La otra primera vez.
Nunca se olvida la primera vez
que se abandona tierra firme, cuando el suelo que antes sostenía todas las
certezas se desliza y todo lo conocido queda atrás, como una sombra alargada en
la memoria. Aquella noche, la ansiedad tejía sus redes en mi estómago, mientras
el mundo se preparaba para desvanecerse bajo mis pies. Afuera, las luces eran
islas en la penumbra, y yo, náufrago de costumbres, me adentraba en una
experiencia que prometía desarmar mi lógica y mis defensas.
No era fácil distinguir si el
temblor bajo la piel era la emoción de lo desconocido o el miedo, ese animal
silente que acecha en los intersticios de lo nuevo. El pasillo era angosto, y
cada paso resonaba como una marcha hacia un destino incierto. A mi lado, una mujer
joven, con los ojos más abiertos que la noche, apretaba sus manos con tal
fuerza que sus nudillos parecían tallados en mármol. Compartíamos el mismo
silencio denso, el mismo aire cargado de promesas y amenazas.
El asiento, recubierto de tela
áspera y promesas de seguridad, apenas lograba sostenerme. Me acomodé, buscando
en la postura algún alivio, pero el respaldo se sentía más rígido que nunca.
Afuera, apenas distinguía el contorno de las alas de algo más grande que
nosotros, una criatura insondable y metálica esperando el momento de demostrar
su poder. Mi corazón latía como si quisiera volver sobre sus pasos, huir hacia
atrás, hacia la tierra.
La incertidumbre era una neblina,
espesa y persistente. ¿A dónde iba realmente? ¿Cuál era el propósito de este
salto al vacío? Cada decisión, cada pequeño ritual: abrocharse el cinturón,
ajustar la mochila entre los pies, mirar de reojo a los extraños compañeros de
travesía, era una forma de conjurar la angustia, de convencerme de que, en
efecto, todo saldría bien. Pero el zumbido creciente era un recordatorio de
que, aunque intentara fingir control, no lo tenía.
Después vino lo peor. Las peores angustias
casi siempre vienen desde lo más profundo de nuestro atormentado espíritu. Escenas
dantescas de tragedias en películas de Hollywood se apoderaron de mi mente
consciente: Vuelo 51, el Concorde, Tragedia en el Aire, y muchas, muchas más.
¡Maldita la hora en que pague un boleto de cine para verlas!,
De pronto, el rugido. No un
sonido cualquiera, sino el grito de mil tormentas comprimidas en el interior de
la bestia. Las turbinas, invisibles pero omnipresentes, reclamaban el aire como
suyo, lo devoraban y lo escupían convertido en velocidad y vértigo. Sentí el
impulso en la espalda, un empuje brutal que me pegó al asiento, como si una
fuerza invisible intentara arrancarme el alma y lanzarla hacia adelante, lejos
de todo lo que era mío.
La joven a mi lado respiraba
entrecortado. Su nerviosismo era una ola que me alcanzaba, que se sumaba al mío
y lo multiplicaba. Nos miramos sin palabras, en ese instante en el que las
certezas se desvanecen y sólo queda la vulnerabilidad compartida. Su mano temblaba
levemente, y por un segundo quise tomarla, buscar en el contacto humano una
tregua ante el abismo. Pero el pudor ganó la partida; nos limitamos a compartir
miradas y silencios densos.
Afuera, el mundo era sólo una
masa oscura y lejana. Por la ventanilla, las luces se alejaban, diminutas,
insignificantes. La idea de insignificancia me caló hasta los huesos: ¿qué
somos realmente, arrojados al cielo, sujetos a una máquina y a la voluntad de
extraños? Sentí que mi vida era un punto en la vastedad, que el rugido de las
turbinas era el eco de mi propia pequeñez. ¡No somos nada! La sensación de
angustia palpitaba, mezclada con la extraña lucidez que da el peligro.
La experiencia se volvía un
desfile de imágenes fantasmales: el mundo abajo convertido en un tapiz irreal,
la oscuridad apretando los contornos, el cuerpo suspendido en una cápsula de
metal que desafía lo imposible. Pensé en aves, en sueños de Ícaro y en
mitologías que advertían sobre el precio de volar. Pero no había vuelta atrás,
sólo quedaba confiar en el milagro de la ingeniería y en la suerte de no ser la
excepción.
El aire adentro era frío y seco,
como el aliento de una caverna antigua. Sentía el crujir leve de la estructura,
los clics y susurros de los mecanismos que nos mantenían flotando. Cada sonido
era una revelación y una amenaza; el miedo tomaba nuevas formas a cada minuto.
Mi mente buscaba refugio en recuerdos, pero ninguno servía de consuelo ante la
magnitud del presente.
Fue en ese instante, cuando la
ansiedad parecía haber alcanzado su cenit, que la verdad se impuso. El anuncio
en el altavoz rompió el hechizo: “Señores pasajeros, bienvenidos a bordo.
Estamos próximos a despegar”. Todo se aclaró de golpe, como si la niebla se
disipara y el mundo reclamara su nombre. La otra primera vez era, en realidad,
la primera vez que volaba en avión. Era un viaje de trabajo por parte de mi
empresa.
Era una fría noche de enero del
año 2000, saliendo del aeropuerto de la ciudad de Harlingen, Texas, con rumbo a
la ciudad de Houston y de ahí hasta la ciudad de Columbus, Ohio en donde según
los pronósticos, estaríamos aterrizando con 14 grados bajo cero. ¡Lo que
tiene uno que hacer para tragar! Pensé, ¡tan feliz que era yo en mi
pueblito añorado, ahí bajo el valle, con familiares y amigos, junto al río que
me vio nacer! ¡Tortilla con chile nunca me faltó! ¡Qué demonios ando haciendo
acá!
Me reí, bajito, por la ironía de
las emociones humanas; cuántas veces creemos enfrentar monstruos nuevos, cuando
sólo se trata de cruzar umbrales que otros ya han cruzado antes. Volar era el
vértigo y la insignificancia, el miedo y la esperanza, la historia común de
quienes se atreven a dejar atrás lo conocido…por puro gusto o por la apremiante
necesidad.
A mi lado, la chica soltó el aire
y me sonrió, cómplice de la revelación. El mundo se hizo pequeño y, por un
instante, todo el universo cabía en esa cápsula de metal surcando la noche. Era
sólo un vuelo, y sin embargo, era la otra primera vez…mi otra primera vez.

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