El Regio y la Mosca.

 



Poza Rica, Veracruz. Diciembre de 1965.

 

Miguel Malpica, los hermanos Oscar y Enrique Navarro, y un amigo al que llamaban don Beto, almorzaban animadamente una mañana de sábado en el restaurante El Petrolero, ubicado frente a los almacenes generales de la empresa Petróleos Mexicanos (PEMEX), a un costado de la Plaza Cívica.

Comían de un platón grande repleto de sopes, bocoles y molotes, rellenos con guisos variados, huevito en salsa verde, frijoles y queso de hebra. Acompañaban su almuerzo con sendas tasas de café con leche.

Eran las 7:30am. Habían trabajado durante el turno de la noche y después del almuerzo los esperaba una larga siesta en una cuartería de madera que rentaban entre todos, ubicada en la colonia Tajín.

Hombres jóvenes, con sueños y aspiraciones, trabajadores, y muy amigos entre ellos. Era un día sábado y hacían planes para las fiestas navideñas que se aproximaban. Enrique y Oscar no paraban de hablar de su pueblo querido, ubicado en un valle al pie de la sierra madre oriental, al sur del estado de Tamaulipas.

—Están buenos los bocolitos don Beto, pero si probara las gorditas de mi pueblo ya no le darían ganas de regresarse —comentaba Oscar con orgullo.

—¿Y entonces qué anda haciendo usted por acá oiga? —replicó don Beto en tono de broma.

—Trabajo don Beto, puro trabajo —respondió Oscar con un aire serio y meditativo.

Charlaban animadamente entre ellos, saludaban a los compañeros que llegaban, y entre el bullicio de todos le daban vida a uno de los restaurantes más emblemáticos de la ciudad en esa época.

Licha, la mesera, les comentó que el pozole estaba ya listo, pero ellos declinaron y continuaron comiendo de lo mismo.

En una mesa individual que estaba junto a la de ellos se había sentado un joven a quien don Beto reconoció y saludó efusivamente. Es amigo mío, le dicen el regio, es del meritito Monterrey.

El regio era un joven recién llegado a la ciudad procedente de la sultana del norte; había emigrado de su terruño en búsqueda de oportunidades.

Se sentó junto a ellos y ordenó un pozole con tostaditas y una coca cola bien fría.

Al poco rato, don Beto y sus amigos conversaban animadamente con el regio.

Miguel Malpica le hizo una pregunta:

—Oiga amigo, ¿qué tan cierto es que los regiomontanos son muy codos?

—¿Muy qué? —preguntó el regio.

—Muy tacaños —aclaró Oscar.

—Ah, ya se de que hablan. Pues mire usted mi amigo, la puritita verdad, eso es un mito.

—¿Un qué? —preguntó Malpica.

—Una mentira, una mentira que se repite y se hace verdad, pero sigue siendo mentira —aclaró Oscar como si fuera el maestro.

—Exactamente —respondió el regio— usted si sabe, mi amigo.

Pasaron diez minutos charlando, el pozole llegó recién hervido, y los amigos pidieron una canasta de pan para completar su almuerzo.

Súbitamente, de la nada, apareció una mosca sobrevolando el plato de pozole. Y con un atrevimiento que solo se ve en el estado de Veracruz, la mosca coqueta se lanzó sobre el trozo de carne de puerco que sobresalía del caldo. Lo hizo con tan mala puntería, quizá por la velocidad o tal vez porque estaba aún modorra, que cayó en el caldo y comenzó a hundirse mientras intentaba aletear sin mucho éxito.

Todos los vieron.

Licha la mesera se ofreció a traerle un pozole nuevo, pero el regio declinó la oferta con gallardía. Solo respondió no se preocupe mi reina, ahorita lo arreglo.

Don Beto y sus amigos sintieron mucho asco. Enrique se levantó de inmediato y se dirigió al baño con nauseas. Malpica se atragantó con un molote relleno de picadillo y Oscar se limitó a refunfuñar y mover la cabeza de un lado a otro.

El regio permaneció unos instantes sin hacer nada. Observaba a la mosca con detenimiento y analizaba sus aleteos desesperados. Era cosa de unos segundos antes de que entrara en coma y dejara de respirar con los pulmones repletos de caldo de pozole.

Este es el momento pensó el regio.

Introdujo sus dedos en el caldo, con una maestría propia de quien ha realizado esa operación muchas veces, y extrajo con rapidez a la mosca moribunda.

Acto seguido, inició el proceso de aspiración.

Colocó a la mosca junto a sus labios y con una destreza admirable comenzó a succionar el caldito que escurría de ella. Repitió la operación un par de veces más y cuando estimó que ya no había nada que extraer, colocó la mosca sobre la mesa, junto al plato de pozole.

Todos los presentes observaron el acto, incluyendo el cocinero y el gerente del turno matutino.

Después de unos minutos que parecieron siglos, la mosca revivió. Se puso de pie, accionó sus alitas, esperó unos instantes para orientarse y salió volando precipitadamente del restaurante.

El lugar permanecía en silencio. Nadie se atrevía a moverse ni a decir una sola palabra. Solo se escuchaba el ruido de los coches pasando por la avenida. Un vendedor ambulante de etnia totonaca se asomó y ofreció zacahuil, pero nadie le hizo caso.

El regio tomó su cuchara y justo cuando iba a sopear de nuevo su caldo, levantó la vista y se percató de que todos lo observaban de manera extraña. Es lógico pensó, esta gente está acostumbrada a que los estafen, a que les vean la cara, a que les roben, son agachones pues.

Y con un marcado acento norteño exclamó:

—¿Cómo ven a esta méndiga?

—¡Quería almorzar gratis!

—¡Pero no se llevó nada la desgraciada!

 

Al fondo del restaurante, la puerta del baño se abrió y Enrique salió recuperado. Se dirigió hacia la mesa de sus amigos y cuando pasó frente a la mesera, le dijo:

—Véndame un sal de uvas por favor Licha.

 


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