La razón por la que jamás volví a la Playa Bagdad.
El método más eficaz para crecer
profesionalmente es a través de la resolución de problemas para los cuales no
estamos calificados.
Cuando en tu trabajo tu jefe te
asigna un proyecto o te pide que soluciones un problema que te supera, es
decir, que no tienes los conocimientos ni las habilidades suficientes para
resolverlo, estás en la antesala de una gran experiencia: la experiencia del
aprendizaje significativo.
Y si ese problema te produce
estrés, ansiedad, o miedo…mucho mejor. A la larga el aprendizaje será más
profundo y duradero.
Todo lo anterior lo se por
experiencia propia.
Aunque siempre me ha gustado
estudiar y prepararme con lecturas y cursos, reconozco que mis mayores
aprendizajes ocurrieron en medio de las tempestades que se viven en un entorno
como la industria maquiladora.
Es un asunto de supervivencia.
Si no logras resolver el problema
o si el proyecto es un fracaso, muy probablemente termines despedido y ahí está
el ingrediente necesario para que nos esforcemos al límite de nuestras
capacidades físicas e intelectuales…y más allá; sacrificando lo que sea con tal
de proteger la estabilidad económica de nuestras familias. En mi caso, el miedo
a que mi familia sufriera por mi culpa era una fuente inagotable de fortaleza.
En la primavera del 2001 yo había
alcanzado cierta estabilidad en mi trabajo en maquila. Me desempeñaba como
gerente del área de materiales y tenía la fortuna de contar con un gran equipo
de trabajo que me ayudaba a mantener el departamento funcionando eficientemente,
entregando resultados positivos a la empresa mes tras mes.
Aquella tarde de viernes mi jefe
Douglas me habló de su oficina y me pidió que lo fuera a ver de inmediato. Se
le escuchaba muy alterado.
La situación era la siguiente:
Alfonso X, gerente de tráfico, no
había logrado reducir los costos de importación de las materias primas y según
Douglas estábamos pagando aranceles hasta en un 300% más de lo que por ley
estábamos obligados como empresa. Una mala gestión de la ley aduanera y de
comercio exterior había puesto a la fábrica en un gran predicamento.
Douglas, en un arranque de ira y
desesperación, me dijo:
“From now on, the Import/Export
department will report to you. Alfonso will work for you. So, effective
immediately you are now responsible for fixing this mess. I expect to see
significant improvments starting next week”.
“A partir de ya, el
departamento de tráfico (el que gerenciaba Alfonso) va a reportar contigo.
Alfonso reportará también contigo. A partir de este momento tienes la
responsabilidad de arreglar este desastre (el que provocaron Alfonso y su
equipo). Y espero ver mejoras importantes a partir de la próxima semana”.
Conocía muy bien a mi jefe. Eso
significaba, por principio de cuentas, que Alfonso sería despedido muy pronto, y
que si yo no lograba resolver los problemas, también sería despedido. Sin
importar lo bien que estuviera haciendo las cosas en mi departamento.
Salí de la oficina sudando frío.
Mis emociones eran una olla de
presión a punto de explotar.
Estaba iracundo, extremadamente
enojado, y al mismo tiempo sentía pánico por lo que se avecinaba. No tenía ni
la más remota idea de como iba a solucionar aquello. Mis conocimientos sobre
temas de ley aduanera eran completamente nulos, cero. No disponía de tiempo
para elaborar un buen plan y ya era viernes.
Alfonso intentó hablar conmigo.
Yo le pedí que me diera tiempo para pensar.
—Te busco el lunes a primera hora
—le dije.
Salí de la fábrica cabizbajo,
encendí mi coche (un Jetta Carat modelo 1990 que le había comprado a mi cuñado
Beto el año anterior), y en lugar de dirigirme hacia mi casa, manejé hacia la
carretera que lleva a la playa Bagdad.
No era la primera vez que lo
hacía.
En las noches, después de un día
difícil, solía ir a la playa a despejar la mente. El ruido del oleaje y del
viento tiene un efecto terapéutico sobre mi persona. Media hora parado frente
al mar, con los ojos cerrados, era el mejor tranquilizante.
A veces, en plan de broma, solía
darle las gracias al Dios Poseidón por escucharme y calmar mis miedos. A veces,
solo a veces, en voz baja le contaba mis problemas de la fábrica y por momentos
sentía que me escuchaba. Todo era parte de un juego mental que me había
inventado para relajarme. En terapia si algo te ayuda y no perjudica a nadie
más, puedes usarlo. Sea lo que sea.
Aquel viernes, sin embargo, la
situación era diferente.
Era una situación injusta a todas
luces.
Pensaba en mi familia y me
atormentaba la idea de que me despidieran por culpa de otros, de los errores de
otros.
Me sentía indignado y
extremadamente enojado.
Con esa ira llegué a la Playa
Bagdad como a las 9 de la noche, estacioné mi coche, descendí y me paré frente
a la playa de manera retadora. No buscaba paz, quería desquitarme con alguien.
Cerré mis ojos y comencé a lanzar
reclamos al viento.
Lancé mis mejores insultos al
pendejo de Alfonso, y manifesté mi odio a mi jefe por la estúpida idea de poner
a alguien inexperto a resolver un problema grave. Tenía 32 años.
Comencé a calmarme poco a poco y
cuando estaba más relajado lo escuché por primera vez.
Era una voz masculina de tono
grave, cavernoso, se escuchaba con un ligero eco que retumbaba en mi cabeza.
Sin abrir los ojos decidí
escucharlo con atención y responderle.
—Te he escuchado con paciencia
todas las veces que has venido. ¿Por qué me agredes de esa manera?
—¿Quién eres? ¿De dónde me
hablas? —respondí mentalmente sin abrir los ojos.
En ese momento estaba convencido
de que todo era producto de mi imaginación.
—Me has llamado y aquí he estado
para ti. ¿Por qué ahora vienes agresivo?
—¡Me van a correr de mi trabajo!
—respondí para justificar mi actitud.
—Nadie te va a hacer nada. Deja
de lloriquear.
—¿Quién eres? ¿Cómo te llamas?
—insistí.
Y entonces la voz comenzó a mencionar
con mucha exactitud las noches que me había presentado en ese lugar y todo lo
que había dicho, todo.
En ese momento me di cuenta de
que la voz no me hablaba en español ni en ninguna otra lengua. Cuando yo le
respondía lo hacía de la misma forma, no usaba ningún lenguaje articulado. Era
una comunicación distinta, telepática y nueva para mí.
Una corriente eléctrica subió
desde mi coxis hasta la base del cráneo y entonces experimenté un miedo atroz.
—Hace un momento estabas muy enojado
y ahora tiemblas como animal a punto de ser devorado.
Ya era suficiente, estaba teniendo
un delirio.
Decidí terminar con todo y abrí
los ojos.
Lo que vi me dejó congelado, de
una sola pieza. Mi cuerpo se paralizó por completo, no podía moverme y con
dificultad mantenía la respiración. Me faltaba el aire y creí que me desmayaría
por asfixia.
A unos 50 metros de la orilla de
la playa, mar adentro, estaba un ente gigante de aspecto luminoso. Estaba
sumergido en el agua hasta el torso, dejando al descubierto sus pectorales,
hombros y cabeza. Sus ojos emitían destellos de luz mientras se comunicaba.
—¡No debiste abrir los ojos!
¡Necio! —me reclamó sin mover un solo músculo de su cara.
Después de unos instantes que me
parecieron eternos, pude ordenar mis ideas y balbuce (mentalmente) una frase:
—Quiero irme a casa.
—¡No debiste abrir los ojos!
—Aun así, quiero irme a casa.
Lo que pasó después fue un largo
periodo de tiempo en silencio total. El ruido del mar y del viento ya no se
escuchaba. Era como estar en una cámara de silencio absoluto.
Finalmente lo escuché de nuevo.
—Regresarás por donde llegaste.
Encontrarás la solución a tu problema, cualquiera que este sea. Y te prohíbo que
regreses a este lugar.
De nuevo me quedé en silencio sin
saber que responder.
—Tienes prohibido regresar a este
lugar. No podrás venir nunca más. ¡Jamás!
Acto seguido el ente comenzó a
hundirse con lentitud en el agua hasta desaparecer por completo. Sus ojos nunca
dejaron de observarme.
Permanecí un rato parado en el
mismo lugar, sin saber que hacer. Mis piernas temblaban. Me sentía agotado físicamente,
como si hubiera cargado un camión con sacos de cemento.
Mi reloj marcaba las 2:30 de la
madrugada.
Me dirigí como autómata hacia mi
coche, lo encendí y lo conduje hacia la salida. Antes de subir a la carretera escuché
una voz humana que me pedía que me detuviera. Por el retrovisor pude distinguir
a un anciano que caminaba apresuradamente y me hacía señas.
Me detuve, baje el vidrio y dejé
que se acercara a la ventanilla.
Las palabras que me dijo son el
motivo por el que nunca más volví a esa playa:
—Llevo casi 40 años trabajando en
esta playa, de noche. Soy pescador y ayudo también con la vigilancia. Lo que le
acaba de pasar a usted solo lo he visto en dos ocasiones anteriores…pero ninguno
de los dos vivió para contarlo. Se los llevó con él. ¡No vuelva nunca jefe! ¿Me oyó?
¡No vuelva nunca a este lugar!
Arranqué mi coche y manejé como
loco de regreso a la ciudad.
A medio camino tuve que hacer un
alto para vomitar.
Mientras atravesaba la ciudad un
tránsito me detuvo. Al ver mi rostro abrió los ojos desmesuradamente y me hizo una seña para que continuara mi camino. No me preguntó nada, ni me siguió.
Regresé el lunes al trabajo con
una idea más o menos clara sobre como iba a resolver el problema de los
aranceles. Mi jefe Douglas aceptó el plan de inmediato y durante los tres meses
siguientes experimenté uno de los procesos de aprendizaje más intensos que he
tenido en mi vida. Toda una odisea de administración, de solución de problemas,
de pensamiento creativo y de construcción del carácter para tomar decisiones difíciles
con el aplomo requerido.
Alfonso fue despedido. Con el
tiempo encontró su verdadera vocación y hoy día es un exitoso conferencista a
nivel nacional e internacional, admirado y respetado por muchos. Tanto que tuve
que cambiar el nombre.
En cuanto a mí, he mantenido mi promesa de no volver jamás a la Playa Bagdad.
Epilogo.
Con el advenimiento de las nuevas
tecnologías digitales, aproveché la ocasión para pedirle a la Inteligencia
Artificial un retrato de aquel ente, basado en una descripción mía. Un retrato hablado pues.
Te comparto el resultado querido
lector:
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