El acontecimiento social del año.
El acontecimiento social del año era una
fiesta que organizábamos mis amigos Jorge González, Héctor Isidro y yo; lo hacíamos cada año en
épocas decembrinas. La preparábamos con meses de anticipación sin descuidar las
parrandas de fin de semana. El lugar era siempre el mismo: la casa de Jorge,
ubicada sobre el boulevard Ruiz Cortínez, en la siempre heroica colonia Benito
Juárez de mi natal Poza Rica, Veracruz.
Eran los inicios de la década de
los 90 del siglo pasado. Recientemente había cumplido los veinte y me sentía
eufórico.
El muro de Berlín se había
derrumbado y el bloque comunista soviético comenzaba a desmoronarse en todos
los países pertenecientes al tristemente célebre Pacto de Varsovia. El miedo
ante una guerra nuclear se iba disipando paulatinamente. Poco a poco se fueron
liberando países como Alemania Oriental, Polonia, Rumanía, Bulgaria,
Checoslovaquia, Yugoslavia, Ucrania, Georgia, Estonia, Lituania, Letonia y otros
más ubicados en las remotas montañas del Kurdistán.
No entendíamos bien lo que
ocurría pero intuíamos que era algo bueno. Un nuevo régimen mundial se estaba creando
y el futuro se veía promisorio. Yo trabajaba como programador y maestro de
computación, y estudiaba idiomas y contaduría en la Universidad Veracruzana.
En mis ratos de ocio escuchaba
música pop y rock en español, con mis amigos Jorge y Héctor. Y en nuestras
fiestas, que eran muy frecuentes, bebíamos cualquier cosa que tuviera alcohol:
Bacardí Blanco y Añejo, Presidente, Don Pedro, piñas coladas, Tom Collins,
Bulls, muppets, picapiedras, cerveza; y cualquier otro menjurje que se le
ocurría a Héctor, quien era barman profesional en aquella época.
Curiosamente el tequila no
figuraba en nuestra larga lista…aunque eso cambiaría muy pronto.
Había algo que nos tenía
preocupados ese año: el pronóstico del tiempo.
Se avecinaba una helada (cosa
totalmente extraña en Poza Rica) justo para la noche en que teníamos programada
la fiesta. Moverla para otra fecha no era opción. Muchos de nuestros amigos y
amigas no estarían en la ciudad. Debía ser esa noche fuera como fuera.
Entre los tres y la generosa
cooperación de otros amigos, logramos juntar suficiente producto vitivinícola y
bocadillos para aguantar toda la noche encerrados. El pronóstico decía que
estaríamos a cero grados con llovizna ligera y grandes nubarrones. Aunque mi
casa estaba a unos doscientos metros de la casa de Jorge, tenía miedo de
congelarme en el trayecto. Cero grados era algo nuevo para mí, fuera de mis
capacidades, y seguramente para la mayoría también. En esas situaciones uno
debe ser valiente y sobreponerse a los temores. El evento lo ameritaba.
Mi mamá nos regaló una olla de
ponche riquísimo.
Y así fuimos llegando al evento.
Entre los vecinos de la colonia
había amigos entrañables de toda la vida: los hermanos Santana (Gaspar y
Chonito), el Yiyo, Alfredo, responsable del sonido y la iluminación. Las
fiestas de Jorge eran verdaderos eventos de discoteque. Alfredo se lucía con un
juego de luces creado por él y sus hermanos mayores, y con un potente
ecualizador que alimentaba a dos bocinas de la marca Bosé. La música nos
entraba por los poros de la piel.
Aquella noche Alfredo comenzó la
fiesta con un éxito de los Enanitos Verdes: la muralla verde, dizque para
asimilar mejor los primeros tragos.
Y así fueron llegando más amigos:
Carlos González el arquitecto, Julio Capitanachi, Oscar Hernández, Pedro Molar,
Tamayo, los gallos (Arturo Lozano e Isaías), Carlos Alafita, entre otros. Puros
capos reconocidos. Orgullo de sus colonias; hombres jóvenes con un gran futuro
por delante, y con un amplio historial de borracheras, francachelas, fiesta y
desmadre bien organizado.
Tamayo por ejemplo, había jurado
que algún día el personalmente me llevaría a mi casa ahogado de borracho. Unos
meses atrás, ante un reto de ver quien aguantaba más, tuvo la osadía de retarme
bebiendo Bacardí Añejo con Coca Cola. El Bacardí era lo que mejor metabolizaba
mi cuerpo. Para las 4 de la madrugada Tamayo ya había vomitado y se había
quedado dormido como un angelito hasta que amaneció y lo llevamos a su casa.
La carrilla lo persiguió durante
varias semanas.
Tiempo después Tamayo lograría
vengarse. Fue en la playa de Tuxpan en un evento de semana santa. Aquella tarde
bebí tanta cerveza que perdí la noción de quien era, no sabía ni como me
llamaba. Solo recuerdo la sensación de que podía volar por los aires si me lo
proponía. Pero esa es otra historia.
A la fiesta también llegaron Ilia
Capitanachi y su esposa Gabriela. Ellos se presentaron acompañados de dos
mujeres jóvenes extranjeras que habían llegado a la ciudad en un programa de
intercambio, querían aprender español. Nike (Niki) era alemana y Dorthe era
danesa. Pronto revelarían su inmensa capacidad para consumir alcohol, poniendo
en alto su estirpe teutónica vikinga y dejando a todos boquiabiertos.
Y así de pronto, ¡la fiesta se
había hecho internacional!
¡A huevo!
Había, sin embargo, una situación
que seguía preocupando a Jorge y a mi entrañable amigo Julio Capitanachi:
¿dónde demonios estaban las ratuelas?
¿se congelaron en el trayecto? ¿y a que hora pensaban llegar las polluelas y
las incondicionales?
Cuando eres joven y organizas
fiestas, la presencia femenina es altamente valorada. No todo es tomar y emborracharse.
La convivencia entre amigos y amigas enriquece la velada y abre amplios
abanicos de posibilidades: romances, complicidades, y camaradería de la buena.
Las incondicionales eran las hermanas
Raygoza. Vivían al otro lado del boulevard y eran excelentes amigas y mejores
personas. Muy amenas, agradables, respetuosas, chicas de familia pues; con un
gusto enorme por la fiesta y el baile. Bebían muy poco y siempre que podían,
asistían a nuestras fiestas. Por eso eran las incondicionales.
Las polluelas eran dos hermanas oriundas
del municipio de Coatzintla. Al igual que las hermanas Raygoza, eran excelentes
personas, muy amenas y respetuosas, y hasta donde recuerdo no bebían nada que
tuviera alcohol. Les gustaba mucho bailar, y en un par de ocasiones nos invitaron
a sus fiestas en la casa de sus padres.
Las ratuelas en cambio, eran otra
historia.
Admito que conviví poco con
ellas.
No recuerdo bien si eran tres o
cuatro hermanas. Vivían en una colonia al norte de la ciudad. Al menos dos de
ellas eran mayores que yo. Y como dicen en España, esas tías eran la hostia. El
desmadre puro y duro personificado.
Eran guapas, muy alegres, desinhibidas,
y podían tomar toda la noche hasta el amanecer. Bebían lo que les dieras:
cerveza, brandy, ron, muppets, piñas coladas, margaritas…lo que fuera. Eran
bromistas y no les incomodaba en lo absoluto estar rodeadas de jóvenes borrachos.
Y si al final de la fiesta alguien salía con la ocurrencia de ir a la playa,
ellas eran las primeras en subirse al coche.
…y eran muy amigas de Julio
Capitanachi.
Las incondicionales y las polluelas
llegaron un rato después.
Recuerdo haber visto mi reloj y este
marcaba la 1:40 de la madrugada. La casa de Jorge se había llenado de invitados
desde hacía rato. Esa noche llegó más gente de la que habíamos planeado. Yo no
daba crédito a lo que veía. Afuera la ciudad se estaba congelando a cero
grados, y adentro se sentía un calor humano indescriptible. Ahí comprendí que no
éramos gente normal.
Todo mundo bailaba y cantaba con
las rolas de Duncan Dhu, los amantes de Lola, hombres G, Soda Stereo, Miguel
Mateos, Caifanes, Vilma Palma, el grupo danés AHA y The Cure a petición de Niki
y Dorthe. Mis amigos y yo esperábamos con ansias nuestra canción pero no
llegaba. Era nuestro himno, le habíamos hecho unos cambios ligeros a la letra y
nos gustaba cantarla a todo pulmón…pero no llegaba.
Alguien abrió la puerta y
entonces ellas aparecieron.
¡Eran las Ratuelas!
Y no venían solas.
Es increíble el efecto del tiempo
en nuestros gustos e intereses. A mis cincuenta y seis años no entiendo a la
gente que sale a fiestas estando a punto de congelación. Pero la juventud nos
da una fuerza que no somos capaces de comprender…hasta que se va.
Las ratuelas venían de otra
fiesta y como era de esperarse, ya venían “arrequintadas”. Entraron partiendo
plaza, en fila, bailando y gritando, las acompañaban tres primas, y sin esperar
se unieron al grupo de mis amigos que ahora si se preparaban ya para entonar
nuestro amado himno.
Guitarras Blancas de los Enanitos
Verdes retumbó en las paredes de la casa, y llegado el momento del estribillo,
todos gritamos con euforia desmedida:
¡Por favor, déjennos chupar!
Espero con ansias la 2a.parte. 😊
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