La desesperación de la anciana.
Hace un par de días me puse a ojear
un libro viejo que tenía olvidado en mi librero. Recuerdo haberlo adquirido
hace más de veinte años, lo acomodé en un rincón y durante más de dos décadas
permaneció ahí, inerte, testigo mudo de mis idas y vueltas, soportando
diariamente la interminable labor de limpieza de la señora Lupita.
El título: Pequeños poemas en prosa.
El autor: Charles Baudelaire.
Francés. Está considerado por los críticos como uno de los mejores escritores del siglo
XIX.
El libro es un compendio de
pequeños cuentos, anécdotas y narraciones que tienen como intención principal
producir un impacto estético en los lectores. El autor se propuso hacer de
esas narraciones unas pequeñas obras de arte en cuestión de estilo; hacer volar
al lector con su lectura, como si de poemas épicos se tratara.
Y lo logra. Desde su publicación hace más de cien años, este libro es uno de los más vendidos en el mundo.
Fue uno de esos poemas lo que me motivó a redactar este artículo. Se titula “La desesperación de la vieja”. Lo
transcribo en su totalidad ya que es muy breve:
“La viejecita apergaminada se
alegró mucho al ver a aquel bonito niño a quien todos festejaban, a quien todo
el mundo quería agradar; a aquel bonito ser, tan frágil como ella, la
viejecita, y como ella también, sin dientes y sin pelo.
Y se acercó a él con la
intención de hacerle sonrisitas y carantoñas agradables.
Pero el niño, asustado, se
resistía a las caricias de aquella buena y decrépita mujer y llenaba la casa con
sus gritos.
Entonces la buena anciana se
retiró a su eterna soledad, y mientras lloraba en un rincón se decía: <<¡Ay!,
para nosotras, las pobres viejas, ha pasado la hora de agradar, incluso a los
seres inocentes, y ¡horrorizamos a los niños a los que nos gustaría
querer!>>”.
Fin del relato.
Y entonces me quedé dormido.
A la mañana siguiente me levanté
con una fuerte sensación de deja vu.
Esa historia me produjo sensaciones raras,
como si yo hubiera sido el niño protagonista.
Tuvo que pasar un día entero,
dedicado a otras actividades, para finalmente recordar y confirmar la
evocación.
En la primavera de 1974, con cinco
años recién cumplidos, mi padre me llevó a visitar su pueblo natal:
Palmillas, Tamaulipas.
Enclavado en un valle al pie de
una cadena montañosa perteneciente a la Sierra Madre Oriental, Palmillas era un
pueblito pequeño, pintoresco, con calles empedradas (las primeras que veía), y
con casas enormes hechas de piedra y adobe, y con paredes muy gruesas. Recuerdo la intensa emoción que sentí mientras el autobús avanzaba con lentitud sobre la calle que llevaba a la plaza principal.
Era la tierra de mi padre, de mis
tíos, de mis abuelos…y de otras personas que ni siquiera imaginaba que
existían.
El autobús nos dejó frente a la
plaza, a un costado de la iglesia. Descendimos y entramos en la primera
casa que encontramos. Era la casa de doña Rebeca Aguiar, hermana de mi
bisabuela María Eliza quien había fallecido recientemente.
La puerta se abrió y de ella
emergió una viejecita que me hizo recordar la imagen de la Virgen de Guadalupe.
Era doña Rafaela Aguiar, una de las hermanas mayores de mi bisabuela. Tenía 89
años, irradiaba paz, dulzura, amor, y me recibió con una sonrisa mientras se
esforzaba por agacharse y darme un abrazo.
Yo le correspondí de manera
espontánea.
Nos ofreció café de olla y unas galletas hechas por ella misma.
Después de un rato mi padre se levanto de la
mesa y me dijo:
—Vamos para que saludes a
Ramoncita.
—¿Y quién es ella?
—Es la hermana mayor de tu bisabuela
María Eliza.
Salimos por la puerta que daba al
patio trasero, lo atravesamos y entramos en una recámara oscura. No había foco.
Solo un quinqué en la esquina iluminaba nuestras siluetas.
Rápidamente me acostumbre a la
oscuridad y pude ver a una viejecita acostada en una cama. Al acercarnos mi
papá le hablo con fuerza al oído porque ya casi no escuchaba.
—Ramoncita, este niño es mi hijo.
Se llama igual que yo y la quiere saludar.
Acto seguido mi padre me pidió que
me acercara y le diera un beso.
Al tenerla frente a mí pude ver
su rostro y me impactó por un momento. Tenía 95 años y su cara estaba completamente arrugada. Frente, sienes, mejillas, mentón, labios, todo absolutamente
arrugado. Sus ojitos estaban cerrados porque ya no podía ver.
A pesar de esto, no sentí miedo como el niño de la historia de Baudelaire. Lo que sentí fueron unas
ganas inmensas de abrazarla y besarla en las mejillas.
Y así lo hice.
Mi padre me tuvo que levantar
porque la cama estaba demasiado alta para mí.
Con sus manos la viejecita toco mi cara,
recorrió mi rostro, me acarició el pelo, y después de unos instantes exclamó con una voz suave, casi imperceptible:
—¡Que hermoso niño! ¡Que bello
niño que no siente asco por besar a una vieja arrugada como yo!
No entendí nada de lo que dijo, pero sus palabras se quedaron grabadas en lo más profundo de mi memoria y han permanecido ahí hasta el día de hoy.
Mis visitas al pueblo durante los tres años siguientes fueron más o menos asiduas hasta que la venerable viejecita falleció en 1977 a la
edad de 98 años.
Nunca dejé de
abrazarla y darle besos.
Una tarde en mi natal Veracruz, mi padre y yo charlábamos amenamente mientras tomábamos café en la mesa de la cocina. Me contaba anécdotas de su niñez y juventud vividas en su pueblo natal, aquel que tantas veces visité en mi niñez.
De pronto recordé aquella viejecita que había conocido cuando era un niño y le pedí que me hablara más de ella. Yo tenía veintidós años recién cumplidos y mi padre consideró que ya tenía edad suficiente para conocer la historia. Una historia de tragedia y dolor infinito que me ha acompañado durante muchos años. La historia de nuestra querida Ramoncita.
En tiempos de la revolución mexicana; la revolución de Madero, Villa, Carranza y Zapata, Ramona Castro Aguiar vivía en Palmillas, Tamaulipas, felizmente casada con don Panuncio Sánchez. Tenían una hija de trece años cuyo nombre nunca hemos podido averiguar. Vivían del pequeño comercio y eran gente sencilla y pacífica.
Una tarde llegaron a su casa una parvada de chacales y
asesinos; se hacían llamar revolucionarios y exigian dinero y víveres para la causa de la lucha, de la lucha por la liberación del pueblo. No se conformaron con robarles todo, sabían que en esa casa vivía una adolescente y la encontraron, la desvistieron y la violaron mientras sus padres eran sometidos por los mismos bandoleros.
Abusaron de la joven en presencia de sus padres, y despúes la asesinaron a balazos.
Don Panuncio intentó defenderla
pero recibió una ráfaga de metralla que lo dejó paralítico por el resto de su
vida.
Jamás se hizo justicia.
Ramoncita trabajó y cuidó a su esposo durante más de treinta años hasta que el Señor lo llamó. Jamás se volvió a casar y cargó en su corazón aquella tragedia que le destrozó el espíritu. El dolor fue tan grande que no se volvió a hablar del tema en la familia y hoy en día ni siquiera sabemos el nombre de aquella jovencita.
Mi padre conoció la historia en su juventud por terceros; por viejitos que se animaron a contarle lo sucedido. Después lo corroboró con su padre, mi abuelo, quien le confirmó la veracidad de la historia y le pidió no volver a tocar el tema.
Esa era la viejecita a quien yo
tanto quise en mi niñez.
Esa era la viejecita que sin
verme, me reconocía por mi voz y por el contacto de sus manos sobre mi rostro.
Se llamaba Ramona Aguiar Castro, fue
la hermana mayor de mi bisabuela, y fue mi amiga.
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