La señora metiche.

 



—Te lo voy a repetir por última vez. ¡No hay dinero!

—Si, ya se. Pero para Brayan, ahí ni rezongas ¿verdad?

—¡Cállate pendeja! No me hagas encabronar.

—Si, que fácil ¿no? Me hago la enojada y que se friegue.

—¡Que te calles te digo! Mejor ponte a estudiar para los exámenes. Ah, y lava tus pinches calzones. Ya estuvo bueno. Semejante viejota ya de dieciocho y todavía le tengo que lavar la ropa interior ¡Apenas se puede creer chingao!

—Si má, ya no le laves su ropa, ¡mira como te rezonga! —intervino el hermano menor.

—¡Tu cállate enano! Ni le busques porque te meto un putazo.

Doña Petra intentó serenarse mientras manejaba su Montecarlo modelo 1997. Ya iba retrasada para dejar a sus dos hijos en la escuela. Brigitte, su hija mayor, últimamente andaba muy rebelde y exigente. Próxima a graduarse de la preparatoria, quería hacer un viaje de fin de cursos con sus compañeros a la ciudad de Monterrey, Nuevo León. El pretexto era un concierto de Natanael Cano; en el fondo ella sabía que solo iban a hacer desmanes. La muchacha estaba muy chiflada por el papá, todo le consentía, nunca la regañaba, y siempre le celebraba sus tonterías. Esa mañana doña Petra no andaba de humor.

Estaba a dos cuadras de distancia para alcanzar el boulevard Pedro Cárdenas, al sur de la ciudad de Matamoros, Tamaulipas. Justo en ese momento se percató de que la calle estaba bloqueada. Mucha gente había descendido de sus autos y corrían hacia lo que parecía ser un trágico accidente.

—¡Un choque! —exclamó Brayan, el hijo menor.

—No güey. Atropellaron a alguien —respondió Brigitte— Má, métete por esta calle y así salimos por el lado de la iglesia. Ya vamos retrasados.

Una calle transversal quedaba justo a la altura donde se habían detenido. Una breve maniobra con el volante cuidandose del tráfico y estarían tomando una desviación. Sin embargo doña Petra no se movió. Apagó el coche y miró con detenimiento hacia la multitud que se arremolinaba alrededor del siniestro.

Una extraña sensación la invadió por completo. Inició como un impulso eléctrico desde lo más bajo de su espalda, y recorrió su espina dorsal hasta llegar a la zona baja del cerebro. Ahí volvió a sentir un fuerte espasmo, y la curiosidad se apoderó de ella.

No era la primera vez que le pasaba. En las noches de insomnio solía salir al patio trasero de su casa y se quedaba horas escuchando los ruidos provenientes de las dos casas ubicadas al otro lado de la barda. Su perseverancia dio frutos y fue la primera vecina en enterarse de que don Adolfo engañaba a su esposa, doña Lydia. Tuvo el honor de escuchar la primera vez que esta le pidió el divorcio y lo amenazó con meterle pensión del 80%, por pirujo.

Fue también la primer vecina en enterarse de que la Nayelli, la hija menor de doña Pina, había salido con su domingo siete y que el chavo no quería hacerse responsable de nada. Esa noche los gritos del papá de Nayelli se escucharon fuerte, pero solo ella se enteró.

También tuvo la enorme fortuna de atestiguar la presencia de un hombre misterioso que ingresaba todos los viernes en la casa de Beca Monteverdi, la güera oxigenada que vivía en la casa amarilla de dos pisos de la esquina. Lo hacía siempre bajo la protección de la media noche, y salía presuroso por la mañana antes del amanecer. La güera Monteverdi era esposa de don Crispín Montelucas, un policía municipal con cara de pocos amigos.

Lo que aun no lograba descifrar eran los motivos de la infidelidad de don Adolfo. En el tiempo que llevaba escuchándolos, nunca había aguantado más de dos minutos.

Sin pensarlo más, doña Petra abrió la puerta del coche y descendió de él.

—Espérenme aquí, voy a ver si no se les ofrece algo. Ahorita regreso.

—Mamá ¿a dónde vas? ¡Vamos a llegar tarde! —respondió Brigitte.

—¡Que me esperen dije! Ahorita regreso.

Por lo general doña Petra no se arreglaba cuando llevaba a sus hijos a la escuela. No había necesidad, nunca se bajaba del coche. Esa mañana iba en short, blusa de tirantes, y unas sandalias de espuma color violeta estilo pico de gallo que había comprado en oferta en Soriana. A sus cuarenta años, se conservaba de muy buen ver. Bajita de estatura, piel morena, esbelta, piernas torneadas gracias a las clases de zumba, pies bien cuidados con las uñas recién pintadas, buen trasero y un frontal generoso. Caminaba rápido y se abría paso entre la multitud.

Desde el coche, Brigitte la observaba avergonzada, con ganas de que se la tragara la tierra. ¡Que pinche oso me cae, que pinche oso! Repetía una y otra vez.

—¡Déjenme pasar! —reclamó doña Petra.

Nadie la escuchó. Nadie se movió ni un centímetro.

—¡Que me dejen pasar chingada madre! ¡No veo nada!

La multitud apenas se percató de su presencia.

Doña Petra comenzó a abrirse paso a empujones hasta que un joven la confrontó.

—Cálmese señora, no empuje.

—Pos déjenme pasar, que no ven que no alcanzo a ver.

—No insulte señora, ¡respete! —respondió una joven con uniforme, mochila a la espalda y un celular en la mano.

—A mi no me estés grabando chamaca. Yo solo quiero que me dejen pasar.

La multitud apenas se movió un poco. Doña Petra se estaba calentando ya.

—¡Que me dejen pasar carajo! ¡Que no ven que es mi familiar!

Varios de los presentes voltearon a verla con sorpresa. Uno de los que estaban en primera fila le preguntó:

—¿Usted lo conoce señora?

—¡Claro que lo conozco! Les estoy diciendo que es mi familiar ¡Déjenme pasar chingada madre!

Lentamente se fue abriendo un espacio entre la gente y doña Petra pudo pasar hasta el frente. La joven de uniforme la siguió con la cámara encendida mientras algunas personas le palmeaban la espalda en señal de luto.

—Sentimos mucho su pérdida señora.

—Ya vienen los de Protección Civil señora, tenga un poco de paciencia.

—Fortaleza señora, fortaleza y resignación.

Doña Petra llegó a la primera línea de acción y pudo ver finalmente a su familiar.

En la calle, sentado en el asfalto húmedo por la lluvia del día anterior, yacía un hombre cabizbajo, triste y con los ojos llorosos. Junto a él, tendido en su totalidad corpórea, un burro muerto con los ojos entrecerrados. A un lado, la carreta en la que transportaba frutas y verduras.

—No sufrió mi borriquito. Nomás dejó de caminar, doblo sus rodillas, y azotó de golpe. No sufrió mi borriquito.

 

Cinco minutos después, la señora Petra encendió su Montecarlo color verde en total silencio. Tomó la ruta que le había sugerido su hija previamente y no cruzó palabra durante el resto del trayecto.

—¿Quién era mami? —preguntó Brayan.

—¡Nadie! No era nadie.

Dos horas después, durante un receso en la escuela preparatoria CBTIS 135, Fermín Nogales, el novio de Brigitte, le mostró su celular y le dijo sorprendido:

—¿Ya viste este video? ¡Es tu mamá!

#LadyBurro.


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