabajando. Contrajo matrimonio con doña Martina Montelongo,
oriunda de Jaumave, Tamaulipas y procrearon dos hijos: Gregorio y José Praxedis
(el flamante novio de esa tarde).
Gregorio el mayor comenzó a
trabajar en el campo y pronto mostró dotes para el comercio. Contaba con
veinticinco años cuando adquirió su primera propiedad: el rancho el Aguacate.
Posteriormente adquirió un terreno cercano a Bustamante y construyó su primera
hacienda: Santa Ifigenia. Por esa época su hermano menor, José Praxedis, se
integró a los negocios familiares y juntos se dedicaron al cultivo de la
lechuguilla para exportación.
Con la llegada de don Porfirio
Díaz al poder, se puso en marcha un programa de desarrollo económico basado en
la producción interna. Estimuló la migración hacia zonas con potencial de
crecimiento y todo el valle del sur de Tamaulipas se llenó de gente que buscaba
trabajar en las nuevas haciendas que se iban creando alrededor del negocio de
la lechuguilla, el cultivo de hortalizas, la ganadería, y el comercio en
general. Fueron épocas de bonanza en la región.
Para el inicio del nuevo siglo,
año 1900 del señor, los hermanos Navarro habían prosperado de manera
significativa. Habían creado un consorcio de tres haciendas (Mamaleon, Santa
Ifigenia, y el Capulín) y un rancho que servía de granero para toda la comarca:
el Aguacate.
Durante el periodo comprendido
entre 1900 y 1910 (justo antes del estallido revolucionario), el negocio de
exportación de la lechuguilla los había enriquecido de manera significativa. El
comercio al mayoreo y la exportación los hizo entrar en contacto con arrieros
transportistas dedicados al traslado de mercancías y ganado vacuno.
Los Aguiar (familia paterna de la
novia) eran arrieros y pequeños comerciantes. El patriarca de la familia, don
Braulio Aguiar González había heredado el negocio familiar a su hijo mayor, Braulio
Aguiar Estrada, medio hermano de María Eliza y organizador del acuerdo
prenupcial entre la joven novia y los Navarro. Estos eran sus clientes habituales
para el traslado de productos.
María Eliza escuchaba a la banda
con alegría y nostalgia. Ella misma había formado parte del primer grupo de
música de viento en Palmillas, Tamaulipas, fundado en 1907. Contaba entonces
con diecisiete años y logró convencer a sus padres de que la dejaran tocar. En
su niñez había tomado clases de violín y piano junto con sus hermanas Rebeca y
Rafaela.
Su etapa de música había llegado
a su fin.
A partir de ese momento sería la
esposa de uno de los hombres más influyentes de la región. Nuevas obligaciones
la esperaban, entre ellas la de ser madre… y pronto. Su esposo estaba próximo a
cumplir los cincuenta y quería tener más descendencia.
Entre los invitados se podía ver
a la crema y nata del pueblo y de la región. Comerciantes, arrieros, militares,
hacendados y amistades de la familia de los novios.
En la mesa de honor, junto a los
esposos y padres de la novia, se encontraba el general Alberto Carrera Torres y
don Francisco Ibargüengoitia, considerado por muchos el terrateniente más rico
de Tula. Procedente de España, había logrado amasar una fortuna explotando las
minas de cobre y plata de la región. Sentó sus reales en Tula y compró la
hacienda las Calabacillas.
El general Alberto Carrera Torres
se había levantado en armas en apoyo al movimiento político de don Francisco I.
Madero y había tomado control político y militar del municipio de Tula el año
anterior, 1911.
Gracias a la política interna de
pacificación y a su rechazo a la violencia, el presidente Madero había logrado
mantener a raya los excesos de los revolucionarios. En la zona centro y sur de
Tamaulipas se vivía una paz en apariencia, sostenida por delgados hilos de
poder que propiciaban un efecto de vaivén entre las presiones de los líderes
revolucionarios locales, y las concesiones de los terratenientes.
Esta fue la razón por la que el
recién nombrado General Brigadier del Ejército Revolucionario, Alberto Carrera
Torres, se encontraba esa mañana entre los asistentes a la boda de María Eliza
y José Praxedis. Era el invitado especial. Los padres de Carrera Torres habían
trabajado en el rancho El Aguacate, propiedad de los hermanos Navarro, cuando
el general era todavía un chamaco. Se conocían bien y mantenían una tensa amistad,
relativamente estable.
Alberto Carrera Torres había
iniciado su carrera como maestro y después se había dedicado a orientar a los
trabajadores de las haciendas para que exigieran un mejor trato y una paga
digna. Los hacendados de la región decidieron dar un escarmiento a Carrera y le
mandaron dar una golpiza que le hizo perder una de sus piernas.
Los Navarro protestaron desde el
principio y juraron que ellos no habían tenido nada que ver en el asunto.
El general había decidido asistir
por insistencia de su padre, Don Candelario Carrera, quien era amigo personal de
Braulio Aguiar Estrada, el medio hermano mayor de la novia. Ambos dedicados al
negocio del transporte de mercancías.
Eliza se opuso a la presencia del
general desde el día que se enteró, pero todo había sido arreglado por su
futuro esposo, su cuñado y su hermano mayor. Sin voz ni voto se resignó a
tolerar la presencia de aquel sujeto a quien ella consideraba indigno de estar
ahí.
En otra de las mesas principales
se encontraban las hermanas de la novia: Rafaela, Rebeca, María Esther y
Ramona. Esta última ya casada y con una hija de doce años quien la acompañaba
en la mesa. Mujeres bellas y jóvenes, elegantes, con clase y buenas maneras. Recibían
las miradas de todos los asistentes, en particular de tres de los comandantes
que acompañaban a Carrera Torres.
Pero había una invitada que
llamaba la atención y destacaba más que el resto de los asistentes: Josefa
Aguiar Castro, la hermana menor de María Eliza. Siendo muy pequeña fue enviada
a estudiar a los Estados Unidos de Norteamérica con un matrimonio
estadounidense.
John Monroe, el jefe de la
familia y viejo socio de don Braulio, le ofreció llevar a una de sus hijas a
vivir con su familia en los Estados Unidos. Estudiaría, haría vida y trabajaría
con ellos como ama de llaves durante el tiempo que ella quisiera. Don Braulio y
su esposa aceptaron el ofrecimiento y Josefa emigró al país del norte siendo una
niña.
Con veinte años recién cumplidos,
personificaba la belleza y la elegancia de Nueva York, lugar de residencia del
matrimonio. A su corta edad había viajado por toda la unión americana y Europa.
Su inglés era nativo y el castellano lo hablaba con dificultad, haciéndola aún
más interesante a los ojos de todos los asistentes.
De piel muy blanca, pelo castaño,
ojos color café claro, y un bello porte físico. Portaba un vestido color azul de
manga larga con bordados en hilo de oro, y un sombrero de gamuza color crema
que había adquirido en la tienda Soho, en pleno centro de Manhattan.
Josefa pertenecía a un mundo muy
diferente. Su risa era escandalosa. Sus modos eran a la usanza estadounidense.
Y aun así, no dudó un instante para hacer el viaje en tren desde Nueva York
hasta la ciudad de McAllen, Texas. Amaba a su hermana y a su familia entera.
Entre las novedades que traía del
país del norte, contaba a la concurrencia la historia de un boleto de barco que
había adquirido a un costo muy elevado y que no pudo utilizar. El boleto era de
color naranja y tenía estampadas la fecha y hora de partida, y en la parte baja
una impresión muy discreta que se leía: First Class.
En abril de ese mismo año, Josefa
planeaba realizar un viaje a Europa con sus patrones. Se embarcaría en un
crucero que la llevaría desde Nueva York hasta el puerto de Cherburgo, Francia.
Lamentablemente el viaje no se
pudo concretar. El crucero nunca llegó.
El barco zarpo de Inglaterra y se
hundió en su viaje inaugural el 14 de abril de 1912, a 600 kilómetros al sur de
la isla canadiense de Terranova, muy cerca de la costa noreste de los Estados
Unidos. Según Josefa, se hablaba de miles de muertos, la mayoría hombres. Solo
sobrevivió un pequeño contingente formado principalmente por mujeres y niños.
Josefa había hecho circular entre
los asistentes varios periódicos de Nueva York que narraban la tragedia y
mostraban fotos del crucero.
El presidente municipal, don
Francisco Estrada, escuchaba la historia con mucho interés. En sus años
vividos, jamás había viajado más allá de Tula. Le atraía mucho la belleza y la
juventud de Josefa. Dio un trago largo a su vaso de aguardiente y preguntó cómo
se llamaba el crucero.
Ella respondió en inglés:
—¡TITANIC!
Pasaron las horas y el sol
comenzó a perderse por el poniente. María Eliza se alejo un momento del lugar, necesitaba
respirar aire fresco. Se encaminó hacia el extremo oriente de la plaza y fijo su
mirada sobre la imponente sierra por donde veía salir el solo cada mañana.
Negros nubarrones se formaban en
lo alto de la montaña y habían comenzado a desplazarse hacia el pueblo. La fiesta
terminaría pronto.
Súbitamente, mientras observaba
las nubes, sintió un extraño escalofrío que le recorrió todo el cuerpo. Era una
sensación rara y muy desagradable. El cielo comenzó a oscurecerse
y ella tuvo un presentimiento que le hizo exclamar un alarido que nadie
escuchó.
En lo más profundo de su corazón
algo le decía que los nubarrones de esa tarde llegarían para quedarse.
Cerró sus ojos y comenzó a rezar
las oraciones que su madre le había enseñado desde pequeña.
Eran su único refugio.
Eran sus únicas aliadas.
Epílogo.
Ocho meses después, el 13 de
febrero de 1913, los nubarrones se hicieron realidad en la capital del país y
se extenderían a lo largo y ancho de la república trayendo tragedia, muerte y
desolación a cientos de miles de personas inocentes.
El 13 de febrero de 1913 estalló
la rebelión de Victoriano Huerta la cual produjo la tristemente célebre decena
trágica en la ciudad de México. Los militares aliados a Huerta salieron del
edificio de la ciudadela y se lanzaron contra el presidente Madero. Este fue
hecho prisionero junto con el vicepresidente José María Pino Suárez y ambos fueron
asesinados a mansalva en las afueras del Palacio de Lecumberri.
Y la guerra sin cuartel se desató.
En la zona del sur de Tamaulipas
el avispero explotó y el general brigadier José Carrera Torres, junto con sus
huestes, se levantó en armas contra el usurpador y contra todo el régimen
establecido.
Hacendados y comerciantes fueron
objeto de persecución, de despojo sin cuartel, y en algunos casos de asesinato.
El esposo de María Eliza, don
José Praxedis Navarro Montelongo, y su hermano mayor don Gregorio Navarro Montelongo
fueron secuestrados por una banda de gavilleros y asesinos amparados por el
movimiento revolucionario.
En un principio pidieron un rescate.
El rescate se pago en tiempo y
forma: cinco recipientes metálicos repletos de centenarios de oro fueron entregados
por María Eliza, y a cambio recibió los cadáveres de su esposo y de su cuñado… masacrados
sin piedad.
Eran los tiempos de la
revolución.
Eran los tiempos en que el pueblo
se cobraba justicia, hacía desmanes, causaba tragedias, y todo en nombre de la
liberación del pueblo oprimido.
Tiempo después los
revolucionarios ingresaron a la casa de Ramona Aguiar Castro, hermana mayor de María
Eliza, y en presencia de ella y de su esposo ultrajaron en grupo a su inocente
hija de trece años; la joven no sobrevivió. Su padre intento defenderla y
recibió una metralla que lo dejó inconsciente durante varios días y minusválido
por el resto de su vida.
Son tiempos de violencia y
justicia, gritaban las huestes enardecidas.
María Eliza estaba encinta cuando
la tragedia inició y con muchas dificultades pudo tener a su bebé, a su único
hijo. Y con el en brazos se lanzó a huir por caminos, veredas, ríos y montañas.
Conoció el horror en primera persona y soportó el miedo bajo el amparo de su fe
y de las estrellas que la consolaban durante las noches de zozobra.
Con la fortaleza y determinación
que solo una madre puede dar, su pequeño logró salvarse y creció, se hizo
hombre y es el motivo por el cual yo estoy escribiendo esta historia el día de
hoy.
Ese pequeño era mi abuelo,
Praxedis Navarro Aguiar, el padre de mi padre. El abuelo de mi hermana y de todos
mis primos y primas por la vía paterna.
Este segundo relato y el anterior
son producto de una larga investigación en archivos oficiales en línea, en
crónicas de la época, y en relatos aprendidos de mi padre y de mis tíos. Algunas
lagunas fueron completadas a base de conjeturas lógicas.
El ejemplo más claro es la
relación que pudo haber tenido el general Carrera Torres con los Navarro. No hay
relatos que los asocien directamente, pero sabemos por las crónicas que los
padres del general vivieron y trabajaron en el rancho El Aguacate, cuando este
era un niño. Dicho rancho era propiedad de los Navarro.
Durante mi investigación llegue a
considerar la hipótesis de que las huestes de Carrera habían sido las responsables
de la muerte de los Navarro.
Sin embargo encontré una crónica que
narra que cuando el general era conducido hacia ciudad Victoria, Tamaulipas
para ser fusilado en 1917, la cuadrilla militar que lo llevaba hizo un alto en Bustamante.
Estando ahí, el presidente municipal se compadeció del estado deplorable en que
se encontraba el general: visiblemente golpeado, harapiento, con las costillas
rotas, con la pierna infectada, con 38 grados de temperatura corporal, y sin
haber probado bocado en días.
El presidente municipal ordenó de
inmediato que se le diera atención médica y sanitaria hasta que repusiera el
semblante y pudiera retomar el camino. Días después lo despachó rumbo a su
destino final bañado, alimentado, y curado de sus heridas, como correspondía al
honor de un general que iba a ser juzgado y ejecutado por el gobierno federal.
El nombre del presidente
municipal, según la crónica, era Gregorio Navarro. Mi hipótesis es que se
trataba de uno de los hijos de don Gregorio Navarro Montelongo, muerto años
atrás junto con su hermano José Praxedis.
Alguien me preguntó recientemente
por qué escribía estos relatos tan antiguos. La pregunta es muy válida, siempre
hay cosas más importantes que hacer. Aún así, lo hago por varios motivos.
En primer lugar escribo por la
memoria de aquellos y aquellas que se fueron de este mundo hace mucho tiempo y
que ya nadie recuerda. Nadie ora por ellos, nadie paga una misa por sus almas;
han pasado a la historia invisible de los muertos. Y de esos que hoy están bajo
tierra provenimos todos lo que ahora la poblamos.
La historia de mi bisabuela María
Eliza me ha conmovido e intrigado desde que la comencé a escuchar por boca de mi padre cuando era niño.
Cuando tenía 23 años intenté
documentarme directamente de mi abuelo, pero el se negó a hablar. Lo hizo con
diplomacia y astucia, me remitió con mi tío Goyo alegando que el conocía mejor
la historia. Decidí respetar su silencio.
Hay lugares tan oscuros y llenos
de dolor a los que es mejor no acercarse nunca.
Escribo también por mis tíos, mis
primos y cualquier persona que no sea miembro de la familia y que quiera
acercarse a nuestro pasado. Después de todo, estos relatos están alojados en un
blog digital de internet y son de acceso libre para todo el mundo.
Escribo también por mis sobrinos,
la nueva generación. Con la esperanza de que cuando sean adultos lleguen algún
día a sentir curiosidad por sus antepasados, o para completar algún trabajo
escolar.
Y finalmente escribo para los
hijos, nietos y bisnietos de mis sobrinos. Nunca se sabe, quizá en cien años
exista un locuaz que tenga ganas de escarbar en sus orígenes y estos relatos
puedan serle de alguna utilidad. Nunca se sabe.
Sigamos contando historias.
Había escuchado un poco de la historia de nuestros bisabuelos pero no tan detallada, muchas gracias corazón por este relato, es bueno conocer nuestros ancestros, te mando un fuerte abrazo y la bendición de Dios.🙏🏻✨
ResponderBorrarMuchas gracias Oscar por tu ardua labor de investigación y elaboración de este relato histórico. Una historia para mi casi desconocida; muy pequeños fragmentos conocía y, hasta ahora , la pude comprender con tu relato ( como piezas de un rompecabezas que por fin se arma). Mis oraciones sean para todos ellos, nuestros ancestros, que en paz descansen🙏
ResponderBorrarTienes razón sobrino, hay lugares tan oscuros y llenos de dolor que es mejor no acercarse nunca. Hace algunos años intenté escribir mi vida, mi madre, mi padre, la de tu papá y mis otros hermanos; inicié a escribir, pero cuando llevaba algunas cuartillas no pude continuar y no lo haré. La vida a veces nos lanza muchos arpones, algunos se clavan y con el tiempo los sacamos; pero otros se quedan clavados para siempre en nuestra mente y nuestros corazones, teniendo que aprender a vivir con ellos. Por eso mismo tu papá te envió con tu tío Goyo. Un abrazo hijo
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