Los Estilistas | Crónica de una batalla campal
Poza Rica, Veracruz. Otoño
de 1987.
Parte 1 | La batalla campal.
Abrí la puerta de aquella casa
confiando en mis buenas intenciones. Entré con la certeza de imponer la paz en
aquel lugar, dialogando y persuadiendo; pero la paz es algo etéreo y volátil
que no se alcanza con decretos, y la buena voluntad en ocasiones no es más que
un camino para convertirse en el hazmerreir de otros.
Me desplacé sigilosamente hacia
el interior de la sala, procurando no ser visto mientras encontraba un lugar
seguro.
El escándalo generado por los gritos,
golpes, insultos, amenazas y botellazos en las paredes, producían un cuadro
surrealista, al más puro estilo de cantina mexicana. Una ligera nube de humo
con fuerte olor a tabaco se desplazaba con lentitud dentro del lugar. Como
telón de fondo, música de Soda Stereo a todo volumen. Estaban de moda en la
radio.
Una botella vacía de caguama pasó
volando frente a mi cara y se estrelló contra la puerta. Llevaba buena
puntería. Logré esquivarla con un quiebre de cintura sin poder evitar un ligero
rozón en la frente que me dejó una marca durante días.
Un tipo alcoholizado y con voz
afeminada se paró frente a mí. Tenía unos cuarenta años, vestía de manera
estrafalaria, con el pelo pintado de rojo en estilo afro, camisa verde
fosforescente y pantalón acampanado color amarillo con lentejuelas multicolor. Sus zapatos emitían luz intermitente como las luciérnagas y sus ojos se
veían vidriosos de tanto alcohol. Era mucho más alto que yo.
Me encaró con odio y gritó:
—¡A ti también te vamos a partir
tu madre pinche güerito pendejo!
En su mano derecha sostenía una
botella de cerveza corona, rota y con picos filosos; y hacía movimientos
amenazantes.
Dos veces me atacó, y dos veces
lo esquivé gracias a la tremenda agilidad que tenía en esa época. Pesaba mil
kilos menos, tenía dieciocho años y no hacía mucho que había dejado de entrenar
atletismo. Todavía me sentía ligero. Pedo pero ligero.
Levanté mis dos puños en señal de
pugilato y le grité:
—¡Mano limpia puto! ¡Tira la
pinche botella!
—¡Ni madres! —respondió con una
tonadita estilo Juan Gabriel.
El borracho afeminado no tuvo
tiempo de decir más.
Una patada voladora apareció de
la nada y se estrelló en su quijada, lanzándolo sobre un mueble que estaba a
media sala.
Era el soldado, amigo personal de
los hermanos Santana, y al menos por esa noche, amigo mío también.
—¡Mejor quédate afuera güero! —me
gritó— Estos güeyes se están armando con botellas. Cuida que no lleguen los
polis.
A mí lo que más me preocupaba eran
mis tenis.
Unos Nike originales que mi
madre, con muchos esfuerzos, me había comprado con una señora que traía fayuca
del otro lado. Eran de tela color plateada, y el logotipo en color azul
metálico. Yo me sentía Tom Cruise cada vez que me los ponía.
Nomás no me pisen los tenis y
podemos resolver esto dialogando.
Frente a mis ojos, dentro de una
casa que no era la mía, se realizaba una batalla campal donde no había reglas
ni pactos de caballeros. Cada quien peleaba como podía.
El soldado peleaba contra tres
tipos a la vez. Imitaba a la perfección el estilo de Jean Claude Van Dame:
patadas, movimiento de brazos, el ataque y la retirada ágil; todo idéntico a
Jean Claude. Frente a él, tres tipos vestidos de mujer intentaban mantenerlo a
raya lanzándole botellazos, golpes y patadas. Uno de ellos le gritaba ¡maldito
aprovechado, ponte con un hombre!
A su lado, Gaspar Santana peleaba
con otro de las mismas características. La pelea se veía más equilibrada.
Gaspar brincaba sobre sus pies, colocaba una patada, y saltaba hacia atrás para
ponerse a salvo. Su oponente tenía un cuchillo cebollero en la mano y abanicaba
con rapidez, manteniendo a raya a Gaspar.
En la cocina, Chonito Santana
peleaba a puño limpio con dos más. Eran más corpulentos que él y también
vestían de manera estrafalaria. No había espacio para las patadas, el lugar era
muy reducido. Chonito había logrado noquear a uno de ellos con un derechazo a
la mandíbula mientras el otro le arrojaba trastes a diestra y siniestra:
platos, vasos, tasas, recipientes de Tupperware, y todo lo que encontraba en la
alacena.
Mi amigo Jorge González y yo,
permanecíamos pegados a una de las paredes, mirándonos sin saber que hacer.
Habíamos entrado para intentar calmar las cosas y ahora debíamos protegernos de
las botellas de cerveza que volaban de un lado a otro, algunas llegaban a su
objetivo y otras se estrellaban contra la pared.
En medio de la sala, una mujer
lloraba y gritaba desconsoladamente.
Suplicaba que todo terminara ya.
Que todo era una confusión.
Era la novia de Chonito
Santana…una de las novias.
De manera coordinada y casi al
mismo tiempo, el soldado y los hermanos Santana comenzaron a retroceder. Era
momento de iniciar la retirada. Chonito no podía caminar, le habían lastimado
un tobillo y se sostenía en una sola pierna sin bajar la guardia. Los borrachos
afeminados habían recibido su lección según gritaba el soldado. Varios de ellos
recogieron botellas rotas del suelo y se envalentonaron de nuevo, retando y
lanzando gritos ofensivos.
¡Esto no se va a quedar así
hijos de su puta madre!
¡Los voy a matar a todos!
¡Te las voy a cobrar todas pinche
Chonito!
¡Éntrenle cabrones! ¡No que
muy machos!
El soldado les respondía con una
kata de Jean Claude al aire mientras gritaba: ¡Me la pelan putos! ¡Cuando
quieran!
Y comenzamos a salir de aquella
casa, con lentitud, sin dejar de observar a los tipos, manteniendo la espalda
bien pegada a la pared. Cualquier descuido podía resultar en una fatalidad.
Cuando estábamos ya en la calle,
nos encaminamos hacia la casa de los hermanos Santana. Estaba a escasos 70
metros de distancia. En el trayecto le pregunté a Chonito la razón del pleito. Este
caminaba con dificultad, apoyándose sobre mi hombro. Su tobillo se le había
inflamado. Sonrió y me dijo ¿te espantaste?
Yo le respondí con otra pregunta:
¿Quiénes son esos pinches batos?
Parte 2 | El origen del
conflicto.
Los hermanos Santana vivían a
escasos veinte metros de mi casa en la colonia Benito Juárez. Nos conocíamos desde
niños. Gaspar era de mi edad y había sido compañero de mi hermana Nancy en cuarto
grado de primaria. Chonito era tres años mayor. Junto con Héctor Isidro, Jorge
González y Rubén Barragán, habíamos entrado juntos a la adolescencia,
compartiendo juegos, bromas, risas, fiestas, complicidades y mucha camaradería.
A sus veintiún años recién cumplidos,
Chonito era un casanova consumado: joven, soltero y con un trabajo en PEMEX
bien remunerado. Tenía dos novias formales: una de dieciocho años y otra de
cuarenta. Eran los cánones de la época.
La novia de cuarenta era una
señora que trabajaba como estilista y cultora de belleza en una estética, en el
centro de la ciudad. La conocía de vista, nunca entable conversación con ella,
pero se decía que era buena persona, guapa, soltera, tranquila y ecuánime. Su
casa estaba ubicada en la esquina, al final de la cuadra donde vivíamos los
Santana y yo.
Y estaba profundamente enamorada
de Chonito.
Aquella noche Chonito celebraba
su cumpleaños con fiesta en grande. Amigos y familiares nos reunimos en su casa
para agasajarlo con buena vibra, comida y mucho alcohol. La novia de dieciocho
estaba presente y charlaban animadamente en la banqueta de la casa. Al parecer
la chava se estaba despidiendo ya. Eran las 10pm aproximadamente.
Supongo que hubo una falla en la
sincronía de los horarios.
La novia de cuarenta apareció de
pronto y al ver a la parejita despidiéndose con un beso apasionado, la dama
decidió seguir su camino, sin detenerse. En su rostro se dibujó un gesto
de dolor y tristeza que la hizo cerrar sus ojos mientras un par de lagrimas
comenzaban a escurrir sobre sus mejillas. Aun así, mantuvo su dignidad y no
hizo ningún reclamo. En sus manos llevaba un regalo.
Horas después, ya entrada la
media noche, Chonito quiso hacer una visita a la señora para reconciliarse, intentar
hacer las paces, dar una explicación, y de ser necesario… pedir perdón. ¿Por
qué no? Siempre es bueno pedir perdón. El perdón aligera el alma y reconecta
corazones. Chonito salió de su casa decidido a recuperar a su novia sin avisarle
a nadie.
No nos dimos cuenta. Todos escuchábamos
al soldado contando historias de combates y supervivencia al más puro estilo
Rambo. Por momentos se levantaba y simulaba el uso de una metralleta mientras
permanecía escondido detrás de unos matorrales. Por momentos realizaba katas de
Taekwondo lanzando patadas por los aires sin soltar su corona.
Un rato después, alguien vino a
avisar que estaban golpeando a Chonito.
¡Allá en casa de la estilista!
¡Lo están madreando!
Con el paso de las semanas
surgieron dos versiones de lo ocurrido.
La versión de una vecina.
Una vecina juraba haber
presenciado todo.
Chonito entró a la casa de su
novia y la encontró acurrucada en los brazos de uno de sus amigos estilistas,
llorando desconsoladamente, mientras este la abrazaba y le decía que todo iba a
estar bien. Junto a ellos, diez estilistas más, compañeros de trabajo,
intentaban alegrarla con música y bebidas. Todos estaban indignados con
Chonito, uno de ellos gritaba: odio decirte esto amiga, pero... ¡te lo dije!
¡todas te lo dijimos! ¡eres una pendeja! ¿qué le ves a ese pinche escuincle?
Cuatro de ellos se abalanzaron
contra Chonito al verlo entrar y lo descontaron sin darle tiempo a defenderse.
Chonito se puso de pie y como pudo comenzó a pelear contra ellos, a golpes y
patadas.
La versión de uno de los
estilistas.
Días después alguien de la
colonia comentó que se había ido a cortar el pelo en la estética de la señora,
y uno de los estilistas le contó su versión.
Chonito entró a la casa de su novia
y la encontró acurrucada en los brazos de uno de sus amigos estilistas,
llorando desconsoladamente. El joven la abrazaba e intentaba consolarla. Venía
de una fiesta de disfraces y acudió al llamado de su amiga tan pronto le dieron
el mensaje. Los celos se apoderaron de Chonito, se abalanzó contra el sujeto y
lo descontó de una patada. Después se lanzó contra otros dos y los golpeo tan
fuerte que comenzaron a llorar. Y entonces el resto de los estilistas se
lanzaron contra él, lanzándole botellazos, golpes y patadas.
El origen verdadero del conflicto
continúa siendo un misterio hasta el día de hoy.
Parte 3 | Los estilistas
contraatacan.
Recuerdo haber visto mi reloj.
Marcaba las 3:50 de la madrugada, para amanecer domingo. Habíamos bebido casi
todo el alcohol: Bacardí Añejo, Brandi Presidente, Wiski Buchanan, y cervezas
corona. Había dos botellas de Bacardí Blanco que al principio todos les
habíamos hecho el feo, pero ya estaban abriendo una de ellas.
El soldado no paraba de hablar.
Contaba con euforia sus técnicas
de combate usadas horas antes contra aquellos batos raros que se habían pasado
de listos con Chonito.
Todos reíamos a carcajadas.
Mis tenis Nike estaban intactos.
Escuchábamos los éxitos de Hombres
G, Enanitos Verdes y Duncan Dhu a todo volumen.
El primer estruendo se escuchó
como si el techo se hubiera derrumbado. Fue un golpe seco y muy fuerte. Lo
escuché con claridad porque mi silla estaba junto a la pared frontal de la casa
de los hermanos Santana. La mayoría no lo escucho y decidí ignorarlo pensando
que el alcohol me estaba jugando ya una mala pasada.
El segundo estruendo fue más
fuerte aún. Lo dije en ese entonces y lo sigo creyendo: yo escuché un disparo
de calibre grueso, 38 o 45. Conocía el sonido. Había comenzado a realizar mi
servicio militar y en ocasiones el teniente a cargo de mi cuadrilla nos llevaba
al campo de tiro para observar las prácticas. Si cumplen con todas sus
responsabilidades y observan disciplina, tal vez un día de estos los dejemos practicar
un rato, nos decía.
Después del disparo se escucharon
muchas voces en la calle, ruidos de coches y motocicletas. Pronto comenzaron a
lanzar piedras y botellas contra la fachada de la casa, rompiendo vidrios y
espantando a las mujeres que ya dormían.
¡Salgan hijos de su pinche madre!
¡Salgan Perros!
¡Se los va a cargar su puta
madre!
¡Los vamos a matar!
Todo mundo se quedó petrificado
por unos instantes, sin entender bien lo que estaba ocurriendo. El primero en
reaccionar fue Chonito quien aun con el tobillo inflamado se lanzó hacia la
puerta e intentó salir. El soldado lo detuvo. Había que averiguar primero
quienes eran y que querían.
Como pude me asomé por una
rendija y conté más de 40 sujetos. Entre ellos estaban los estilistas, amigos
de la señora. Se habían reagrupado. Había muchos vestidos de manera
estrafalaria y al parecer los acompañaban sus novios. Algunos apenas se
mantenían de pie por tanto alcohol. Aun así, estaban decididos a cobrar
venganza esa noche.
La mayoría de nuestros amigos se
habían marchado ya. Solo quedábamos Jorge, Héctor, el soldado, Chonito y
Gaspar. Una de sus hermanas mayores salió de su recámara con un machete en mano.
Gritaba pos nos la partimos güeyes y a ver de a como nos toca.
Finalmente doña Lupe, la mamá de
los Santana, salió a poner orden.
—Nadie va a salir de aquí. Se
sientan todos y vamos a esperar. No se acerquen a las ventanas. Por favor, siéntense
y permanezcan callados.
El soldado era el único que no se
quería sentar.
Caminaba desesperado de un lado a
otro. Hacía movimientos de disparo con metralletas y lanzaba patadas al aire,
como ensayando para un segundo enfrentamiento. El no iba a permitir semejante
humillación. Y menos de esos pinches batos.
Los botellazos a la pared y los
insultos continuaron por minutos que me parecieron horas.
Lo mejor que te puede pasar en
una situación así es que el alcohol se te baje de golpe. Es cuando suelen decir
hasta lo borracho se le quitó del susto. Suena humillante pero es un recurso
de supervivencia. Lamentablemente a mí el alcohol no se me quitó de golpe.
En vez de eso me llegó la estúpida
idea de “bombardear” a los intrusos desde la azotea, al estilo bombas molotov
de los rusos cuanto repelían el ataque alemán durante la segunda guerra
mundial. Acababa de leer ese capítulo en un libro de historia que me había
prestado mi amigo Héctor.
Asu madre, que gran idea se me
acaba de ocurrir. Yo solito les voy a partir su madre a estos pinches pendejos.
Sin decir nada a nadie, me
escabullí al patio trasero y comencé a juntar botellas de cerveza corona vacías.
Le pedí a Héctor que me ayudara. Después apareció Jorge cuando ya me estaba
subiendo a la azotea por una pared que tenía huecos.
—¿Qué estás haciendo güey? —me
preguntó sorprendido.
Le expliqué mi plan y me apoyó.
Llegué a la azotea y desde el
patio, Jorge y Héctor comenzaron a lanzarme las botellas vacías. Podía ver bien
a los estilistas. Algunos montados en sus motos quemaban llanta y reían
escandalosamente.
Ya había juntado como ocho
botellas cuando escuché una voz familiar que me habló por mi nombre. Era la mamá
de los Santana.
—Oscarito, por favor bájate de
ahí.
—Si doñita —le respondí— ahorita
nomás déjeme lanzar unas botellas.
—No, no, no. Oscarito, mírame,
por favor, bájate de ahí ahora mismo, ¡ya!
Y fue entonces cuando el alcohol
se me bajó de golpe.
Esas palabras tuvieron un efecto
potente en mí. Me regresaron a la realidad y entonces sentí mucho miedo. Comprendí
de golpe el gran riesgo al que me estaba exponiendo. El miedo es un gran compañero,
nos puede evitar muchos problemas. Nos puede salvar la vida. Recordé también
aquellas palabras de mi abuelita Amalia quien siempre me decía cuando era niño:
más vale que digan aquí corrió, que aquí quedó.
Los hombres podríamos vivir una
vida más plena, saludable y productiva, si tan solo escucháramos con atención las sabias
palabras de nuestras madres, abuelas, esposas, hermanas, primas y amigas que
nos quieren bien.
Pero somos necios y estúpidos.
Bajé de la azotea convencido de
que lo mejor era esperar a que los estilistas se aburrieran y se fueran.
Después de todo, mis tenis Nike
seguían intactos. Habían resistido una noche violenta.
Un pequeño grupo de jóvenes
adolescentes salió de una casa cuando el sol ya iluminaba el cielo de otoño en
Poza Rica, Veracruz. Caminaron hasta la esquina de la cuadra y de ahí se
despidieron con un saludo breve. A la noche nos vemos otra vez para platicar
y ver qué onda. Cada quien se dirigió a su casa y durmió plácidamente durante
el resto del día.
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