Sabiduría Familiar.

 



El amor de un padre y una madre es ilimitado, no conoce fronteras, todo lo sufre y todo lo supera. Un padre y una madre son capaces de dar la vida con gusto a cambio de un buen porvenir para sus vástagos.

El amor materno se vacía por completo para dar una nueva vida. El paterno sacrifica sus sueños por los de sus retoños.

Es la ley de la vida, así nos diseñó nuestro Padre Celestial.

Cambiar esa dinámica es rebelión pura y dura contra el Altísimo.


Matamoros, Tamaulipas. 2003.

Aquella mañana estaba yo en medio de un debate. Estaba en un curso de liderazgo al que la empresa me  había enviado junto con varios de mis compañeros y compañeras. El instructor nos había puesto una dinámica y estábamos reflexionando sobre lo recién aprendido.

Una de las observaciones fue el tema de la disciplina, la que nos imponemos a nosotros mismos y la que exigimos a los demás. La mayoría de los asistentes teníamos puestos de mando y la empresa necesitaba que puliéramos nuestras habilidades de liderazgo para garantizar los resultados requeridos. La disciplina siempre ha jugado un papel fundamental en todos los logros de la humanidad. Sin disciplina no se llega muy lejos.

De pronto una de mis compañeras, Romina, hizo una observación que en apariencia no tenía lugar en ese momento.

Expresó con desaliento su frustración por estar lidiando con sus dos hijos adolescentes. El mayor de 16 años y la más pequeña de 14. Ambos, según ella, consumados rebeldes, rebecos, desobedientes, groseros, y malagradecidos.

El instructor decidió dar entrada al comentario y de inmediato nos embarcamos en un debate sobre lo que podía y debía hacer nuestra compañera. La mayoría de los presentes habían pasado o estaban pasando por una situación similar.

¡Debes tenerles paciencia Romina!

¡Enséñalos a expresar sus emociones!

¡No los presiones tanto, ellos ya tienen suficiente con todo lo que les piden en la escuela!

¡Que paciencia ni que nada, se dura con ellos, no te dejes!

¡Ya se les pasará, ten fe!

Romina escuchaba con atención a todos.

Era una mujer de mediana edad y con mucho temperamento. No era de las que se amedrentaban fácilmente en el trabajo. A pesar de eso, por primera vez me pude percatar de su vulnerabilidad: no sabía qué hacer con sus dos adolescentes malcriados.

—Yo les puedo poner todos los castigos que dicen y muchos más. Pero entonces me inunda un sentimiento de culpa que no puedo con él, me quema por dentro. No soporto verlos llorar ni sufrir.

Los compañeros volvieron a la carga con más consejos mientras el instructor nos observaba con detenimiento. Imagino que estaba midiendo las reacciones de cada uno en búsqueda de algo, que se yo: un perfil, un rasgo, o algo similar.

El único que no hablaba era yo.

No tenía nada que decir. Nunca he sido padre y no puedo dar consejos al respecto. Jamás abro la boca para opinar de lo que no se. Y para ser sinceros, ya me estaba comenzando a aburrir. Veía el reloj de reojo y aún faltaba una hora para el siguiente receso.

Decidí hacerme el invisible. Intentaría dormir con los ojos abiertos durante la siguiente hora. Esta es una habilidad que desarrollé en la universidad cuando tenía que soportar maestros aburridos durante largos periodos de tiempo. Fijas la vista en el pizarrón con los ojos semiabiertos, y tu mente la mandas a descansar o a imaginar otras cosas.

El instructor se dio cuenta y me abordó:

—¡Oscar! Estas muy callado. No has hablado en un buen rato. ¿Tú qué opinas? ¿Qué recomendaciones le puedes hacer a tu compañera?

¡Déjame dormir, maldita sea!

Hubo un silencio y todos voltearon a verme. Yo me encogí de hombros e intenté decir algo para justificar mi falta de opinión en el tema. No sabía que decir. Sin embargo, fue la misma Romina quien me pidió que dijera algo.

—Me interesa mucho tu opinión, Oscar.

Existen dos tipos de conocimientos que se guardan en nuestros cerebros: los adquiridos por la experiencia, las vivencias, los errores, y la práctica cotidiana. Y también existen los conocimientos que adquirimos a través del estudio, la lectura, y las cosas que le ocurren a otras personas y de las cuales nos enteramos y aprendemos.

Decidí optar por la segunda opción y rápidamente mi cerebro me entregó dos anécdotas que decidí compartir con Romina y el resto de mis compañeros.

Decidí poner la sabiduría de mi familia al servicio de mi compañera.

 

A los separos sin tocar baranda. Poza Rica, Veracruz. 1974.

A los cinco años de edad yo era un delincuente consumado.

Mi adorada madre ya no sabía que hacer conmigo. Puras travesuras, de toda índole. Cuando me hice adulto me contaba que había una mirada mía que le indicaba cuando ya estaba yo planeando algo.

Tu planeabas tus travesuras hijo, no eras espontáneo. Las planeabas, las llevabas a cabo, y después corrías, te ponías fuera de mi alcance, y te doblabas de la risa, burlándote y brincando de gusto.

Poco antes de cumplir los cinco años estrellé el auto de mi tío Nacho, hermano de mi madre, contra la fachada de una casa de madera. ¡cinco años!

Días antes mi mamá le había puesto la queja a mi padre por haber apedreado a un niño. En mi defensa argumente que ese niño había pellizcado a mi hermanita Nancy.

Mi padre ya me la había cantado:

Bueno amigo, ¿usted de plano no se piensa corregir? ¿piensa seguir apedreando gente? Si usted sigue con esa actitud, no tendré más remedio que entregarlo a las autoridades.

Cuando mi padre me regañaba siempre lo hacía hablándome de usted, como un adulto, y me decía amigo, en lugar de hijo.

Aquella mañana de sábado mi padre no fue a trabajar. Me levante a almorzar y mi madre me ayudó a cambiarme para salir. Iríamos de paseo a un parque donde había jueguitos, solo mi padre y yo.

Atravesamos el parque y yo señalé que nos estábamos desviando de los juegos. Mi padre me llevaba de la mano y respondió que no íbamos a los juegos. Cuando le pregunté a donde íbamos, la respuesta me dejó helado:

—Lo voy a entregar con las autoridades amigo. Usted de plano no quiere entender.

A esa edad yo ya sabía que los separos de la policía municipal estaban al otro lado del parque. Mi padre me habló con tanta seriedad que le creí de inmediato.

Intenté resistirme, pero el me sostuvo fuerte con su mano. Me puse rígido para no caminar, pero el siguió jalándome hacia la comandancia. De pronto se detuvo y me dijo que caminando o cargado, yo iría a la policía.

Y entonces me puse a llorar.

El miedo se apoderó de mí, me tiré al suelo y comencé a llorar.

Mi padre se detuvo de inmediato, me cargó, y nos sentamos en una de las bancas. Me explicó que el jamás me haría eso, pero que yo tenía que dejar de apedrear gente y hacerle caso a mi mamá en todo lo que ella me dijera.

Hice mi promesa de portarme mejor y el resto es historia.

 

Un muchacho rebelde. Cd Victoria, Tamaulipas. 1964.

Doña Amalia Compeán Vázquez vivía en una humilde casa con sus cuatro hijos menores. Trabajaba de sol a sol para poder alimentar a sus retoños, vestirlos y darles un techo humilde pero cargado de todo el amor maternal que tenía en sus entrañas.

Sus hijos mayores se habían quedado en el pueblo, en Palmillas, bajo el cuidado de su abuela paterna y unas tías. Los extrañaba mucho pero las circunstancias exigían que permaneciera en la ciudad, velando por los menores.

Su hijo más pequeño, Ernesto, se había convertido ya en adolescente y como era de esperarse, comenzó a mostrar los rasgos de rebeldía propios de la edad. No quería estudiar, ni hacer tareas. Se la pasaba vagando y haciendo travesuras con sus amigos, salía y llegaba a la hora que quería, mientras su madre permanecía ausente por sus trabajos.

Sus hermanos pronto pasaron el reporte y doña Amalia decidió confrontar a su amado retoño. Le exigió que terminara de una vez por todas con su vagancia y se hiciera responsable de sus estudios.

Es la única responsabilidad que tienes hijo, estudiar y portarte bien. Cúmplela.

Ernesto, fiel a la rebeldía de su edad, ignoró las llamadas de atención e incrementó sus andanzas.

Doña Amalia no quitó el dedo del renglón y comenzó a vigilarlo más de cerca. Le aplicó medidas y correctivos para reducir la vagancia, y comenzó a exigirle resultados en sus estudios.

Esto llevó al joven Ernesto a tomar una decisión radical. Difícil pero necesaria.

¡Había llegado el momento de abandonar la casa!

A sus 13 años el necesitaba libertad plena y sin ataduras. Sin tener que rendirle cuentas a nadie. Y así se lo hizo saber una noche a su madre. Su decisión estaba tomada y era irreversible.

Aquella noche doña Amalia no durmió.

No era la primera rebelión que tenía que atender en casa. Era madre de otros siete hijos (seis varones y una mujer), y todos, a su manera, le habían plantado resistencia en algún momento de sus cortas vidas.

Pero Ernesto le estaba sacando canas de mil colores.

Rezó sus oraciones antes de acostarse y le pidió a Dios que le ayudara a resolver la situación. La sola idea de que su muchacho se fuera de la casa le aterraba, pero su corazón le decía que no podía ceder al chantaje.

A la mañana siguiente el joven Ernesto se llevó una sorpresa al ver una pequeña maleta sobre la mesita de la sala. Esta contenía toda su ropa, zapatos, un almuerzo envuelto en un pedazo de tela, y un poco de dinero.

Junto a la maleta, doña Amalia le había dejado una nota escrita antes de irse a trabajar:

“Hijo, si usted ya tomó su decisión de irse yo no puedo impedírselo…es la ley de la vida. Me hubiera gustado mucho que estudiara, que se formara y fuera un hombre de bien. Pero si usted se quiere ir antes, no me queda más que darle mi bendición y desearle lo mejor que este mundo le pueda ofrecer.

Vaya y tome su camino hijo, y si le va bien, si triunfa y se hace exitoso, no regrese nunca a este hogar. Olvídese de nosotros. Pero si le va mal, si fracasa y quiere volver, aquí tiene un hogar esperándole siempre con los brazos abiertos. No es mucho lo que le ofrezco, pero se lo entrego con todo mi corazón”.

El joven Ernesto, el adolescente rebelde, decidió mejor quedarse.

El joven Ernesto es mi tío, el hermano menor de mi padre. Se convirtió en un exitoso ingeniero y catedrático universitario. Se educó en México y realizó estudios avanzados en Israel y Cuba. Se convirtió en un exitoso conferencista internacional, y diseñó un método revolucionario para la enseñanza de las matemáticas a jóvenes de alto rendimiento. Su método ha sido reconocido y divulgado por universidades extranjeras. También formó un hogar, se convirtió en padre y es un orgulloso abuelo hoy día.

La señora Amalia Compeán Vázquez, la gran protagonista de esta historia, era mi abuela paterna. Por circunstancias muy injustas quedó en el desamparo total con sus cuatro hijos menores. Soportó el profundo dolor que produce el abandono familiar, y la pérdida de dos de sus hijos; y encontró siempre la fuerza para resistir sin doblegarse nunca ante la adversidad. Ella vivía para sus hijos, y por ellos estuvo siempre dispuesta a cualquier sacrificio. Y era una mujer muy sabia que no se dejaba chantajear. Todos sus hijos se convirtieron en hombres y mujeres de bien.

El recinto estaba en silencio total. Romina y otras compañeras lloraban en silencio. El instructor se había sentado y tenía la mirada clavada en el piso. Nadie se animaba a decir algo. Vi mi reloj y noté que me había pasado casi una hora hablando.

—Estimada Romina, he puesto a tu disposición algo de la sabiduría de mi familia, esa que no se aprende en ninguna escuela. No hay nada más que yo te pueda decir; solo una breve reflexión: Amor sin límite Romina, tal como lo enseñó el maestro hace dos mil años, el amor es sufrido, benigno, no se irrita y no guarda rencor. Todo lo sufre y todo lo cree, todo lo espera y todo lo soporta.

Este amor sin límites debe darte la fortaleza para disciplinar y corregir lo que tengas que corregir en tus hijos, con determinación y sin arrepentimientos, así como lo hacía mi abuela. Algún día te lo agradecerán.

La puerta del recinto se abrió y uno de los organizadores se asomó para informarnos que la comida ya estaba lista. Ya era mediodía. Ese día nos trajeron abundante fajita de res, quesadillas, guacamole, frijoles charros, salsas molcajeteadas, papas asadas con mantequilla, fajita de pollo, refrescos, un pastel y café. Todo pagado por la empresa.

Me senté a la mesa y en silencio di gracias a Dios, y a mi padre y abuela por su enorme sacrificio. Ellos padecieron hambre, frio y rechazo, y yo estaba frente a un manjar…en buena medida gracias a ellos. Hay regalos que la vida nos da y que no podremos pagar nunca sin importar lo que hagamos. Esos son los frutos del sacrificio de nuestros padres y madres.

 

 

El día de hoy, 11 de abril del 2025, celebro el natalicio doble de mi padre, Oscar Navarro Compeán, y de su madre, mi abuelita Amalia Compeán Vázquez. Partieron al reino de los cielos hace ya mucho tiempo, pero su recuerdo vive palpitante en los corazones de todos y cada uno de los que convivimos con ellos.

Un día como hoy también, hace 12 años, don Alejandro de la Cruz partió al reino de Dios y lo recordamos con afecto. No lo conocí en persona, pero puedo verlo a través de uno de sus hijos al que sí conozco muy bien: inteligente, intrépido, líder, bueno, honesto, responsable, jefe de familia y muy trabajador. Don Alejandro fue el padre de mi cuñado, José de la Cruz.

 







Comentarios

  1. Que en Gloria de Dios descansen Doña Amalia, Don Oscar y Don Alejandro! Hermosa y valiosa reflexión Oscar!! Muchas gracias!!!

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