Fiesta en la Loma | Una historia familiar.

 



La loma del izote. Platón Sánchez, Veracruz.

Miércoles 9 de Febrero de 1944.

  

Vine a Platón Sánchez como enviado especial para supervisar la repartición de terrenos ejidales. Me desocupe alrededor de las 3 de la tarde y mi anfitrión, el señor Guilebaldo Flores, insistió en que me quedara hasta el día siguiente. Esa noche celebraban un nacimiento.

—Lo voy a llevar a la hacienda de mi compadre Tonche —exclamó con euforia— Están celebrando el nacimiento de su primer nieto.

Intenté protestar pero me lo impidió con firmeza y camaradería, como cuando un padre insiste a un hijo.

—Mañana temprano hago que lo lleven de regreso a Huejutla, usted no se preocupe licenciado.

Don Guilebaldo Flores, terrateniente de la localidad, era un hombre de ley, de buenos tratos y de voz firme en su hablar. No tenía ningún sentido discutir con él.

Y fuimos a la fiesta.

El primero en salir fue uno de los hijos del hacendado.

—Soy Pablo Cervantes Betancourt, a sus órdenes licenciado. Los amigos de don Guilebaldo, son bienvenidos en esta casa.

Una de las cosas que más me llaman la atención de estas gentes es su forma de hablar: campirana, directa, firme, y con una entonación melódica, casi cantadito. Ya la había escuchado en visitas anteriores. Estas voces no se escuchan en la capital. Este es el auténtico hablar del México provincial.

Tuve que levantar la vista para agradecerle cara a cara su hospitalidad.

Medía un metro con ochenta y cinco centímetros a lo mínimo. De complexión atlética, pelo rubio, ojos azules, mirada penetrante y sonrisa amigable. Le calculé unos veinte o veintidós años.

Avanzamos hacia la casa grande y la algarabía era generalizada.

Todos se veían felices.

Pronto estreché las manos de Julio y Lourdes Cervantes Betancourt, hermanos de Pablo.

Julio me ofreció un vaso con mezcal y Lourdes, casi un niño aún, me invito a sentarme a la mesa con ellos mientras ordenaba un plato de comida para mí. Agradecí la invitación y saludé al resto de los comensales. Todos me saludaron como si me conocieran de años.

—Licenciado, voy a aprovechar para presentarle al padre de la niña —me dijo Julio con amabilidad.

—Perdón, ¿cuál niña?

Todos estallaron en risas.

Yo hice lo mismo por inercia…y por los dos vasos de mezcal que ya me había tomado a insistencia de los presentes.

A unos diez metros de distancia, un grupo de músicos tocaba huapangos mientras Pablo bailaba zapateado con dos de sus hermanas menores: Susana y una chiquitina risueña de nombre Zoila.

No sé cómo, pero ya me sentía parte de esa familia.

Debieron ser los mezcales que no dejaban de llegar. El plato de comida resultó ser toda una vianda repleta de carne asada, chicharrones de puerco, guajolote en mole, arroz, frijoles de olla, salsas y abundantes tortillas recién hechas, del comal a mi plato.

Familiares, vaqueros, empleados y amistades, todos fundidos en una hermandad donde no se distinguían rangos ni clases.

La esposa de don Tonche, doña Ángela Betancourt, me dijo con cierto aire de gravedad que me tenía que comer todo.

—Está usted muy flaco licenciado.

Sus palabras sonaron como las de mi madre. Su voz cálida y sus dulces ojitos azules me conmovieron. Los mezcales de Julio me estaban poniendo sentimental.

No sé por qué, pero me sentía muy a gusto entre esas personas.

Todos celebraban.

Todos se abrazan entre sí.

Y todos brindaban por la llegada de una nueva princesita a la familia. La primera nieta de don Tonche y doña Ángela según pude entender. La nueva generación de una estirpe cuyas raíces se perdían, según don Guilebaldo, en lo más remoto de las provincias de Castilla-La Mancha, y en la zonas templadas del altiplano mexicano habitado por pueblos nahuas.

Justo cuando terminaba de cenar me presentaron al padre de la recién nacida.

Era Quintín Cervantes Betancourt, el hijo mayor de don Tonche y doña Ángela. Un hombre joven, reservado, de pocas palabras y de un saludar firme. Con un fuerte apretón de manos y una sonrisa cálida me dijo que era bienvenido a la fiesta y que estaba entre amigos. Su rostro era muy parecido al de su hermano menor, Pablo, pero era más bajito de estatura y sus ojos eran color oscuro.

—Quintín es el agricultor de la familia licenciado —me aclaró don Guilebaldo— trabaja en su propia huerta y siembra una amplia variedad de legumbres, verduras y frutas. También hace quesos junto con su esposa, Pomposita, la mamá de la niña que nació esta mañana.

Justo en ese momento se escuchó un griterío entre los comensales mientras corrían al patio central. Todos levantaban sus vasos de mezcal y aguardiente, y lanzaban hurras a una joven que se asomaba por la ventana principal de la casa grande.

En sus brazos cargaba a su primogénita recién nacida mientras sonreía a los asistentes. A su lado, sus suegros, Don Tonche Cervantes y doña Ángela Betancourt, no podían ocultar su inmensa alegría.

Los músicos entonaron un huapango alegre en honor de Pomposita, y la joven madre agradeció conmovida mientras se retiraba de nuevo a sus aposentos. Sería una larga noche para ella. Sería su primera noche con una nueva compañía.

—¿Y cómo se va a llamar la niña? —pregunté de golpe.

Varias personas, incluidos los hermanos y hermanas de Quintín, se arremolinaron alrededor de nosotros. Cada quien comenzó a decir nombres y más nombres.

—¡Se va a llamar Angelita como mi mamá! —exclamó una jovencita a la que todos, inexplicablemente, le decían la india.

—¡No! ¡No! Se va a llamar Hortensia como yo —intervino otra de las hermanas menores de Quintín.

Dos niños se aparecieron de la nada y enfrentando a Quintín le exigieron que respetara su promesa.

—¡Prometiste ponerle Ernestina! —reclamaban airadamente los más pequeños de sus hermanos: Silvestre y Zoila.

Finalmente se abrió paso el más alto de todos, Pablo, y con voz profunda exclamó:

—¡Ya déjense de cuentos! Quintín, hermano, ¿Cómo se va a llamar la niña?

Hubo un silencio total. Hasta los músicos dejaron de tocar para estar al pendiente. Todas las miradas estaban sobre el padre primerizo quien no dejaba de mirar hacia la ventana.

Tomo un largo trago de aguardiente y respondió:

—Se va a llamar Alejandrina.

Hubo una explosión de aplausos y reclamos por parte de los hermanos menores. Los más pequeños estaban muy disgustados.

Quintín pidió nuevamente la palabra y repitió la misma frase:

—Se va a llamar Alejandrina, y ya está. ¡No hay más!

 

 

Y se llamó Alejandrina Cervantes Jiménez.

Mi madre.

Hoy 9 de febrero, en el reino de los cielos, hay fiesta y celebración. Rodeada de sus padres, abuelos, tíos, primos, sobrinos, y de su amadísimo hermano Héctor, Alejita celebra un año más de vida al ritmo de un bello huapango.

Hoy 9 de febrero del 2025, en este lado del reino, celebramos también tu natalicio…mamillo. Con el corazón en la mano, un beso y un abrazo hasta el cielo.

 


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