Un gato indignado.

 



Desde que era adolescente mis padres siempre se quejaron de mi forma de caminar. Decían que caminaba como un gato: sigiloso, imperceptible, sorpresivo.

A lo largo de mi vida los espanté en repetidas ocasiones sin la intención de hacerlo. Me ha pasado lo mismo en las escuelas donde he estudiado, con mis maestros y compañeros; y en mis trabajos también.

Un jefe solía decirme hace años “márcame a mi extensión antes de aparecerte en mi oficina, no me gusta que me espanten”. Mi padre me decía a veces “chifla o aplaude o haz algo cuando te acerques hijo, no se te escucha cuando caminas”.

Me acostumbre a hacer ruidos siempre que entraba a la casa o a una oficina donde había gente. Un ligero carraspeo, un toquido en la puerta, o de plano el tradicional “¡ya llegué!”. Es parte de mi comunicación no verbal y lo hago siempre con el respeto que la gente se merece. Es muy desagradable percatarse de la presencia de alguien cuando ya está parado junto a ti. Espanta. Da miedo.

Esta noche sin embargo, ocurrió lo impensable. El colmo de los colmos.

¡Espanté a un Gato!

Venía del centro y decidí pasar a la tiendita de la esquina antes de llegar a mi casa. Compre una bolsita de botanas y una cerveza artesanal llamada Cucapá de 355 ml. Solo una, para ver una película.

Salí de la tienda, crucé la calle y comencé a caminar por la banqueta tranquilamente, bajo la tenue luz de las lámparas amarillas incandescentes. Esas luces siempre dan un toque misterioso a las calles durante la noche. A mí me producen melancolía.

Y me encaminé rumbo a mi casa.

En el horizonte podía ver a la luna, radiante, en plenitud total. Pronto me percaté que delante de mí caminaba un gato. A pesar de la penumbra pude distinguir su color: gris plateado. Caminaba como solo los gatos saben hacerlo: con garbo y señorío, dueño de la situación, como modelo de pasarela; se sentía el dueño de la banqueta y juraría que también iba embelesado contemplando la luna.

Comprendí que sería cuestión de segundos antes de que se percatara de mi presencia, y continué mi caminata detrás de él.

Caminé diez metros…y nada.

Avancé veinte metros…y nada aún.

Continue avanzando hasta completar unos cincuenta metros y el gato seguía en la pendeja. Tal vez venía de ver a su novia…o quizás, solo quizás, apenas iba a verla. Solo eso puede explicar semejante descuido. De seguro iba pensando en las nuevas mentiras que le iba a decir. Las gatas son muy inteligentes y huelen la traición. Muchas de ellas mejor ya no reclaman y se conforman con aquel adagio de pura cepa mexicana: es lo que hay, ya que.

Comprendí que pronto tendría que revelar mi posición. Estábamos a punto de pasar por la casa de un vecino cuyo perro, de raza bulldog, aborrece a los gatos y siempre les ladra con furia.

Este minino casanova me representa. Le voy a ahorrar un buen susto con el perro.

Y así lo hice.

Carraspee un poco para hacerme notar…

¡Y el gato saltó por los aires espantado por mi presencia!

Yo solté la carcajada y lo que pasó después es algo que aun no logro descifrar. Por pura intuición lógica y sanidad mental me estoy repitiendo que todo fue producto de mi imaginación. Sin embargo, en mi mente aun retumban las palabras con las que el gato me reclamó muy indignado:

—¡Ya ni chingas cabrón! Ahora si te la mamaste.

—Pos póngase al tiro mijo. —respondí sin dejar de reír.

—¿Desde donde me vienes siguiendo?

—¡Nadie te viene siguiendo! ¡Mejor llégale! Malagradecido.

Acto seguido me lanzó una metralla de insultos gatunos que me doblaron… pero de risa.

 Y se cruzó al otro lado de la calle en un santiamén.

Ni las gracias me dio.

Al pasar frente a la casa del perro, el vecino me vio y me saludó.

—Buenas noches vecino, ¿todo bien?

—Buenas noches vecino, si…todo bien, gracias.

Al otro lado de la calle, un gato indignado nos observa fijamente, como queriendo pelear. Como queriendo la revancha.

Será en otro día mi amigo…otro día.

 


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