Brebaje para Carlos | Feliz día del Niño.
Poza Rica, Veracruz. 1983.
En 1983 estudiaba el tercer año
de secundaria. Tenía 14 años y gracias a las gestiones del profesor Alejo, mi
maestro de educación física, me había integrado a la escuela de atletismo del
municipio.
Aquel miércoles 12 de enero se realizaron
las competencias a nivel municipal para definir al equipo que representaría a
la ciudad de Poza Rica en el campeonato estatal. Ese año el evento se
realizaría en la lejana ciudad de Cosamaloapan, al sur, muy al sur del estado
de Veracruz.
Eso fue lo que me salvó.
Un día después me presenté a
clases como de costumbre. La primera hora era con la maestra de Civismo. Llegué
puntual porque cualquier retardo se castigaba con un punto menos para el examen.
Es clase de civismo muchachos decía la maestra, lo menos que espero
de ustedes es puntualidad.
Cuando entré al salón me
sorprendió ver a la prefecta, la maestra Ana Campa. Su presencia siempre me
ponía nervioso. Era bajita de estatura, con un ligero sobrepeso, de tez blanca,
pelo güero, ojos color café y una mirada penetrante. Tendría unos cuarenta
años, soltera y con un temperamento explosivo. Era el terror de las pandillas.
En una ocasión me abordó
diciendo:
—He notado que siempre evitas
cruzarte conmigo en los pasillos. ¿Ocurre algo? ¿Qué hiciste? Sea lo que sea,
me voy a enterar.
En primero de secundaria nos
había impartido la clase de educación artística y nos hizo cantar a todos…ella
misma puso el ejemplo y se aventó un palomazo con una canción ranchera. Cantaba
bien, buena voz, y le ponía sentimiento.
Esa mañana cuando entré al salón
y la vi parada junto a la maestra de civismo, lo primero que pensé fue que nos
iba a cantar una rola.
—Buenos días maestra. ¿Viene a
cantarnos una canción?
Mis compañeros de clase rieron
con discreción y ella respondió:
—Es muy temprano para andar haciéndote
el graciosito Navarro. Pasa a tu lugar, siéntate y guarda silencio.
Ya estábamos todos.
Cerró la puerta con llave y comenzó
su discurso:
El día de ayer recibimos en
dirección a un padre de familia que vino a poner una queja y a exigir que se le
haga justicia. Yo le di mi palabra, con la directora del plantel como testigo, de
que encontraría a los culpables y les aplicaría el correctivo pertinente de
acuerdo a los estatutos y reglamentos de esta noble institución.
La ESBO #8 es la mejor escuela
secundaria de la ciudad. En esta escuela no solo formamos a los futuros
profesionistas. También formamos ciudadanos responsables, honorables, respetuosos
y con los valores cívicos y morales que el país necesita. Formamos a los futuros
hombres y mujeres que transformarán la sociedad del mañana.
No toleraremos eventos como el
ocurrido el día de ayer.
¡De ninguna manera!
Parados al frente del salón, estaban
mis compañeros, los de mi círculo más cercano. Todos permanecían estáticos como
momias:
José Miguel Palacios, alias el Shaggy,
con sus ojos rasgados y el pelo negro lacio de lluvia, parecía zopilote en
estado de alerta. Ni siquiera parpadeaba. Era el vivo retrato de Shaggy, el
protagonista de las caricaturas de Scooby Doo.
Jorge Bautista, alias el uyuyuy,
con su cara regordeta observaba en silencio a la maestra. Parecía distraído,
como si estuviera en otro lugar.
Mario San Martín, alias el
macaco, tenía la mirada clavada en el techo del salón. Observaba el movimiento
de los ventiladores y se le veía aburrido. A nadie en el salón le quedaba duda
del por qué de su apodo. Solo había que mirarlo.
Andrés Cachiquín Hernández,
apodado el tolteca, era el más serio de todos. Al menos en apariencia. Vivía en
una ranchería, muy cerca del centro ceremonial del Tajín. Su padre lo llevaba a
la escuela todos los días. Era de raza totonaca pura y tenía una facilidad
asombrosa para planificar desmanes. Fue el único que volteo a verme. Apenas se aguantaba
la risa.
—Se que fueron ustedes —dijo la
maestra señalando a mis compañeros— eso no lo tengo que investigar. ¿Quién más
que ustedes? Lo que quiero saber es de quien fue la idea y quien vació el agua
puerca en las botas.
Carlos.
Carlos Alberto Ovando Ramírez era
otro de mis compañeros de tercero de secundaria. Había estado con nosotros
desde primero. Era tres años mayor que el resto de nosotros. Había dejado de
estudiar un tiempo para ayudar a sus padres con un negocio de comida. Vivía en
las afueras de la ciudad, en la colonia Ruiz Cortínez, en la salida rumbo a la
hermana ciudad de Coatzintla.
Como era de esperarse, Carlos
tenía un cuerpo más desarrollado, más alto, más atlético, le fascinaba jugar
futbol, era muy bueno para tirar golpes…y se creía el más guapo de toda la
escuela. Vivía convencido de que todas las chicas, las de secundaria y preparatoria,
estaban enamoradas de él. Le gustaba acomodarse la melena y lanzar besos al
aire para que cualquier chica se lo adjudicara.
Como era de esperarse, la mayoría
de las chicas se reían de él. Eso no lo desanimaba. Todo lo contrario. En
alguna ocasión me dijo Oscar, todo lo que tienes que hacer es regalarle tu
mejor sonrisa a todas las chicas con las que te topes. Y si te corresponden,
entonces tírales mucho verbo. Sonrisas y verbo, no falla.
Como era de esperarse también, Carlos
era objeto de burlas y bromas por parte del resto de mis compañeros. El
aguantaba muy bien la carrilla. Se llevaba bien con todos, y en los pleitos con
otros salones, el siempre intervenía para poner paz. Si el problema era con los
de preparatoria, el estaba siempre listo para darse un tiro con el que fuera.
Durante la semana del estudiante,
la escuela organizaba eventos deportivos, artísticos y culturales, y todos teníamos
permitido ir con vestimenta informal. No era obligatorio el uniforme durante
los eventos.
Carlos aprovechaba para llevar
unas botas que su padre le había comprado en León Guanajuato. Eran de piel de
víbora de cascabel, con dos cabezas de víbora implantadas en las puntas. Se
veían impresionantes, llamaban la atención. Se paseaba por todos los pasillos,
saludando a diestra y siniestra, fingiendo no estar consciente del impacto que
causaban sus botas.
Aquella mañana de miércoles 12 de
enero, la semana del estudiante estaba en pleno apogeo. Mientras yo competía en
un estadio para ganarme un lugar en la selección de mi ciudad, en mi escuela se
realizaban eventos de todo tipo. Uno de esos fue una reta de futbol que surgió espontáneamente
entre los estudiantes de preparatoria. Uno de ellos invitó a Carlos a jugar.
En un principio Carlos se negó.
Iba bien vestido, perfumado, buscando chicas para conquistar, y además no
llevaba el calzado adecuado.
De alguna manera lo convencieron.
Alguien le prestó un short y un par de tenis y entonces procedió a quitarse las
botas y ponerlas en un lugar seguro, en la parte trasera de una de las porterías.
Después se dirigió a sus compañeros de salón, mis compañeros:
—Miren cabrones, yo les aguanto
todo. Ya saben que conmigo no hay pedo. Y siempre les voy a hacer el paro
cuando tengan alguna bronca. Solo una cosa les voy a pedir: ¡No vayan a agarrar
mis botas! ¡Con mis botas ni se metan! Es más, ¡ni se acerquen! ¿De acuerdo?
Cuando a un chamaco de 14 años le
dices que no haga algo so pena de ser castigado, en realidad lo estás invitando
a que lo haga. Así funciona la mente a esa edad.
Uno de mis compañeros, Vicente,
tuvo la magnifica idea de aprovechar el momento y darle una lección al vanidoso
de Carlos.
Vicente era un chavo muy tranquilo.
Era de esos que no salían a jugar en cada receso, ni participaba en juegos o
bromas. Casi siempre se le veía con otras compañeras. Había rumores que cuestionaban
sus preferencias en la cuestión romántica.
¿Se llevaba mal con Carlos?
¿Carlos lo había ofendido?
La verdad es que no lo se.
Salvo su narcisismo y fascinación
por las mujeres, Carlos era un chavo muy divertido, ameno, bromista, y nunca lo
vi haciendo bulling más allá de las bromas que nos hacíamos entre todos.
Vicente consiguió una botella de
refresco vacía, la llenó con agua, lodo, tierra, salsa tabasco, orines, sal, y
escupitajos.
Mientras Carlos jugaba, tuvo la
osadía de mostrar la botella llena a todos los que presenciaban el juego y algunos
lo escucharon decir:
¡Aquí traigo un brebaje
especial para botas!
¿Alguien quiere?
Todos rieron pero nunca
imaginaron que hablaba en serio.
Antes de que mis compañeros
pudieran reaccionar, Vicente vació el contenido en las dos botas, y después las
rellenó con tierra que traía en una bolsa de plástico. Al terminar, se alejó
corriendo mientras reía a carcajadas. No se le vio más por el resto del día.
La reacción de Carlos al ponerse
las botas fue algo que nadie esperaba.
Primero se sorprendió mucho, después,
cuando vació el contenido en el suelo, su cara hizo un rictus de coraje y volteó
a ver a mis compañeros, en búsqueda del culpable. Nadie se movió, nadie dijo nada.
Y entonces Carlos se volvió a poner
las botas y se retiró del lugar. Tampoco se le vio más por el resto del día.
De sus ojos salían gruesas
lágrimas mientras se dirigía hacia la puerta de salida.
No dijo nada, no reclamó nada.
Solo se fue.
La maestra Campa miraba enojada a
mis compañeros, los supuestos fabricantes del brebaje. De eso los
acusaba, de haberle echado a perder las botas a Carlos.
Después volteo a verme a mí, y
dijo:
—Navarro, tu también pasa al
frente. Estoy segura de que tú lo planeaste.
Mi compañero Mario San Martín, el
macaco, respondió airado:
—Maestra, el no vino a clases
ayer. Estuvo fuera en una competencia. El no tuvo nada que ver.
—Es cierto —respondió la maestra—
Pero entonces si sabes quien fue. Me dicen ahora mismo el nombre o se van
expulsados los cuatro por una semana.
Al fondo del salón, Vicente
permanecía en silencio. El no iba a decir nada. Las compañeras que lo protegían
tampoco dirían nada.
—Muy bien, si así lo quieren.
¡Que así sea!
Al terminar la secundaria, Carlos
Alberto Ovando Ramírez ya no se inscribió en la preparatoria con nosotros. Sus
padres lo enviaron a México y logró ingresar al Colegio Militar de donde se
graduó como Teniente años después.
Jamás lo volví a ver.
En 1990 murió abatido por una
metralla de tiros en la sierra de Durango, mientras dirigía una operación
militar contra un grupo de contrabandistas que operaban un sembradío de productos
ilegales. El y su cuadrilla fueron emboscados en la noche. Recibió más de veinte
balazos en todo su cuerpo. Nadie sobrevivió.
Hoy 30 de abril, día del niño,
quise recordar a mi compañero Carlos, genio y figura. Aunque no éramos niños ya,
sino adolescentes, las locuras y travesuras que hicimos en aquella época eran
más propias de niños. Al final de cuentas, los hombres nunca dejamos de serlo en
lo más profundo de nuestra mente.
¡Feliz día del Niño!
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