Tragedia en el Bajío | Los hermanos del silencio.
San Antonio de la Garza,
Jalisco. 1928.
La casa olía a tierra recién
removida, a trapo húmedo y a lumbre apagada. El aire adentro no se movía.
Apenas se colaba una hilacha de viento frío por entre las rendijas del techo de
palma. No había ruido, salvo los lamentos queditos de las mujeres, como si
lloraran hacia dentro para no despertar más la desgracia.
Los cuerpos de dos hombres yacían
sobre la mesa donde antes se amasaba el maíz. Amado con los brazos cruzados
sobre el pecho, Epigmenio con la camisa aún manchada del polvo del camino. La
soga les había dejado la marca morada en el cuello. Ninguno de los presentes se
atrevía a decir nada.
Una de las mujeres, con
el rebozo cubriéndole hasta la frente, soltó un gemido más largo que las otras.
Las demás la siguieron, como si por fin alguien hubiera dado permiso de llorar
en voz alta. El llanto no llenaba el cuarto; apenas lo rozaba. Todo parecía
detenido, como si el tiempo se hubiera hecho tierra también.
Nadie notó a la niña.
Estaba en una esquina,
arrinconada junto a un cántaro vacío. No decía nada. No lloraba como las otras, lloraba por dentro, en silencio. Solo se le escurría el llanto por la cara tiznada. Tenía los
ojitos redondos, bien abiertos, y miraba fijo los cuerpos tendidos. Lupita
tenía cuatro años apenas. Apretaba con fuerza la falda de su madre quien por
ratos parecía no estar ahí. La muerte también se lleva pedazos de los que
quedan vivos.
Lupita no lloraba como los demás.
Frente a ella, tendidos sobre una mesa, estaban los cuerpos. Su padre era el de la izquierda. Lo sabía por la camisa blanca que su madre le planchaba los domingos. El otro —el tío— era solo una figura dormida, con la cara quieta y la boca entreabierta como si todavía quisiera decir algo.
Había muchas mujeres. Todas con
los rebozos apretados al rostro, todas con los hombros temblando, todas rezando
en voz baja como si las palabras fueran piedritas que se soltaban de los labios
y caían sin hacer ruido. La casa olía a sudor seco, a tierra, a cera, a miedo
ya viejo.
La niña estaba parada en una
esquina, arrimada a la pared, con los dedos crispados en la falda. Nadie le
decía nada. Nadie se agachaba para explicarle por qué su padre no se movía, ni
por qué lo habían traído en un burro con la cabeza colgando y los brazos
sueltos.
Ella no entendía nada.
Solo sabía que algo estaba mal.
Que su madre no hablaba, que las otras mujeres la abrazaban como si se le fuera
a romper el cuerpo. Que los hombres del pueblo hablaban bajito y que, cuando
ella se acercaba, dejaban de hablar.
A ratos pensaba que su padre iba
a despertar. Que se iba a levantar de ese cajón sin tapa, que la iba a cargar
en los brazos como antes, que le iba a cantar esa tonada de maíz y lagartijas.
Pero no se movía. Y entonces, el mundo se le hacía grande, tan grande que ya no
cabía en él.
Se frotó los ojos. No sabía si
era por el humo de las velas o por las ganas de llorar, pero todo le ardía. El
corazón también.
Quiso preguntar: ¿por qué?
¿cuándo vuelve? ¿me va a llevar al río otra vez? ¿por qué nadie me ve?
Pero no dijo nada. Solo se quedó
ahí, de pie, como un árbol delgadito al que nadie ha regado.
Y el silencio del cuarto la
abrazó, igual que el polvo, igual que la muerte.
1928 – Entre el cielo y el
infierno.
San Antonio de la Garza, en
aquellos días de 1928, era una especie de ilusión suspendida en la aridez
jalisciense. Un lugar tan pequeño que Dios, en sus jornadas más atareadas,
pasaba de largo sin detenerse, confiando quizá en que sus santos hicieran la
ronda por él.
Las casas —pocas, humildes y
encorvadas por el peso de los años— se acomodaban como gallinas dormidas
alrededor de la plaza. En la tiendita de don Lencho se vendían milagros en
forma de frijol, piloncillo y jabón de sosa. Y en la iglesia, que estaba
cerrada desde que los federales confiscaron la campana, aún retumbaba en los
muros un eco sordo del último padre que ofició misa a escondidas, con la sotana
metida entre los pantalones por si había que salir huyendo.
Antes de la desgracia, San
Antonio de la Garza era un lugar donde el tiempo se desgranaba como mazorca
seca. El sol salía temprano, rajando el cielo con su filo dorado, y los hombres
salían al campo sin decir mucho. Las mujeres, en casa, entre la leña y el
comal, cuidaban del fuego como quien cuida un secreto.
Las mujeres, matronas estoicas de
rostro curtido, se hablaban con dichos y refranes, como si la sabiduría popular
fuera un escudo suficiente contra la metralla del mundo. Y los hombres, que
fingían desinterés por todo lo celestial y lo político, se levantaban con el
canto del gallo y regresaban cuando ya ni los grillos querían cantar.
Epigmenio Rodríguez era uno de
esos hombres de tierra. No por humildad, sino por vocación. Decía —y lo decía
en serio— que lo único que podía salvar al país era la milpa bien sembrada, el
machete afilado y la palabra dicha con la medida justa. Se le tenía por hombre
honrado, templado, y casi invisible. En un lugar donde todos se conocían por el
apodo, que alguien conservara su nombre entero era ya una forma de distinción.
Epigmenio Rodríguez vivía en la
orilla del pueblo, donde las casas se vuelven milpa y la milpa se vuelve cerro.
Tenía lo justo: una choza de adobe, su parcela de maíz, un burro viejo que ya
no cargaba más que su sombra, y su niña, María Guadalupe, que era como un
suspiro vivo entre tanta tierra reseca. A veces hablaba con las plantas, y a
veces con el viento. Epigmenio decía que ella había nacido con el silencio
metido en los ojos.
Epigmenio adoraba a su pequeña Lupita...
¡ah, esa criatura! La veían pasar con sus trenzas deshechas y su andar ligero,
como si no pesara. Algunos decían que hablaba con los ángeles, otros que veía
cosas que no eran de este mundo. Pero todos, incluso los escépticos, la
saludaban con respeto y sin chistar aún a su corta edad, no fuera a ser que
tuviera un pacto con los misterios del cielo.
De la guerra cristera, Epigmenio poco
hablaba. Decía que eso era cosa de otros, de los que tenían tiempo para andar
peleando por santos o por gobierno. Él tenía que sembrar, cuidar la milpa,
regarla cuando la lluvia se hacía de rogar. No tenía tiempo para odios. Ni para
héroes.
Pero el pueblo, aunque de
apariencia quieta, olía a pólvora vieja. Bajo la costra de la rutina, la guerra
cristera hervía en voz baja. No se hablaba de política en voz alta, porque las
paredes —sobre todo las de la cantina— tenían orejas largas y lengua filosa. El
que no quería problemas, no se metía. Y el que se metía, que Dios lo bendijera.
Porque a San Antonio llegaban los federales sin anunciarse, como tormenta en
tiempo seco, y cuando llegaban, lo único que quedaba era esconder el crucifijo
y guardar silencio.
En ese delicado equilibrio de
rutina y miedo, cayó Amado Rodríguez como una piedra en el estanque. Y el agua
no tardó en agitarse.
Fue en un jueves, que no traía
nada especial, cuando llegó Amado Rodríguez. Nadie lo esperaba. Llegó por el
camino largo, montado en un caballo que parecía no conocer el terreno. Venía de
Oklahoma, dijeron. Allá se había ido quién sabe cuándo, con la promesa de
trabajo y de no volver. Pero volvió. Más flaco que cuando se fue, con la piel
curtida como su sombrero. Tenía una mirada que no se quedaba quieta en ningún
lado.
—Hermano —dijo, y se abrazaron
como se abrazan los que han guardado muchas palabras sin decir.
Epigmenio lo llevó a casa. Le dio
de cenar. María Guadalupe lo miraba de lejos, con esa desconfianza que tienen
los niños hacia lo que brilla demasiado. Amado hablaba de Norteamérica, de
máquinas que hacían el trabajo de diez hombres, de cantinas llenas de luces, de
pistolas que uno podía comprar como quien compra pan. No dijo mucho más. Solo
que venía de paso, que quería ver al hermano, brindar por la vida, recordar al
padre y a la madre enterrados allá en el camposanto.
Esa noche fueron a la cantina del
pueblo. No por gusto, sino por el recuerdo. Se sentaron en la esquina, donde el
farol apenas alumbraba. Tomaron pulque en vasos grandes. Rieron poco. El polvo
se les quedó pegado en los pies. Afuera, la luna parecía querer esconderse.
Amado bebía despacio, como si
cada trago fuera una forma de recordar. Tenía la costumbre de mirar al fondo
del vaso antes de llevárselo a los labios, como si buscara en el pulque alguna
revelación que lo salvara. El aire del pueblo le sabía a pasado rancio, a polvo
sin destino. Había vuelto, sí, pero algo en él sabía que no era el mismo que se
había ido.
—¿Y tú cómo has estado, hermano?
—preguntó Epigmenio, sin levantar la vista del vaso.
No era una pregunta por cortesía.
Era una pregunta de tierra. De esas que se hacen entre hombres que han perdido
muchas palabras por el camino.
—Vivo —respondió Amado, y en ese
"vivo" cabía todo: las cantinas de Tulsa, las noches bajo puentes
ajenos, el trabajo duro en rieles que no llevaban a ningún hogar, y esa compra
absurda de la pistola .45, hecha más por costumbre que por necesidad.
Epigmenio lo miró de reojo. No
era de los que hacían juicios, pero en su silencio cabía un mundo entero. Había
aprendido que los hombres arrastran cosas, como mulas viejas. Culpas, miedos,
decisiones mal tomadas. Y que el que vuelve, a veces lo hace más por fuga que
por nostalgia.
Amado, por su parte, veía en su
hermano una forma de quietud que no comprendía del todo. Lo envidiaba y lo
compadecía al mismo tiempo. Lo envidiaba por esa manera suya de estar con la
tierra como si fuera parte de ella, sin querer nada más. Lo compadecía por no
haber visto el mundo más allá del cerro, por no conocer el precio de la
libertad.
—No sabes lo que hay allá afuera,
Epigmenio —dijo Amado, con una sonrisa ladeada—. Allá uno puede ser nadie y
sentirse libre. Aquí, aunque seas alguien, estás preso de lo mismo cada día.
Epigmenio no respondió. Se quedó
mirando el humo que salía del cigarro, subiendo lento hacia el techo bajo de la
cantina.
—Y tú no sabes lo que es sembrar,
y esperar —dijo por fin— No con la esperanza de que cambie el mundo, sino con
la fe de que salgan las milpas.
Se quedaron callados. Dos hombres
frente a frente, unidos por la sangre pero separados por los caminos. Uno con
la mirada clavada en el horizonte lejano, el otro con los ojos hundidos en la
tierra.
Fue en ese silencio donde se
tejió la tragedia. Un instante donde la historia no se dijo en voz alta, pero
empezó a escribirse en los ojos de ambos. Amado no dijo que portaba el arma.
Epigmenio no preguntó. Y el destino, que siempre escucha los silencios más que
las palabras, ya había tomado nota.
Y fue entonces que llegó el
ejército.
La puerta de la cantina se abrió
de golpe, sin aviso previo, como si el viento la hubiera tumbado. Pero no fue
el viento. Fueron botas, ocho pares de botas con espuelas y polvo de camino,
que entraron con el estrépito de los cascos sobre la madera.
Los músicos dejaron de tocar. El
silencio cayó como una piedra en el pozo. Solo se oyó un vaso estrellarse
contra el suelo. Amado Rodríguez se giró despacio. Epigmenio también.
—Revisión —dijo un sargento con
voz ronca— Todos contra la pared. Nadie habla. Nadie se mueve.
Los parroquianos obedecieron sin
chistar. En los pueblos del Bajío, en esos años de guerra cristera, los
federales no pedían favores, daban órdenes. Y nadie quería terminar colgado de
un mezquite por haber discutido.
Epigmenio se levantó sin mirar a
nadie. Levantó las manos, caminó despacio hacia la pared del fondo. Ya había
visto eso antes: revisiones, cateos, interrogatorios sin sentido. Y sabía que
la clave para sobrevivir era el silencio.
Amado tardó más en moverse. Como
si algo dentro de él se resistiera. Como si, de pronto, hubiera recordado que
llevaba algo en la cintura. Algo que en Estados Unidos era solo un objeto de
defensa, pero que aquí, en esta tierra donde las leyes eran más filosas que las
bayonetas, era sentencia de muerte.
—¿Qué es eso? —preguntó un
soldado. Había visto el bulto bajo la camisa.
Amado no respondió. Intentó dar
un paso atrás. Instinto. Error.
—¡Quieto! —gritó el sargento.
En un segundo, el arma fue
desenfundada por manos ajenas. No hubo violencia. Solo rapidez. Un soldado la
alzó en el aire, como si mostrara un trofeo: una pistola Colt calibre .45,
negra, reluciente, extranjera.
—Portación ilegal de arma de
fuego —dijo el sargento, casi con satisfacción— En tiempos de ley marcial, esto
se castiga con la horca.
Epigmenio no dijo nada al
principio. Quedó paralizado. Miraba la escena como si ocurriera lejos, como si
no tuviera nada que ver con su hermano ni con él. Pero luego, el miedo se
convirtió en rabia, y la rabia en algo más grande: desesperación.
—¡No lo sabíamos! ¡La trajo de
allá! ¡Es suya! ¡No es un cristero!
—¿Y usted cómo sabe quién es
cristero y quién no? —respondió el sargento, sin molestarse en mirarlo.
Amado intentó hablar. Solo dijo:
—Fue un error. No quería problemas.
Pero el error ya estaba hecho. Y
en esos días, un error costaba más caro que un crimen.
—Mañana al amanecer. En la plaza
—dictaminó el oficial— Que sirva de ejemplo.
Epigmenio insistió en la
inocencia de su hermano. Suplicó clemencia, intentó razonar con el sargento. De
nada le sirvió. Estaba desesperado ¿Qué razón le daría a sus difuntos padres?
¿Podría cargar con eso el resto de su vida? Un hombre puede tener una vida
lenta y tediosa donde nunca ocurre nada, y de pronto ser lanzado al mismísimo
infierno de la desesperación y la angustia. Un infierno tan oscuro y denso que
no se escucha ni el sonido de los pensamientos.
El fuerte palpitar de su corazón
era lo único que lograba percibir.
Y fue su corazón el que hablo:
—¡Si lo ahorcan a él, entonces
ahórquenme a mí también!
Hubo un silencio seco, brutal.
Como si hasta el polvo se hubiera detenido. Ni siquiera el mismo había
entendido lo que de su boca había salido. Pero era hombre de una sola palabra.
Y decidió no hablar más.
El sargento lo miró sorprendido.
No lo vio venir. Observó con detenimiento el rostro de Epigmenio, buscando un
rastro de miedo…y no lo encontró. No había más que discutir ni tiempo para
enmendar.
—Pos a ti también te ahorcamos
—respondió con voz seca.
Y con eso, los separaron, los
amarraron, y se los llevaron.
En la cantina volvió el murmullo,
pero ya nadie levantó la voz. Todos comprendieron que esa noche no era una más.
Era el principio del recuerdo que el pueblo cargaría como una cicatriz.
Una niña deberá crecer sin su
padre, huérfana y al amparo de su madre y de su hermano mayor, Catarino. Una niña que un día se
convertirá en una gran mujer, buena, noble y trabajadora. Se casará y tendrá
numerosa familia, con hijos y nietos que le alegren la vida. Y que en lo más
profundo de su corazón guardará la imagen del hombre bueno que fue su padre.
Del hombre cuya sonrisa y amor sin límite hicieron de ella una niña querida,
amada, fuerte y feliz. En su corazón guardará también las risas y los bellos
momentos que compartió con él. Lo atesorará con firmeza y la acompañará hasta
el final de sus días.
Epílogo.
La guerra cristera fue un
conflicto armado que se desarrolló entre 1926 y 1929 en México y particularmente
en las zonas del bajío y el altiplano meridional. Fueron tiempos trágicos para
la población. Se sentaba a la mesa a comer codo a codo junto a la injusticia y
el miedo, la persecución y la muerte.
Este relato está dedicado a mi
gran amigo Don Guadalupe González Rodríguez, hijo de aquella niña llamada María
Guadalupe, y nieto de don Epigmenio Rodríguez. Agradezco a Don Guadalupe (Don
Lupito para los que lo queremos), la confianza por haberme contado esta
historia trágica de su familia.
Este relato está dedicado también
a los tres protagonistas de la historia: María Guadalupe Rodríguez Gutiérrez,
Epigmenio Rodríguez y su hermano Amado Rodríguez. Que Dios los tenga en gloria.
Que su paso por este mundo no quede nunca en el olvido y que su nombre permanezca
siempre en la memoria de sus descendientes.
Ese es mi tributo.
Maria Guadalupe Rodriguez Gutierrez es mi abuela paterna, y estoy tan orgullosa de mi padre y me siento sumamente bendecida por tenerlo en mi vida. Un gran hombre en toda la extensión. Gracias, mil gracias 🙏🙏
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