Crónica de una desilusión.

 


Ciudad Victoria, Tamaulipas.

Era un viernes 2 de junio de 1978. El reloj marcaba las 4:30pm. Faltaban 15 minutos para el inicio del partido entre la selección mexicana de futbol que hacía su presentación en el mundial de Argentina.

El rival era un país cuyo nombre nunca había escuchado antes. Solo sabía que estaba en África y eso me daba mucha tranquilidad. En mi mente infantil de 9 años imaginaba a unos negritos corriendo como locos detrás de un balón dominado en su totalidad por la poderosa escuadra mexicana.

Desde el día que inició el mundial, los comentaristas de televisión habían dado su pronóstico: a Túnez lo vamos a golear 4-0, y con suerte hasta el quinto en una jugada a balón parado. Después enfrentaríamos a la poderosa campeona del mundo: Alemania.

Contra Alemania los pronósticos eran más reservados: un empate, decían los comentaristas. Y el tercer partido sería solo de trámite contra una Polonia que nadie sabía si realmente jugaban. A Polonia le vamos a meter 3-0 dijo el gran Ángel Fernández, ícono de la televisión mexicana de aquel entonces.

En mi escuelita, la Rébsamen, nos habían dado permiso de llevar televisores y ver los partidos que se transmitían por la mañana. Así vimos el primer juego entre Alemania contra Polonia. Los teutones avasallaron y todos mis compañeros celebramos. Nunca entendí realmente por qué. Algunos incluso se animaron a improvisar banderitas de papel con los colores de Alemania.

Las posibilidades de alzarnos con la copa del mundo eran reales…

Y con gran algarabía presenciamos el inicio del juego entre México y Túnez aquel viernes 2 de junio que no se me olvida. Un viernes que se quedó grabado en lo más profundo de mi mente y de mi espíritu futbolero.

En la sala de la casa de mi abuelita Amalia había un pequeño televisor en blanco y negro. Estaba colocado sobre un buró frente a la pared de la fachada principal. Afuera, en la calle, no se veía ni un alma. Adentro estaba mi abuelita Amalia, quien nos veía desde la cocina sin comprender la locura que se vivía en ese momento. También estaba mi tía Olga y su esposo, mi tío Juan. Mi tío Gregorio y su esposa, mi tía Esperanza. Y sentados en el piso estaban mis primas Anita, Erica y la Nena, mi hermana Nancy, mi primo Juanito y yo.

Mi tío Ernesto y Eliseo llegaron un poco más tarde, cuando ya había comenzado el juego.

La piel se me erizó cuando apareció la lista de los jugadores mexicanos en la pantalla del televisor. Algunos de ellos eran mis ídolos, a otros los conocía bien por ser rivales de mis cremas del América.

En la portería: Pilar Reyes, de los tigres de la UANL. En la defensa el poderoso Alfredo Tena, de los cremas del América. También aparecía Vázquez Ayala, apodado “el gonini”, de los Pumas. El temible Wendy Mendizábal del Cruz Azul, un jovencísimo Hugo Sánchez de los Pumas, y en medio de todos ellos, un personaje llamado Leonardo Cuéllar, de los Pumas también, cuya inmensa melena de león estilo afro me hacía recordar una de las cazuelas grandes que tenía mi abuelita guardada en la alacena.

Los primeros minutos del juego fueron de pases cortos, saques de banda, y algunos lances de ambos porteros. Para la mitad del primer tiempo se había puesto de manifiesto que los Tunecinos no eran unos improvisados, pero seguíamos esperando el gol con mucha seguridad.

El primer tiempo se hizo viejo y estando ya sobre el minuto 45, hubo una mano del defensa tunecino que fue marcada de inmediato como penal. Todos estallamos en euforia, los jugadores, mi hermana, mis primos y yo. Juanito se trepó al mueble y comenzó a saltar con sus brazos extendidos mientras gritaba México, México, México.

Después vino el silencio.

El elegido para cobrar el penalti fue el gonini Vázquez Ayala. Se perfiló para cobrar con el pie derecho. Se aproximó al balón con un trote ligero y lo golpeó suavemente con la parte interna del pie, como si estuviera dando un pase. El balón se desplazó con lentitud pero bien colocado. El portero nada pudo hacer.

Y aquello se convirtió en una casa de locos.

¡Mis tíos gritaron!

Mi hermana y mis primitos se pusieron de pie y comenzaron a brincar enloquecidos.

Y yo me dejé caer en el suelo con los brazos extendidos mientras un par de lágrimas emergían de mis ojos. Sentí que flotaba en el aire.

De reojo pude ver los rostros de mi tía Olga y Esperanza que reían de nuestras reacciones. Y pude ver también la cara de mi abuelita quien nos observaba desde la cocina. De pie, sosteniendo un vaso con agua en su mano derecha, nos miraba con incredulidad, moviendo su cabeza de un lado a otro con lentitud. No podía entender tanta locura.

Ella solía decir que el futbol era un juego donde veintidós jugadores se la pasaban peleándose por un balón que ni siquiera era de ellos.

Varias veces le pregunté quien era su equipo preferido:

—Abuelita, ¿usted a quien le va?

Y siempre me respondió lo mismo:

—¡Al que gane!

El primer tiempo terminó un minuto después del gol y nos fuimos al descanso de quince minutos.

El nivel de euforia dentro de la casa era tal que a mi tío Gregorio se le ocurrió la idea de que saliéramos todos a celebrar a la calle. Y así lo hicimos.

El cruce de las calles 20 y Guadalupe fue testigo de una manifestación de pequeños, celebrando y gritando México, México, México a todo pulmón. Mi tío Gregorio nos exhortaba a seguir la celebración mientras reía a carcajadas. Después nos formamos en fila india y recorrimos la mitad de la calle cantando y bailando.

Fue un momento mágico, único, inigualable.

Y después llegó el baño de cruda realidad.

En el segundo tiempo Túnez nos empató, después metieron otro gol…y después otro más. El marcador final: 3-1 a favor de los africanos que según yo no sabían jugar y cuyo país ni siquiera era capaz de localizar en el mapamundi.

Caras tristes por el resto del día.

Aquella noche no quise cenar. Mi abuelita me llamó la atención:

—Ya véngase a cenar Oscarillo, ¿pues que contiene eso de andar triste por un juego?

A Túnez lo íbamos a golear, con Alemania empataríamos, y a Polonia le meteríamos tres o cuatro goles… según la prensa mexicana.

¡Patrañas!

Alemania nos vapuleo con un 6-0. Polonia nos goleó con un 3-1. Y en menos de dos semanas, nuestra selección mexicana, la de los gloriosos ratones verdes, tomó su avión de regreso para darle vuelta a la página y seguir trabajando para el siguiente mundial.

Jamás volví a ser el mismo.

Solo una cosa me devolvió el amor al futbol:

¡Mis poderosas Águilas del América!

 

 



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